Cameron Tucker no era un hombre muy sociable.
Una de las cosas que apreciaba de estar ahí, era la aislamiento. A su parecer, la temporada de turistas le robaba el poco encanto que tenía aquella zona, sin mencionar que dificultaba sus actividades. Demasiados ojos curiosos por los alrededores aumentaban el riesgo a ser descubierto, pero había algo que sí le gustaba de la marea de turistas que llegaban a diario en los viejos buses del condado… Mujeres. Mujeres hermosas a las que no tendría que ver al día siguiente.
Él era un hombre atractivo; era alto, fuerte, tenía una voz profunda y, por tonto que le pareciese a veces, su aspecto inspiraba tanto miedo como deseo en las damas, aunque algunas de las que solía buscar él se alejaban bastante de lo que socialmente podría considerarse una. A él eso no le importaba, en su opinión, todas las mujeres valían lo mismo. No había varas que midieran el valor de una o la devaluación de otra. No había damas ni zorras, como otros solían pensar. Todas podían comportarse de un modo o de otro de acuerdo al lugar, al entorno, o al amante; y él sabía cómo sacar la parte más fogosa e indecente de cualquier mujer, sin importar cuán reprimida la tuviera bajo un sinfín de capas de buenos modales y decoro.
Tal era el caso de Hailey y Rachel, las dos chicas de Tacoma que habían ido a parar en la Península Olímpica para conocer más de la cultura de la zona.
Eran lo que podría llamarse "chicas buenas"; y era obvio que habían decidido usar al sujeto rudo, sexi y desconocido que conocieron en el bar, y con el que estaban seguras de que jamás volverían a toparse, para cumplir alguna oscura fantasía de la que siempre hablaban pero temían poner en práctica, porque, por desgracia, en los hombres la división sí existía; había caballeros y había completos imbéciles, y solo los primeros sabían mantener sus bocas cerradas. Cameron no era un caballero; se acercaba bastante a ser un imbécil, pero no lo era del todo, así que era el hombre perfecto para el par de aventureras.
Otra cosa obvia era que ellas nunca habían hecho nada similar y que estaban torpemente ansiosas. Pero a él le parecía divertido. En el fondo estaba esperando que se retractaran al final de la noche, aunque en realidad no habían hecho ninguna propuesta formal aún, pero si eso pasaba, él siempre podría conseguir a alguien más.
La estaba pasando bien; no era que tuviera algo en común con el grupo con el que compartía la mesa, pero al menos no era una noche aburrida en la cabaña. Y, sin embargo, tan pronto vio a Magnolia entrar al bar, no había podido apartar la mirada de ella. No la había visto desde su visita a la playa, y ciertamente no esperaba reencontrarse con ella en el bar, pero ahí estaba. Su cabello suelto y rebelde caía como una cascada nocturna sobre su espalda; iba vestida de n***o salvo por el cárdigan celeste que le cubría los brazos.
Cam empezó a preguntarse si era amante de los cárdigan o solo los utilizaba para cubrirse; odiaba esa hipótesis. Bebió lo que quedaba de su cerveza, recriminándose por estar pensando en eso; ¿qué más le daba qué ropa se ponía la menor de las Wood o por qué diablos lo hacía? No era su problema. Aunque en realidad no la estaba mirando como si hubiese algún problema en absoluto, porque lo que de verdad estaba robando por completo su atención era la cinta negra que llevaba la chica a modo de gargantilla; aquella cosa estaba acabando con su cordura. Tal vez se debía a que era el primer adorno que le veía usar, o porque, de algún modo, ese minúsculo trozo de terciopelo parecía arrancarle cualquier rastro de inocencia a su cuerpo.
La misma ligera ola de enojo que le golpeó el otro día en la playa, le golpeó entonces; no entendía por qué no podía simplemente ignorarla. Le hubiese gustado decir que estaba ebrio, que solo estaba caliente y con la mente demasiado activa, pero las dos chicas a sus lados no habían causado una reacción similar pese a todas sus miradas y comentarios descarados. ¿Cómo podía Magnolia ejercer semejante atracción para él con solo estar ahí?
«Maldita hechicera», se dijo a sí mismo, dejando la botella de vuelta en la mesa, cuando Mag se giró para mirarle. Su piel se erizó al instante, sus músculos se tensaron y entonces todo a su alrededor desapareció.
De pronto fue como si solo fuesen ellos dos en un bar vacío.
Ella no mostró sorpresa ni reconocimiento, solo se quedó ahí, contemplándole desde la distancia… Retándole, aunque no supo por qué, pero decidió que no iba a dejarle ganar. Las cosas no funcionaban así; no había mujer que lo pusiera de rodillas, y no la habría jamás, mucho menos aquella chiquilla. Por muy poderosa que se creyera, él siempre tenía el control y no iba a cederlo jamás, ni siquiera en medio de ese extraño juego que ella planteaba.
No sabía qué tramaba, pero aceptó el reto; no dejó de mirarla y no lo haría incluso aunque el bar se cayera a pedazos en ese momento. Claro que… él quiso pensar que actuaba a voluntad y no bajo alguna clase de hechizo del cual ya no podía escapar.
Al otro lado del salón, Mag también estaba absorta, incapaz de mirar a otro lado. Cam, vistiendo un suéter rojo sangre que dejaba ver que su pecho también era un lienzo lleno de tatuajes, se sentaba despreocupadamente, casi desparramado en el viejo asiento de cuero, con la cabeza apoyada contra la pared, uno de sus brazos apoyado en el respaldo, casi sobre los hombros de la rubia de rizos que se sentaba a su derecha, y las piernas abiertas, extendidas a sus anchas. Esto no podía verlo, gracias al resto de las personas que se sentaban en su mesa, pero lo supo; su actitud desafiante y dominante lo decía.
Otra cosa que también supo, fue que la morena a su derecha, la que empezó a hablarle al oído con una sonrisa pícara, estaba tocándole. Era fácil adivinar el lugar en el que descansaba su mano por la posición de su hombro y por cómo este no dejaba de moverse. Era un acto desvergonzado, pero no podía juzgarla. El hombre era como un agujero n***o, una fuerza imposible de resistir. Ella estaba a metros de distancia y estaba atrapada en su campo gravitacional.
Podía sentir sus pechos tensarse, su boca secarse y su corazón palpitar cada vez más fuerte mientras la mujer seguía tocándolo. Era como un espectáculo privado, porque pese a que había decenas de personas en el bar, y a que el acto en sí era algo íntimo, él no dejó de mirarla en ningún momento. Era algo enfermizo; otra mujer acariciaba su entrepierna en medio de un salón repleto de personas, pero él la miraba como si no hubiese nada más en el mundo que ella.
¿Quién de los dos estaba más enfermo? ¿Acaso el mundo se había detenido a su alrededor? ¿De verdad nadie más que ella notaba lo que estaba pasando? ¿Nadie se daba cuenta de que había dos personas creando electricidad frente a ellos, dándole energía a todo lo que se movía a su alrededor? Muchas preguntas pasaban por la cabeza de Mag, pero la respuesta era bastante simple: la mayoría de las personas viven en el plano terrenal, en la existencia ordinaria; son pocos los que pueden trascender esos muros y los pocos que sí llegan a hacerlo… se vuelven todopoderosos en la realidad que ellos crean.
Cam y Mag tardarían un poco en descubrirlo, pero esa noche crearon una nueva realidad, un mundo nuevo donde solo ellos existen, donde son dioses; solo ellos crean y solo ellos destruyen, un universo donde nunca nadie los podría alcanzar.
Pero esa noche la burbuja explotó cuando la rubia, queriendo participar en la escena, mordió la oreja del hombre; este hizo una mueca de dolor y giró a mirarla. Mag no le perdonó esto. Se volteó hacia otro lado, casi dándole la espalda al trío; pidió otra cerveza a Mickey, bebió, sonrió prestando atención a los que bailaban, y no volvió a mirarlos.
—¿Sabes? Nos gustaría que vinieras a pasar la noche con nosotras —susurró Rachel, o tal vez era Hailey; Cam ya lo había olvidado—. Y creo que tú también lo deseas. —Al decir esto, la mujer cerró su mano contra el m*****o rígido del hombre, que parecía luchar por librarse contra la gruesa tela del jean.
Cam sonrió burlón y la miró, sintiendo un poco de pena por la mujer que de verdad creía que ella había sido la causante de su reacción.
—¿Crees poder con las dos? —susurró la otra, mordiéndole nuevamente. Él se apartó y la miró. Había algo tan patéticamente inocente en aquella pregunta, que le hubiese gustado decir que no. Algo le decía que ambas terminarían arrepintiéndose de lo que iban a hacer, pero él necesitaba desahogarse esa noche, y no era él quien debía enseñarle lecciones a dos mujeres adultas.
—Supongo que lo descubriremos pronto —respondió con una sonrisa que ambas devolvieron al instante.
Ambas se pusieron de pie y, con un entusiasmo que no se preocuparon en ocultar, se despidieron de sus amigos, pero mientras lo hacían, él se acercó a la barra, no supo que lo estaba haciendo sino hasta que estuvo ahí.
—¿Es todo por hoy, amigo? —preguntó Mickey.
—Dame una última cerveza y la cuenta —respondió con voz ronca.
El anciano se la dio y le dejó un trozo de papel con la lista de su consumo. Cam sacó un fajo de billetes y dejó unos sobre la barra, tomó su cerveza y la bebió. Miró a su lado, a esa fuerza cósmica que irradiaba calor como una supernova, pero ella no lo miraba. Mag estaba sentada a su lado, bebiendo de su vaso como si él no existiese. Se dijo que no debía importarle, que debía irse sin más, pero estaba molesto y tenso.
—Bebes como un camionero, ¿te lo han dicho? —dijo con tono enfadado.
Mag lo miró de soslayo, entornó los ojos y asintió sonriendo.
—No bebas demasiado. Hay muchos desconocidos en el pueblo. Puede ser peligroso. Sé prudente.
Se arrepintió de decir aquello al instante. No era su problema lo que hiciera o le pasara a esa chica, pero no tuvo demasiado tiempo para pensar en eso. Ella lo miró con una sonrisa forzada y, dejando su vaso en la mesa, se dirigió a él.
—Usa condón. Los turistas tienen enfermedades raras. Eso decía mamá. Sé prudente.
La chica no pronunció una palabra, pero no hizo falta; la burla, el sarcasmo y, sobre todo, el desafío, marcaron de tal forma su rostro y sus gestos, que Cam casi pudo oírle. La miró con seriedad un segundo, pero no pudo evitar reír. No estaba escandalizada, ruborizada ni nada parecido. Después de lo que había visto, después del tenso momento, ella solo se burlaba de él. Le gustaba su actitud, no podía negarlo; pero también le enojaba su altanería.
—Buenas noches, Mag —se limitó a decir antes de darse la vuelta.
No se detuvo a mirar si ella quería decir algo más; eso le causó un poco de escozor en el pecho, pero se obligó a ignorarlo. Llegó junto a las mujeres que esperan por él en la puerta, sonrientes y ansiosas, y salió del bar, muy seguro de que la olvidaría pronto.
Se equivocó, por supuesto.
Un rato después, tirado en la cama de la habitación de una de aquellas diminutas cabañas de la posada del pueblo; completamente desnudo y con ambas mujeres removiéndose sobre él, lamiendo y jugueteando con su m*****o, la imagen de Mag aún le atormentaba.
Cam intentaba concentrarse en las sensaciones del momento. Una boca húmeda lo tomaba y le cubría por completo. Podía sentir cómo rozaba el fondo de aquella garganta que luego fue reemplazada por otra lengua y ávidos lametones a lo largo y ancho de su pene. Estaba excitado, pero solo la veía a ella.
«Maldita hechicera», repitió cuando las luces de la habitación titilaron un par de veces hasta apagarse por completo.
"Es un apagón" murmuró una de las mujeres sin detener los movimientos de sus manos, pero él sabía que había sido ella. De algún modo lo había hecho; de algún modo se había materializado ahí en la habitación con ellos.
La aparición estaba desnuda, salvo por aquella cinta en su cuello, Su rigidez rozó el dolor cuando se inclinó hacia él, y con el cabello cayendo salvaje sobre su cuerpo, rozándole la piel, haciéndole temblar, avanzó. Estaba de manos y rodillas sobre la cama; las manchas en sus brazos eran las de un felino que avanzaba sigiloso acechando a su presa. Sus ojos grises parecían brillar en la oscuridad y él se supo a su merced, y supo también que la única salida era aceptarlo y abandonarse a esa idea.
Supo que los labios que se cerraban en torno a él no eran los de ella, pero quiso creer que sí.
Supo que no era su lengua la que se deslizaba y jugueteaba con él, pero se engañó a sí mismo.
Supo que no era ella quien le estaba robando la respiración, pero ¿cómo no podría serlo? Incluso aunque no estuviera realmente ahí... Su placer ahora estaba ligado a ella.
«No vas a ganar», se repetía él como un mantra, queriendo pensar que aún tenía el control de sí, pero cuando todo su cuerpo se tensó de gozo y la liberación llegó, cuando dejó de sentir esa boca cálida y al abrir los ojos vio a Mag sonreír maliciosa, mientras con un dedo se limpiaba los labios para luego lamerlo sin vergüenza y sin dejar de mirarlo, para luego desaparecer en el instante que las luces volvieron a encenderse, Cameron supo que ya lo había hecho, había perdido el control.
No sabía a qué estaban jugando, pero ella ya había ganado.
A un par de calles de distancia, sentada frente al viejo escritorio de su madre, Mag dejó el lápiz a un lado y miró satisfecha la hoja que tenía en frente. Estaba orgullosa del resultado que había obtenido con aquel arranque frenético que la dominó al llegar a casa y que la oscuridad repentina no había conseguido frenar. A la luz de la pequeña lámpara a pilas, vio al hombre que había dibujado casi a la perfección, ¡de memoria! Sus ojos claros, su cabello rebelde que parecía que jamás podría ser domado, sus tatuajes... O al menos los más resaltantes. Era él. Lo había logrado.
Vio a Cam desparramado despreocupadamente sobre el asiento, como si fuese el amo del mundo, él parecía creerlo, esa noche a ella le pareció que lo era. Él era una imagen sólida, pero dos figuras femeninas se vislumbraban a sus lados, algo difuminadas, como hilos de humo formando figuras en el aire. También había una tercera, esta estaba a sus pies, arrastrándose hacia él, era esta a la cual estaba mirando él. No supo por qué la incluyó en la escena, pero le pareció que había quedado perfecta.
En ese momento escuchó un ruido afuera, el mismo que había oído en la mañana, pero esta vez decidió investigar, aunque la oscuridad le jugaba en contra... No le importaba, aún estaba frenética.
Buscó las llaves en el cajón y abrió la puerta que había estado evitando. Salió al balcón por primera vez desde su llegada y, como si todo se tratase de un guion ensayado, la energía eléctrica decidió regresar en ese momento, iluminando todo su entorno; un entorno que le pareció más acogedor cuando estuvo sumido en las sombras. Mag se vio en medio de aquel santuario de flores que había creado su madre solo para ella; casi podía oír a Ivy reclamar, gritando para que saliera de ahí, pero eso ya jamás pasaría; así como su habitación y su armario, ahora el balcón también sería suyo.
El ruido nunca supo de dónde había salido, pero no le importó. Recorrió lentamente el balcón y se inclinó sobre el barandal, todo seguía como lo recordaba. Dahlia respetaba demasiado a su madre como para cambiar algo. Entonces sus labios empezaron a curvarse en una sonrisa mientras una idea tomaba fuerza en su cabeza.
Había descubierto el vehículo de su inspiración.
Había encontrado la forma perfecta de sacar al espectro de su madre de la habitación.
Ahora solo tenía que hacer que su musa aceptara participar.