02| El forastero

1977 Words
Mag y Dahlia avanzaron un par de metros, hasta entrar de lleno en la hilera de casas de la calle principal. Ninguna había dicho nada hasta el momento. El peso de los recuerdos, que seguramente también estaban atacando a su hermana, pensó Mag, se blandía entre ellas, creando un muro que se sentía impenetrable, y, sin embargo, la mayor parecía decidida a derribar. —¿Tienes hambre? Kyle te preparó caldo de pescado. Le dije que tostara algunos panes para darle un toque crujiente… Recuerdo que así lo comías cuando éramos niñas —dijo con una sonrisa forzada. Mag sabía que ese gesto era el equivalente a agitar una tela blanca en medio del prado humeante y destrozado por los cañones de la guerra, ese en cuyos extremos opuestos habían habitado ambas por mucho tiempo. Se sintió ofendida; la rabia que habían despertado sus recuerdos aún escocía en su mente, pero respiró profundo y sonrió, asintiendo, mostrando un entusiasmo que no sentía por la promesa de un caldo para el que ya no tenía apetito. Ese siempre había sido su problema, pensó un segundo después. Era débil cuando se trataba de su hermana y su madre. Si había algo que siempre llevaría de Neah Bay en su ADN, era el hecho de que a ella también le costaba cambiar sus costumbres; en muchos aspectos era tan terca como cualquiera de ellos. Sumó una más a todas las veces que cedió para librar a su hermana de tener que disculparse por sus acciones pasadas y entonces sonrió y procuró no perder dicha sonrisa durante lo que restaba de camino. —Kyle es el mejor chef de Washington, es reconocido por sus creaciones. Son auténticas obras de arte, ya lo verás. Los turistas no paran de alabar sus sabores, incluso muchos han venido al pueblo solo a probarla… Es una celebridad aquí. Mag procuró controlar sus expresiones al asentir. Tomando en cuenta la cantidad de restaurantes que había tan solo en Portland, solo por usarlo de referencia y no mencionar los que sí estaban en Washington, pensar en que el mejor chef del estado estaba escondido en aquel rincón musgoso del país era absurdo. Además, "Celebridad" se le hizo un término muy fuerte para ponerlo sobre el cocinero del restaurante del pueblo con la fama que este se había hecho con los años. La última vez que supo, Charlie Paddock, el dueño del local, servía sopa de tomate enlatada y calentada en microondas a sus comensales, un platillo que cobraba tres dólares más que los del pueblo cercano. Pero se dijo a sí misma que quizás solo estaba siendo despectiva por resentimiento. El restaurante era propiedad de la familia de Theo, su ex, o al menos así le llamaba ella para minimizar el rencor que su nombre evocaba. Se obligó a darle una oportunidad al hombre que se convertiría en mi cuñado en un par de semanas; en parte porque Dahlia, crítica acérrima del talento de los demás, estaba siendo aduladora, lo que indicaba que el enamoramiento era real e intenso. Y, por otro lado, sus padres habían muerto; solo quedaban ellas dos. Pese a lo sucedido en el pasado, consideró que era momento de intentar superar las diferencias y ser una familia otra vez, si no… ¿Qué sentido tendría haber regresado? Empezaron a caminar por el borde de la calle, adentrándose más en el pueblo, y mientras lo hacían, Mag procuró ignorar todas las miradas curiosas que se posaban sobre ella y asentir cuando consideró que las palabras de su hermana lo requerían, pero en el fondo solo rogaba por llegar a casa, maldiciendo el hecho de tener que atravesar todo el pueblo para ello. —Diablos. Espera. —La mujer se detuvo y chasqueó la lengua—. Debo pasar por lo de Mickey, Kyle hizo un pedido y debo recogerlo. Un par de adolescentes pasaron frente a ellas en ese momento, saludaron a Dahlia brevemente y luego enmudecieron al ver a Mag. Una de ellas intentó disimular su asombro, pero la otra no hizo ningún esfuerzo por hacerlo mientras tomaba detalle de su piel. Mag, con vergüenza, comprobó que una nueva generación, cinco años de supuesto progreso y todos los talleres sobre discriminación que el Gobierno obligaba a impartir en las escuelas y secundarias, no habían sido suficientes para que una comunidad tan pequeña y aislada actuara con normalidad ante una persona con vitiligo, pero en el fondo, muy en el fondo, nunca esperó algo diferente; el pueblo se regía por una serie de parámetros, por demás teñidos de ignorancia e intolerancia, que sus habitantes debían seguir; quienes no lo hacían, eran observados como bichos raros y, posteriormente, hechos a un lado. No, nada de eso era nuevo, pues fue justo eso, al menos en esencia, lo que generó su partida en primer lugar. Dahlia miró el rostro de su hermana menor, que dejaba claro que quería refugiarse lo más pronto posible. —Será rápido, lo prometo —murmuró cuando las chicas se alejaron. Mag asintió una vez más y empezó a caminar. Se desviaron hacia el este, donde el intencionalmente llamado Mickey's House seguía teniendo un aspecto polvoriento por fuera; sin embargo, el interior sí que había recibido algunos retoques, notó Mag. Años atrás ese solo había sido un lugar a donde ir a buscar a su padre cuando no lo encontraban en ninguna otra parte, pero ahora lucía un poco más moderno. Seguía pareciéndole horrible, pero no pudo evitar sentir una pizca de orgullo al ver que al menos alguien se abrazaba al avance tecnológico. Había luces adornando la estantería de licores tras la barra, un par de máquinas de soda a la derecha y una rocola moderna llena de luces de neón coloridas en la zona opuesta; todo le pareció tan de mal gusto que sintió vergüenza, pero concedió que, aunque pobre, seguía siendo un avance. El viejo Mickey estaba invirtiendo en modernizar su negocio y eso lo aplaudía; a su parecer, él siempre había sido la cabeza menos cuadrada del lugar. —Hola, Mickey —dijo Dahlia acercándose a la barra. —Hola, linda. Estaba por llamarlos, yo… —El hombre se enmudeció al notar la presencia de Mag y, sorprendido, dejó el vaso que secaba sobre la barra—. ¿Mag? ¿En serio eres tú? Ella sonrió sin abrir la boca y alzó las manos en gesto teatral. —Dios santo, cómo has crecido… Eres toda una mujer ahora. Me alegra tanto verte. ¿Viniste a la boda? —La chica se limitó a asentir. Comunicarse con ellos siempre fue complicado—. Eso es estupendo; se van a ver hermosas bajo el altar de flores que está armando Grace. Las flores de Ivy… Casi un poema, ¿no creen? De seguro eso la hubiese hecho muy feliz. Tan pronto como las palabras escaparon de la boca del hombre, la tensión en el ambiente se hizo palpable; los tres sabían que Ivy Woods, madre de las dos mujeres, no hubiese estado feliz de ver a la menor de sus hijas de regreso. Si Mag había aceptado el llamado de Dahlia, había sido solo porque la vio completamente sola… Ella misma estaba sola, pero la historia hubiese sido diferente si su mamá aún viviera. —Vengo por el pedido de Kyle —intervino Dhalia, queriendo cortar la situación de lleno. —Ah, sí, sí. Llegó esta mañana… Lo tengo allá atrás en el depósito; en un momento vuelvo. —El hombre salió disparado y desapareció de su vista en cuestión de un segundo. —No seas dura con ellos, ¿sí? —Mag la miró confundida, sin entender las palabras de su hermana. —¿Con quiénes? —Con todos —agregó con seriedad—. Nadie más que nuestra familia es responsable de lo que pasó con nosotros. No podemos culpar a los demás por no saber cómo manejarlo. La chica se quedó inmóvil por unos segundos, sin poder creer que su hermana de nuevo jugara esa carta contra ella. Su mal humor se desató de inmediato, levantó las manos para darle una respuesta airada, una que se había prometido no dar cuando decidió salir de Portland, pero la puerta del bar se abrió en ese momento. Su hermana miró sobre su hombro; su descontento fue evidente al instante. Mag se giró sobre la banqueta, y entonces quedó perpleja. Un hombre alto y fornido había entrado al bar y caminaba con el andar de un dios griego... con aire pretencioso, como si hasta la más minúscula partícula de polvo en el lugar le perteneciera, como si el universo entero le perteneciera, en realidad. «¿Dahlia lo conoce?», se preguntó Mag. «Pero no es de aquí», se dijo con firmeza un segundo después, hecho que luego le resultó tan obvio que se sintió tonta. La piel del hombre, aunque bronceada por el sol, era bastante clara. No había en él rastros del tono oliváceo característico de los habitantes de la zona. El cabello rubio tampoco abundaba mucho en la península. La diferencia más notoria recaía, sin embargo, en su estilo más que en su apariencia. El hombre llevaba una barba densa, eso no se le hizo raro; los hombres solían llevarla así como defensa a las bajas temperaturas. Tampoco se enfocó en su cabello largo y atado de forma despreocupada a la altura de la nuca; no, lo que llamaba su atención eran sus robustas botas de motociclista, la camiseta de mangas rasgadas y el hecho de que, de cuello a nudillos, estaba cubierto de tatuajes, ninguno en algun patrón tribal. Estos no cubrían su piel por completo, pero eran muchos más de los que normalmente se veían ahí. Había visto hombres así antes, claro… en Portland, no ahí. Se había acostumbrado a ver motociclistas de pandilla, o meros aficionados, adueñándose de las calles y los bares. Nadie era ajeno a ellos. Unos solían involucrarse en actividades ilícitas, lo que hacía peligroso estar cerca de ellos; otros parecían estar en plena cruzada para conquistar a cada mujer del condado, lo que podía tomarse como otra clase de peligro, uno menos punible, pero igual de desastroso para la vida de una mujer. Mag siempre los observaba, incluso llegó a interactuar con un par de ellos mientras trabajaba en la caja de una tienda de gasolinera. Eran sujetos desagradables y maleducados en su mayoría, no le causaban ninguna clase de fascinación, pero el magnetismo que ejercía este en particular sobre ella no tenía comparación, y le resultó chocante ver algo como él, al que no pudo sino considerar como una obra de arte, de las grotescas y con tonos violentos… de las que hacen sentir incomodidad con tan solo verlas, pero arte al fin y al cabo, en medio de un ambiente tan soso como ese bar. Por un segundo creyó estar imaginándolo, pero con cada paso que daba el hombre, todo parecía sacudirse a su alrededor… Mag sentía que me sacudía. Su atractivo era indiscutible. Ella pensó que todos los ángulos de su rostro habían sido tallados por un artista del Renacimiento, no porque fuese apuesto en el sentido clásico de la expresión, sino porque sus rasgos, duros, angulosos y varoniles, se complementaban a la perfección. Continuó mirándolo, contrariada. Jamás imaginó que alguien pudiera causar una respuesta como esa en su cuerpo, mucho menos imaginó encontrarlo en el sitio que llevaba tanto tiempo queriendo olvidar que existía. Él no reparó demasiado en ella, en ninguna de las dos. Parecía indiferente a su presencia, eso no se le hizo extraño tampoco; a hombres así los pueblerinos les resultan seres insignificantes; y fue justo eso lo que despertó mayor interés en Mag. Una interrogante se plantó en su mente entonces: ¿Qué hacía un sujeto así en el rincón más olvidado del país, y por qué estaba tan deseosa de descubrirlo?
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