El recién llegado se acercó a las mujeres y dejó el objeto metálico y pesado que llevaba en manos en el suelo antes de tomar asiento en la banqueta junto a Mag, a quien apenas prestó atención. Ella, sin saber bien por qué, se había hecho casi un ovillo en su asiento.
—Buen día, Tucker —dijo Dahlia con voz tensa y cargada de reproche.
—Buen día, Woods —respondió él, apenas dedicándole una mirada, cosa que sabía le hacía enojar.
Dahlia, a quien él consideraba una mujer estirada a la que, en su opinión, y no se cansaría nunca de decirlo, le faltaba algo más de acción en su lecho por las noches; le dedicó un sonido similar al de un caballo que le hizo sonreír. Él recordó cómo ella se marchó sin dirigirle siquiera una palabra educada en las últimas tres veces que se cruzaron, y ahora parecía ofendida porque él no la saludaba de entrada. Y no es que al hombre le importara, porque no era así, pero la doble moral no era algo que apreciara.
«En definitiva, la sequía está intensa en la cama de la estirada», pensó.
No tenía nada personal en contra del chef Jonas. Su crema de cebolla era muy buena, pero quizás debía empezar a poner un poco menos de empeño en caramelizar vegetales y algo más de ímpetu a las embestidas que le daba a su mujer. Él consideraba que quizás así dejaría de mostrar esa expresión de asqueada que la dominaba durante el día. Un servicio público por el que todos le agradecerían.
En la banqueta de al lado, Mag intentaba no removerse, presa de su inquietud. Podía sentir el calor corporal que desprendía el cuerpo musculoso del tal Tucker, incluso a medio metro de distancia. Lo sentía abrasador y alarmante, y no estaba siendo capaz de controlarlo. Su cerebro parecía haber perdido comunicación con su cuerpo, y estos se estaban sumiendo bajo los efectos de alguna fuerza mística e invisible… que le aceleraba el pulso y secaba su boca.
Estaba empezando a sentirse avergonzada, porque no solo su presencia parecía estarle subiendo la temperatura, sino que su voz, grave y con un peculiar acento sureño, la hacía hervir. Hacía mucho que nadie causaba esa reacción en ella, y empezó a preguntarse qué tenía este hombre de diferente a los otros como él que había visto antes y que nunca llamaron su atención.
Al oír la censura en la voz de su hermana, Mag pensó que no le agradaba ni un poco ese sujeto; en realidad, casi pudo sentir el desprecio vibrando a su costado izquierdo. En cambio, a su derecha, brillaba la indiferencia.
—¿Sabes dónde está Mickey? —El rubio flexionó sus brazos sobre la barra, uniendo sus manos como en una plegaria, dejando sus marcados bíceps a la altura de Mag, que no pudo evitar tragar con dificultad, aun sin comprender cómo podía un desconocido descontrolarla de ese modo.
Frente a ella, un reloj de bolsillo envuelto en llamas, dibujado con tinta negra sobre aquella piel blanca y masculina, empezó a hipnotizarla. Quedó tan absorta en la imagen, que hubiese podido jurar que por un segundo escuchó el "tic-tac". Tampoco era la primera vez que veía un tatuaje de cerca, por supuesto, no vivía en una cueva.
Jessie, su compañero del taller de arte, tenía algunos, llegó a mostrárselos incluso, pero había algo diferente en los patrones que cubrían los brazos de este hombre, algo adictivo. Había un reloj en llamas, un puñado de dientes de león volando, un escorpión desvaneciéndose desde la cabeza. Había tantos conceptos, tantos colores, que su inspiración se disparó.
Sintió entonces el impulso de tocar cada trazo y replicarlo. Prestó atención a los detalles y trató de memorizar todo lo que pudiera para recrearlo en su libreta esa noche. Se puso ansiosa. Sus dedos empezaron a escocer ante la necesidad de tomar un lápiz y empezar a hacer trazos. Casi podía saborear todos los colores.
Aquella siempre había sido una sensación extraña para ella; sus compañeros no la entendían del todo. Sus profesores le habían asegurado que estaba bien, que la inspiración funcionaba de un modo diferente en cada individuo, pero seguía pareciéndole algo extraño. Mag pensaba que su situación tal vez la condicionaba de algún modo, porque una vez que su cerebro pensaba en los colores, una vez que sus manos empezaban a trazar… Su cuerpo se volvía una bomba sensorial, o al menos así lo consideraba ella.
Mag podía sentir, de una forma intangible, las cosas frente a ella y transformar eso en sentimientos propios. Así, por ejemplo, una persona u objeto que le pareciese deprimente le hacía sentir genuinamente melancólica, y cuando entraba en ese estado de empatía extrema… Pintaba y, al hacerlo, era como si las emociones que intentaba plasmar en papel danzaran a su alrededor, la abrazaran y le susurraran al oído.
Fue la mejor de sus cursos, pero su método no le ayudaba a crear el aura de normalidad que tanto deseaba. Por norma general, la situación le avergonzaba, pero, por suerte, no ocurría siempre, solo cuando estaba de verdad inspirada, justo como lo estaba en ese momento; dividida ante la necesitada de salir corriendo a pintar o la de quedarse ahí y seguir empapándose detalle a detalle del que, de momento, era su musa más intensa, más excitante.
—En el depósito, volverá en un momento. —La voz de Dahlia devolvió a la realidad a la mujer, que de inmediato sintió arder sus mejillas.
—De acuerdo… —Él bajó la cabeza, sonriendo apenas un poco, apenas una curvatura de sus labios. Mag bautizó ese gesto como la seductora "sonrisa del demonio", aunque no supo bien el porqué.
Por lo que entendía, a Tucker le hacía gracia la actitud de su hermana, y para ella, eso solo puso algo más de peso en su lado de la balanza. Ese asomo de indiferencia ante el desprecio de Dahlia le encantó. El cielo sabía que ella desearía tener la piel tan gruesa cuando los demás la trataban con indiscreción o condescendencia.
Ella seguía sin poder quitarle los ojos de encima. Estaba confundida. En su mente, su presencia ahí era como la de una foca en el Amazonas… Un desequilibrio absoluto del orden natural de las cosas. Parecía un hombre de esos que se veía en películas de chicos malos que usaban motocicletas; siempre tenían un cigarrillo en la boca, eran nómadas por excelencia, y de algún modo, siempre conseguían a la chica. Todo un estereotipo de los que a Mag no le gustaba echar mano, aunque no podía evitar pensarlo.
Pero lo peor de todo no fue imaginarlo subiéndose a una motocicleta imponente, con un cigarrillo en la boca y sonriéndole seductor, al muy puro estilo de Johnny Strabler, sino que esto le hiciera sonreír… Que le gustara.
Bajó la cabeza y esperó que nadie notara el rubor en su rostro, pero no tuvo éxito.
Por su parte, él, que hubo notado su inspección todo el rato, bajó la mirada hacia ella, porque se dio cuenta de que no había reparado mucho en la mujer de la banqueta continua. Al entrar al bar creyó que era alguien del pueblo, y a juzgar por los rasgos Makah que tenía la chica, como su lacio y pesado cabello n***o, sus cejas fuertes y su piel tostada, sí que lo era, pero supo de inmediato que jamás la había visto por los alrededores.
La mujer llevaba jeans claros, un suéter de punto en color almendra y zapatillas deportivas; nada llamativo, pero notó que había algo en ella que gritaba "ciudad", quizás lo mismo que podían ver los demás en él, aunque, lado a lado, eran polos opuestos.
Ella tenía un aura de virginal sumisión, mientras que él venía del mismo infierno. Más adelante descubriría que ninguna de las dos sentencias era acertada, pero no hay que adelantarse a los hechos. De momento, no le interesó cavilar mucho más tiempo sobre la desconocida; su curiosidad no fue tan grande, y se disponía a apartar la mirada cuando ella giró su cabeza, por encima de su hombro, con actitud temerosa. Lo miró fijamente, y con esto… lo ancló a su existencia.
—Hola —pronunció él con voz áspera antes de darse cuenta. Los grandes ojos grises de la chica le habían hechizado; su cuerpo entero se tensó bajo su mirada, y necesitaba saber quién era—. Soy Cameron Tucker. ¿Tú eres…?
En su asiento, Mag sentía que le hormigueaba la piel, acelerada ante lo que fuese que pasara por la cabeza del hombre, mientras la miraba con la fiereza de un animal salvaje.
Todo en él gritaba "peligro", pero las advertencias carecieron de importancia cuando abrió la boca para responderle, impulsada por la necesidad de cerrar la brecha que aún les separaba… antes de que la vergüenza se apoderara de ella.
Se sintió estúpida de inmediato, no supo para qué hizo eso… Nada saldría de su boca; podía sentirlo. Pero su hermana no tardó en hacerse cargo de la situación y dejarle claro a Cameron que nunca oiría una palabra por parte de Mag.
—No puede hablar… Es muda. —Anunció Dahlia, rasgando con un cuchillo afilado y malintencionado la conexión que había tenido lugar entre ellos, dejándolos a ambos mudos y sorprendidos.
—Entiendo… —alcanzó a susurrar Cam antes de que la mujer continuara.
—Es mi hermana menor, Magnolia. No puede hablar ni escribir. Solo vino a visitarme desde Portland, por la boda. No sé si sabes que voy a casarme.
Cameron asintió brevemente y sonrió; no dijo nada más.
A Mag eso le pareció un gesto de lástima, algo que le hizo sentir terrible; por un segundo no vio en él ese velo de lástima y resignación con la que solían mirarle los hombres, pero eso se esfumó.
Él abrió la boca, pero no tuvo oportunidad de decir nada; la puerta del depósito se abrió en ese momento y Mickey apareció ante ellos.
—Aquí tienes, Dahlia. Una docena, como lo pidió Kyle —dijo el hombre poniendo un paquete grande frente a ella.
—Gracias, hombre. ¿Cuánto es? —preguntó Dahlia mientras le echaba un ojo al interior de la caja, pero el anciano ya había puesto su atención en su nuevo visitante.
—¡Hey! Volviste rápido. ¿Pudiste repararlo?
—Eso creo. Pero estaba muy deteriorado. —Cam subió el objeto pesado a la barra—. Soldé algunas partes ya, pero debes probarlo antes de sellar la tapa.
—Oh, déjame ver, entonces. Te voy a deber la vida si funciona. Anda, sírvete una cerveza mientras —respondió Mickey tomando el aparato y llevándoselo al cuarto trasero.
Mag bajó la cabeza y torció los labios. Su enojo crecía mientras toda la escena tenía lugar, pero sin saber qué le molestaba más: la sentencia rotunda, insensible y de alguna forma malévola de su hermana sobre su mudez, o el hecho de que decidiera llamarla Magnolia frente a Cam, al final decidió que ambas cosas habían sido vergonzosas.
Pero algo que le hizo más ruido fue, por una parte, que la necesidad apremiante de Dahlia de dejar en evidencia sus defectos ante los demás fuese tan fuerte todavía. Por la otra parte, que se oyera tan avergonzada mientras daba sus explicaciones.
Mag se rascó la frente y se apartó algunos mechones. Se frustró. Eran adultas, y se suponía que intentaban hacer las pases, ¿por qué entonces su hermana tomaba esa postura?
Con desilusión llegó a la conclusión de que jamás podría entender la animosidad de su hermana hacia ella, pero, sobre todo, que reparar sus lazos fraternales sería una tarea muy complicada si solo iba a depender de ella.