01| Una bahía de oscuros recuerdos

1714 Words
Península Olímpica. Washington, Estados Unidos. Seis meses antes. . . A lo largo de nuestras vidas solemos tomar una cantidad casi infinita de decisiones, y muchas de estas aparentan ser insignificantes, pero cada una de ellas es, aunque envuelta en el velo de la trivialidad y la intransigencia, uno de los hilos que tejen nuestro destino. Un destino que puede ser tan n***o como el abismo más profundo, pero su inicio siempre se mostrará bajo una simple, y casi inofensiva, luz de mera incomodidad. Eso fue lo que sintió Mag Woods cuando, un semana atrás, recibió la llamada de su hermana, invitándola a su boda. —¡Bienvenidos a Neah Bay! —vociferó el conductor del bus al llegar a la terminal. Esa insulsa oración cayó sobre los hombros de Mag como kilos de tierra, sepultándola tres metros bajo el suelo. Así se sentía estar en ese lugar, era como ser enterrado vivo en una caja de madera, sabiendo que sin importar cuánto gritaras o golpearas las paredes, nada te libraría de que tu vida se consumiera entre la asfixia y la desesperación. —Disfruten su estancia y prepárense para enamorarse de este hermoso pueblo. —Siguió el hombre, al tiempo que abría las puertas para que los pasajeros pudieran bajar del destartalado vehículo. Mag hizo una mueca torcida. La insistencia del hombre se le hacía divertida y molesta a la vez; desde que habían salido de Port Angeles, dos horas atrás, el hombre tras el volante no había parado de hablar maravillas del pueblo, hecho que fue irritándole poco a poco, porque tal vez tendría éxito engañando a turistas ingenuos que, con mochilas y cámaras en mano, iban entusiasmados hacia ese punto olvidado en medio de la nada, listos para la aventura que él, y posiblemente algún folleto plagado de mentiras, les estaban prometiendo. Pero ella sabía la verdad: no había nada brillante ni divertido, mucho menos extraordinario, en aquel lugar. La joven ajustó su mochila alrededor de sus hombros y caminó hacia la fila para retirar el resto de su equipaje mientras intentaba ignorar la alabanza del hombre, que seguía diciendo, en opinión de Mag, puros disparates sobre el lugar; y empezó a preguntarse entonces cuánto le estaría pagando el vocero de la comunidad por ese monólogo que se hacía cada vez más fuera de lugar a medida que sus ojos se desplazaban por los alrededores. Avanzaba a paso lento en la fila mientras refunfuñaba internamente acerca de cómo todo seguía teniendo el mismo tono azulado, grisáceo y nublado de siempre; ese que solo se escuchaba bien en rebuscados romances literarios, en donde vampiros se enamoraban de humanas, como ese que se había puesto tan de moda el año anterior. Pero ella, a diferencia de la horda de turistas que tenía por delante, en su mayoría, amantes obsesivas de la literatura fantasiosa que empezaban a ver aquella región como un destino atractivo, había crecido en esas calles, y aprendió, de la peor manera, que ninguna gran historia de amor tiene lugar en un sitio como ese. Neah Bay era el punto más noroccidental de la Península Olímpica, una concentración de población que, sobreviviendo entre la perenne neblina y las lluvias casi constantes, apenas superaba los mil doscientos habitantes. Ni siquiera era propiamente considerada un pueblo, aunque sus habitantes le llamaban así; de hecho, en cualquier barrio de Portland había una densidad poblacional mayor. Pero era esta particularidad la que facilitaba que todos ahí se conocieran, que todos se relacionaran diariamente… A que todos se enteraran de lo que le pasaba al otro; algo que no ocurría en las ciudades, y fue esta característica la que más daño le había hecho a Mag en el pasado. Cuando por fin llegó su turno en la fila, tomó su maleta y se alejó del bus. Se detuvo a un par de metros de la precaria terminal y se dispuso a esperar bajo el abeto que había estado ahí desde que tenía memoria, justo frente al taller McNamara. Miró la estructura con desdén. Esa deslucida y oxidada fachada de láminas parecía no haber cambiado nada desde la última vez que se había parado en frente. Incluso la casilla de policía junto a esta estaba igual. Para ella era como si cada aspecto del pueblo, se hubiese congelado en el tiempo. Cinco años no habían sido suficientes para provocar algún cambio en sus calles; se oponían a avanzar, a evolucionar, y parecía que su gente también se había quedado atrás. Vio a un hombre cortando leña con un hacha, sentado en el jardín frontal de una casa de tablones enmohecidos. La herramienta era muy pequeña y parecía no tener suficiente filo, a juzgar por la cantidad de golpes que debía dar, pero en ningún momento se movió de su sitio para intentar afilarla, solo continuaba golpeando el tronco una y otra vez sin que este cediera. El hecho de continuar con una labor tan dura luego de no obtener ningún resultado resumía bastante bien el espíritu de las personas ahí… "Las cosas son como son y hay que aceptarlo". No cambiar nada. No cuestionar nada. No intentar mejorar nada. Solo seguir y seguir en la misma rutina… Algún día el resultado llegará. En algún momento el tronco va a ceder. De niña, pese a todo lo que le había sucedido, o quizás a raíz de eso, Mag fue muy precoz, y siempre se sintió frustrada mientras viví ahí, o al menos eso fue lo que su mente traumada le hizo creer para mitigar su pesar; pero lo cierto era que el haber vivido en Portland todo ese tiempo, el haber conocido otro mundo, otra dinámica de vida, le había hecho menos tolerante a la monótona existencia en la bahía. «Quizás por eso todo parecía más horrible que antes» se dijo, pese a que era consciente de que todo se mantenía igual. —¡Mag! —gritó una voz femenina a su espalda. Giró sobre sus talones y observó a Dahlia, su hermana mayor, justo al tiempo que los brazos de esta la envolvieron en un abrazo fuerte e incómodo que duró mucho más de lo que ella hubiese esperado, pero cuando finalmente la dejó ir, puso sus manos sobre los hombros de Mag, que era al menos una cabeza más baja, y con una gran sonrisa la miró de pies a cabeza. —Me alegra tanto que estés aquí, casi no puedo creerlo… En serio, muchas gracias por venir, significa tanto para mí que estés conmigo en este momento —murmuró la mujer con labios temblorosos, poniéndose tensa al instante. Hacía dos años que Dahlia y Magnolia no se veían, ni siquiera habían intercambiado una llamada telefónica; y esa última vez que estuvieron juntas apenas conversaron. La mayor de las hermanas solo había pasado a saludar mientras asistía a un congreso de enfermería en la ciudad, y tiempo después, cuando no mostró ningún interés de visitar a su padre en todo el tiempo que este estuvo en el hospital antes de morir, Mag comprendió que no había oportunidad de hacer las paces, y, sin embargo, Dahlia no dudó en llamarla cuando meditó y se vio sola frente al altar. —No agradezcas. Para eso están las hermanas —gesticuló, excusándose en tener que usar sus manos para soltarse de su agarre. Dahlia pareció confundida por un momento; Mag notó que le costaba entenderla, pero cuando dedujo lo que había expresado, su rostro se congeló. Su respuesta hizo más incómodo el momento. No había sido su intención; fue una respuesta automática; lo políticamente correcto que decir, si se quería, lo que cualquier otra hermana en su situación diría, pero para Dahlia fue un recordatorio de que ella no había estado para Mag cuando más la necesitó, nunca lo había estado, en cambio, se había reído y había apoyado la idea de sacarla del pueblo. Y aunque intentó frenarlo, el recuerdo volvió a ella mientras su mandíbula se tensaba. Unos años antes, una fatídica noche de otoño, una joven Mag había entrado en casa hecha un mar de llanto, luego de haber sufrido la mayor de las humillaciones que puede sufrir una mujer. Se detuvo en medio del salón y se dejó caer en el suelo, ocultando su rostro entre sus manos, pero pese a sus sollozos, oyó detenerse junto a ella los furiosos pasos que le habían estado siguiendo. Un segundo después sintió un fuerte jalón en uno de sus brazos. La instaban a mostrar su cara. “Eres una asquerosa puerca", había dicho su hermana en un gruñido, escupiendo en el proceso, como un animal rabioso. “Todos te vieron. ¡Zorra! Mamá va a matarte”, agregó después, antes de darle un fuerte empujón, desestabilizándola, y haciéndole caer por completo al suelo. Un hecho que inició el quiebre en la familia. Dahlia había sido la primera que lanzó piedras en su contra, pero Mag no le guardaba rencor por ello, ya no, al menos. Con el tiempo entendió que había sido lo mejor, lo agradecía incluso; pero nada de eso cambiaba la situación entre las dos. El elefante seguía ahí en medio de la sala, pero a la mayor de las Woods parecía incomodarle más, por eso era la más interesada en avanzar. —Debes estar cansada. Vamos a casa —dijo Dahlia, forzando una sonrisa y señalando el camino. Mag notó la incomodidad en su semblante, y por un segundo meditó en decir algo que aliviara la tensión entre ellas, pero desistió rápido. «No es mi problema. Las personas deben hacerse cargo de sus propias decisiones», se dijo Mag, recordando las palabras que su hermana había usado en su contra mientras ella, entre lágrimas, preparaba sus maletas. Mientras caminaba, se repitió que no era su culpa que Dahlia se sintiera culpable, tampoco lo era que se sintiera avergonzada de lo que había hecho… De lo que había dicho y de que no estaba obligada a actuar para hacerle sentir mejor, pero sus ojos se oscurecieron ante los recuerdos; no podía evitarlo, y odiaba sentirse así, pero, sin querer, la compuerta ya había sido abierta y el eco de injurias pasadas volvían a ella como presagios de que sus días de paz habían acabado. "Eres una asquerosa puerca… Zorra… Mamá va a matarte".
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