El día después de su visita al "Happy While" con Kyle, la confrontación con Theo, y su posterior escapada a la playa con Cameron, Mag no tuvo muchas ganas de salir.
Vio mucha televisión, ayudó con la limpieza, contuvo el impulso de hacer añicos el espejo del salón, repasó las tablas de multiplicar mientras regaba las flores de su madre para no rociarlas "accidentalmente" con lejía, y luego se dispuso a ayudar a Dahlia, que recién volvía del hospital, con más decisiones a tomar para la boda.
En la noche intentó dibujar otro poco, pero su cabeza se negaba a pensar en otra cosa más que en dibujar a Cam, pero sus manos no parecían atinarle a ninguno de los trazos. No entendía por qué estaba tan empeñada en dibujarlo a él, pero su frustración crecía con cada hoja que arrugaba y desechaba. Sus dibujos parecían cualquier otro sujeto menos Cameron; ninguno lograba captar esa esencia perversa que veía en él. Y en su último intento, terminó dibujando a Grigory, el ruso alto y robusto que conoció en la fiesta de cumpleaños de Melody, su mejor amiga. Comprendió que no había vuelto a pensar en el hombre desde entonces.
Aquella noche se habían ido de juerga, y prometieron beber hasta el desmayo para celebrar que legalmente podían hacerlo. Su entusiasta amiga se encargó de mostrarle su identificación a todo el que pudo, incluida gente que nada tenía que ver con eso, entre estos un grupo de rusos que daban un paseo turístico por la ciudad.
¿Por qué un grupo de rusos haría turismo en Portland? Era algo que Mag siempre se preguntaría. Tory, otra de sus compañeras, tenía la teoría de que en realidad eran miembros de la mafia en alguna misión ilegal; incluso aseguró que uno de ellos tenía un tatuaje de los Vorí v Zakone. Mag jamás creyó tal cosa, en primer lugar, porque Tory terminó vomitando en su propio vaso diez minutos después de tal afirmación y luego siguió bailando como si nada hubiese ocurrido… Alguien en tal estado de ebriedad no es poseedor de ningún pensamiento lógico. En segundo lugar, porque, aunque Mag sabía muy poco de la mafia rusa, estaba bastante segura de que ninguno de sus miembros tendría la mítica escena de Chandler Bing y Joey Tribiani montando aquel perro blanco, tatuado en su pantorrilla.
Nada de este recuerdo era importante, ni siquiera lo que pasó esa noche con Grigory y que ella parecía haber olvidado hasta ese día, pero el hecho era que ese sujeto era, por mucho, el hombre más intimidante que había conocido en persona. Era alto, musculoso y tenía buen porte. Con una mueca de decepción vio que había sido a ese sujeto y no a Cam a quien había dibujado… El destino de esta hoja de papel fue la basura, hecha tirillas, porque por alguna razón que no llegó a comprender, le enojó mucho haber pensado que Cam se parecía a Grigory.
Estaba cansada y frustrada; necesitaba sacar esa tensión de su cuerpo, así que a la mañana siguiente se levantó muy temprano, se enfundó unas mallas deportivas, se puso sus zapatillas y un top a la cintura. Se recogió el cabello en una coleta y se supo una gorra. Bajó a desayunar y vio que Dahlia preparaba el desayuno esta vez.
—Parece que alguien saldrá a correr hoy… o a controlar el tráfico —dijo Kyle, burlándose de color naranja de sus mallas. Mag no había terminado de asentir cuando su hermana se dio la vuelta.
—¿No piensas salir al pueblo así, o sí? —preguntó en un jadeo, sirviendo las tostadas, con sus ojos a punto de salirse de sus cuencas.
—¿Qué tiene de malo? La ropa deportiva es así, amor —preguntó Kyle, mirándola con confusión.
—Sí. ¿Qué hay de malo? —preguntó Mag, desafiante; pues, a diferencia de su cuñado, que creía que el problema era solo la ropa, la chica intuía cuál era el verdadero problema de su hermana.
Dahlia se tensó. Era obvio que esperaba una respuesta más sumisa por parte de su hermana. Al final sacudió la cabeza y sacó otro plato para ella.
—Tienes razón, no tiene nada de malo. Quizás yo soy muy chapada a la antigua. —Se encogió de hombros—. Solo procura no pescar ninguna gripe. No quiero a nadie enfermo en mi boda.
—Oh, descuida. Si no le dio gripe ya… No le dará nunca.
—¿Qué? —Dahlia miró a su prometido, sin entender su comentario.
El hombre detuvo la tostada que se llevaba a la boca a medio camino, inmóvil bajo la mirada de ambas mujeres. Pero era Mag quien lo fulminaba. Él sonrió y sacudió una mano para restarle importancia.
—¿Trabajas hoy también? —preguntó la chica luego de ver que su hermana se había estado sirviendo comida para llevar, solo con la intención de desviar la atención—. Tú serás la que termine enferma.
—Debo hacerlo —respondió esta, cayendo en la trampa—. Debo estar libre la semana de la boda. Haré que todo el mundo me deba un favor, y haré que todos me paguen al mismo tiempo. Seré una novia relajada y radiante para entonces.
Nadie dijo nada más durante el desayuno y luego de que Kyle se despidiera para irse al restaurante, Mag se puso de pie también, pero Dahlia la detuvo antes de poder alejarse.
—Aguarda. —Se tomó unos segundos para sacar algo de su mochila—. Si vas a andar por el pueblo, al menos ayúdame con esto.
Ella miró el paquete que le entregaba. Eran las invitaciones de la boda, pensó que para ser su hermana tan meticulosa y calculadora, estaba llevando muy mal el tema de la planeación de la ceremonia, pero se ahorró su opinión y solo sonrió.
—¿Al correo? ¿O puerta por puerta? —Dahlia puso los ojos en blanco ante la broma.
—Al correo, chistosita. Eleonor me hará el favor de enviar a su hija… puerta por puerta —agregó para diversión de Mag, que bien sabía que solo tomaría unos veinte minutos repartir todos los sobres del lote—. Y pasa también por el bar. Mickey tiene algunas cosas para mí también. Le enfadó que la tomara de mandadera, pero solo inclinó su cabeza a modo de despedida.
—Buena suerte —dijo Dahlia con un tono sombrío cuando Mag abrió la puerta, pero esta no le contestó.
Sabía a lo que se refería su hermana, lo confirmó apenas cruzar la acera, cuando Karol Rivers, que había estado regando su jardín, empezó a esparcir agua directamente en el pavimento, prestando atención más en la joven que caminaba frente a su casa que en su tarea. La chica agitó una mano hacia ella y señaló hacia el charco de agua que estaba formando. La mujer le devolvió el gesto con el rostro rojo de la vergüenza.
«Eso ya es una mejora, supongo», se dijo la chica, tomando nota del rubor de la mujer. Eso al menos decía que sabían que lo que hacían estaba mal.
Recorrió todo el camino hasta la calle principal; se ganó más de un par de miradas indiscretas, unos cuantos saludos hipócritas también, o al menos eso pensaba ella. Una parte de sí sabía que estaba siendo un tanto paranoica. Llegó a la oficina de correos y, tan solo entrar, pareció haberse silenciado el mundo, pero ella ignoró ese detalle y, como si nada estuviese pasando, atravesó la espaciosa sala y no se detuvo hasta llegar a la puerta de la bruja Eleonor.
Normalmente, ella no utilizaba ese tipo de expresiones, ni siquiera aunque solo las usara en su mente. Aquel era un desdeñoso apodo puesto por los chicos del pueblo para la pobre trabajadora postal que de agraciada no tenía nada y cuyo cabello se había empezado a teñir de canas desde que tenía unos treinta años, pero luego de fijarse en la mirada de censura que le dedicó la mujer al ver su ropa, Mag decidió que sería con ese nombre, con ningún otro, con el que se referiría a ella. No tendría consideración con quien la mirara de ese modo.
Por supuesto, nada de esta censura salió de la boca de la mujer, que si bien era apodada "bruja" por su aspecto, tenía unos modales dignos de la realeza inglesa.
—Magnolia, cariño… Había oído que llegaste al pueblo, pero no había tenido el placer de verte. —Se puso de pie y la abrazó.
La chica se removió, excusándose en mostrar el paquete de sobres para que aquel abrazo no se prolongara más de lo necesario.
—¿Son las invitaciones de Dahlia y Kyle? —La chica asintió—. Me encargaré de todo, descuida.
La bruja Eleonor tomó el paquete y lo puso sobre su escritorio, y mientras le daba una rápida inspección a su visitante, cuando esta sacudía su mano, dispuesta a irse, se apresuró en detenerla.
—Aguarda, cariño. Que me gustaría ponerme al día. ¿Aún sigues en la escuela de arte? —La joven volvió a asentir, pero acompañó su respuesta con un "ajá" que hizo que la mujer torciera el gesto y la mirara con lástima.
—Ay, cariño… ¿Se te hace más difícil hablar ahora, no? Antes por lo menos podías responder; casi no se te entendía, pero era algo… Qué cruel es tu condición.
Mag sintió cómo su cuerpo temblaba de la rabia. Quiso decirle que aún podía hablar… aunque estaba frente a personas agradables que le daban paz. Quiso decirle que le tuviera lástima a su aspecto de anciana. Quiso mandarla a la mierda. Hubiese sido liberador poder hacerlo… pero no pudo.
Para su desgracia y frustración, la chica no tenía completo dominio de la débil capacidad que aún tenía para verbalizar sus pensamientos; la rabia esfumaba cualquier posibilidad siempre, justo como había pasado con su visita al restaurante. Decir largas oraciones, y mucho más, decirlas correctamente, requería un nivel de concentración gigantesco, que en el fondo ella sabía que no merecía esa mujer.
Lo dejó estar. Se tragó su frustración y en lugar de los insultos que quería, pronunció dos palabras que no tenían nada que ver una con la otra, pero que pensó que darían a entender lo que quería, al menos en parte.
—Puedo. —Hizo una pausa, esforzándose en decir lo siguiente—. Adiós.
Eleonor, ese día más bruja que ningún otro, la miró sorprendida. Parecía haber estado segura de que la joven no diría nada, y aunque respondió algo, Mag no se detuvo a escucharla… Ya se estaba marchando de la oficina.
«Puta bruja de mierda», rugía en su interior.
Se detuvo en la acera, con los brazos en jarra, mirando hacia el bar. El mal humor le había quitado las ganas de correr; quizás debía ir a buscar lo que le había encargado Dahlia y regresar a casa, pero entonces un grupo de niños pasó frente a ella. Dos de ellos iban cargando un pequeño arco de fútbol, mientras que otros tres arrastraban un saco de pelotas. Todos, sin excepción, la miraban con ojos de asombro. Ya ninguno prestaba atención al camino, cosa que hizo que los de adelante tropezaran y luego todos empezaron a caer como una hilera de fichas de dominó. Varias pelotas rodaron, se levantaron de prisa, y empezaron a recoger las cosas sin dejar de mirarla.
Magnolia supo que estaba mal desde el momento que la idea cruzó por su mente. Sabía que no eran más que unos chiquillos; no les calculaba más de diez años al más grande; era entendible que estuviesen absortos mirándola, pero ella estaba de mal humor... No pudo evitar soltar un jadeo tosco, algo parecido a un siseo amenazante mientras se inclinaba hacia ellos en un movimiento rápido.
Los asustó, justo como quería. El grupo salió corriendo, dejando el saco y un par de pelotas atrás. Mag rio, sabía que la acusarían con sus madres, pero no le importó. Esa pequeña travesura le devolvió el buen humor. Hizo un par de estiramientos en el lugar y al acabarlos empezó a correr.
Su recorrido la llevó a la carretera, saliendo del pueblo, a la playa y de vuelta al pueblo. Media hora de tiempo y veinte personas voltearon a mirarla. Casi no se podía creer lo obtusas que eran algunas personas ahí… Casi.
Cuando entró al bar de Mickey estaba acalorada; por suerte el clima de la región impedía una sudoración extrema; pero sí que estaba jadeante. El local estaba vacío salvo por el dueño y un jovencito larguirucho trapeando el piso. Se dirigió hasta la barra, donde Mickey se encontraba limpiando vasos y sonrió cuando él lo hizo.
—Hola, corazón. ¿Vienes por el encargo de Dahlia? —Mag asintió, tomando asiento y casi desplomándose sobre la barra—. ¿Estuvo rudo el ejercicio? ¿Quieres una cerveza para recuperar las calorías que quemaste?
Ella asintió de nuevo y sonrió. El hombre le dio la espalda apenas un minuto y luego dejó un tarro frente a ella, que se lo bebió de un tirón, aunque se le derramó un poco cuando el hombre dio un golpetazo a la barra.
—¿Qué te pasa? ¿Nunca habías visto a un humano con tetas? —gritó, mirando por encima del hombro de la chica—. Lo harías si sacaras las narices de esos mugrosos videojuegos. ¡Sal de aquí! Anda a limpiar el pórtico.
Mag miró entonces al joven del trapeador que, enrojecido de pies a cabeza, se apresuró a salir del local.
—Lo siento. Estos muchachos de ahora no tienen prudencia. —Se disculpó el hombre. Ella asintió, e hizo un gesto para restarle importancia, aunque algo le dijo que si el chico la miraba, no era precisamente para admirar su busto.
—¡Mag! —chilló alegremente una voz femenina a su espalda. Una voz que recordaba muy bien; quizás una de las pocas que fue gentil con ella en el pasado. Pero alguien a quien, en definitiva, no estaba lista para ver de nuevo.