II
—¡Extraña historia! —dijo el desconocido—, y más extraña aún si se cumpliera vuestro vaticinio. ¿Eso es todo?
Una pregunta tan inesperada no ofendió a Solomon Daisy. A fuerza de contar esta historia con frecuencia, y de embellecerla, según se decía en la aldea, con algunas adiciones que le sugerían de vez en cuando sus diversos oyentes, había llegado gradualmente a producir gran efecto al contarla, y por cierto que no se esperaba aquel «¿eso es todo?», después del crescendo de interés.
—¿Eso es todo? —repitió el sacristán—. Sí, señor, me parece que es bastante.
—También a mí me lo parece. Muchacho, ensíllame el caballo. Es un mal rocinante alquilado en una casa de postas del camino, pero es preciso que ese animal me lleve a Londres esta noche.
—¡Esta noche! —dijo Joe.
—Esta noche. ¿Qué estáis mirando? Esta taberna es por lo visto el punto de reunión de todos los papamoscas de la comarca.
Al oír esta evidente alusión al examen que se le había hecho sufrir, como hemos mencionado en el capítulo anterior, los ojos de John Willet y de sus amigos se dirigieron otra vez hacia el caldero de cobre con una portentosa rapidez. No sucedió lo mismo con Joe, mozo intrépido que sostuvo con descaro la mirada irritada del desconocido, y le respondió:
—No creo que sea una cosa del otro mundo admirarse de que partáis esta noche. A buen seguro que os habrán hecho más de una vez en otras posadas una pregunta tan inofensiva, y especialmente con un tiempo mejor que el que hace esta noche. Suponía que no sabíais el camino, porque no parece que seáis del país.
—¿El camino? —repitió el desconocido desconcertado.
—Sí. ¿Lo conocéis?
—Yo… lo buscaré —repuso el desconocido agitando la mano y volviendo la espalda—. Cobrad, posadero.
John Willet obedeció a su huésped, porque sobre este punto nunca demostraba lentitud, exceptuando los casos en que había de dar el cambio de una moneda, porque entonces la examinaba de mil maneras, haciéndola sonar sobre una piedra, mordiéndola para ver si se doblaba, frotándola con la manga, colocándosela sobre la palma de la mano para cerciorarse del peso y examinando con atención la efigie, el cordón, y el año en que había sido acuñada. El desconocido, saldada su cuenta, se abrigó con su gabán para cubrirse como mejor podía del tiempo atroz que hacía, y sin despedirse con unas palabras ni con el menor ademán, salió y se dirigió hacia la caballeriza. Joe, que había salido después de su breve diálogo, estaba en el patio resguardándose de la lluvia con el caballo bajo el techo de un cobertizo.
—Este caballo es de mi misma opinión —dijo Joe dando una palmada en el cuello del animal—. Apostaría a que le gustaría tanto como a mí quedarse aquí toda la noche.
—Pues no estamos de acuerdo, como nos ha sucedido ya más de una vez en el camino —contestó el desconocido con aspereza.
—En eso mismo estaba pensando antes de que salieseis, porque parece que el pobre animal conoce el efecto de vuestras espuelas.
El desconocido no contestó y se cubrió el rostro con el cuello del gabán.
—Por lo que veo me reconoceréis —dijo cuando estuvo montado, porque reparó en que el joven le miraba con atención.
—Creo que bien merece que se acuerden, señor, del hombre que como vos viaja por un camino que no conoce y en un caballo aspeado, y que desprecia una buena cama en una noche como ésta.
—Me parece que tenéis ojos penetrantes y una lengua muy afilada.
—Será un doble don de la naturaleza, pero el segundo se embota algunas veces por falta de ejercicio.
—Pues no os sirváis tanto del primero. Reservad vuestros ojos penetrantes para mirar a las buenas mozas.
Y al hablar así, el desconocido sacudió las riendas que Joe tenía cogidas con una mano, le descargó un rudo golpe en la cabeza con el puño del látigo y partió a galope, lanzándose a través del lodo y de la oscuridad con una rapidez impetuosa, cuyo imprudente ejemplo habrían seguido pocos jinetes mal montados, aun cuando hubiesen estado familiarizados con el país, pues para el que no conociera el camino, era exponerse a cada paso a los mayores peligros.
Los caminos, pese a estar a sólo doce millas de Londres, se encontraban por aquel entonces mal pavimentados, raramente eran reparados, y se hallaban en pésimo estado. El camino que aquel jinete recorría había sido surcado por las ruedas de pesados carromatos y cubierto de podredumbre por las heladas y los deshielos del invierno anterior, o posiblemente de muchos inviernos. En el suelo se habían formado grandes agujeros y surcos que, ahora, llenos del agua de las últimas lluvias, no eran fácilmente distinguibles ni siquiera a la luz del día; y la caída en alguno de ellos podía derribar a un caballo de paso más seguro que la pobre bestia que ahora espoleaba con la mayor de sus fuerzas. Afilados guijarros y piedras rodaban bajo sus cascos continuamente; el jinete a duras penas podía ver más allá de la cabeza del animal, o más lejos, a ambos lados, de lo que daba la extensión de su brazo. En ese momento, además, todos los caminos en las inmediaciones de la metrópoli estaban infestados de asaltantes de caminos y bandoleros, y era una noche, precisamente aquélla, en la que cualquier persona de esa clase dispuesta a hacer el mal podría haber llevado a cabo su ilegal vocación con poco miedo de ser detenido.
Con todo, el viajero avanzaba al galope con el mismo paso temerario, ajeno tanto al fango y la humedad que volaban alrededor de su cabeza, como a la profunda oscuridad de la noche y la probabilidad de toparse con algunos sujetos desesperados allí a la intemperie. En cada giro y cada ángulo, incluso cuando podía al menos esperarse una desviación del recto trazado, que no podía de ningún modo ver hasta que se encontraba sobre ella, guiaba las riendas con mano certera, y se mantenía en el medio del camino. Así que corría, levantándose sobre los estribos, inclinando su cuerpo hacia delante hasta casi tocar el cuello de su caballo, y haciendo florituras con su pesado látigo por encima de su cabeza con el fervor de un loco.
Hay ocasiones en las que, cuando los elementos se hallan en una infrecuente conmoción, los que son proclives a osadas empresas, o se ven agitados por grandes pensamientos, sean éstos buenos o malos, sienten una misteriosa afinidad con el tumulto de la naturaleza, y se ven enardecidos con una violencia similar. En mitad del trueno, el rayo y la tormenta se han cometido enormes actos; los hombres, dueños de sí mismos un momento antes, han desatado tan repentinamente sus pasiones que no han podido seguir domeñándose. Los demonios de la ira y la desesperación se han desencadenado para emular a los que cabalgan sobre el torbellino y dirigen la tormenta; y el hombre, arrojado a la locura entre los vientos que rugen y las aguas que hierven, se ha convertido por un momento en un ser tan salvaje y despiadado como los mismísimos elementos.
Sea que el viajero cediera a pensamientos que los furores de la noche hubieran acalorado y hecho saltar como un torrente fogoso, sea que un poderoso motivo le impulsara a llegar al término de su viaje, volaba más parecido a un fantasma perseguido que a un hombre, y no se paró hasta que, llegando a una encrucijada, uno de cuyos ramales conducía por un trayecto más largo al punto de donde antes había partido, fue a desembocar tan súbitamente sobre un carro que venía hacia él, que en un esfuerzo para desviarse hizo tropezar al caballo y por poco fue arrojado al suelo.
—¿Quién es? ¿Quién va ahí? —gritó la voz de un hombre.
—Un amigo —respondió el viajero.
—¡Un amigo! —repitió la voz—. Pero ¿quién es el que se llama amigo y galopa de ese modo, abusando de los dones del cielo en forma de pobre caballo, y poniendo en peligro, no tan sólo su propio cuello, lo cual sería lo de menos, sino también el cuello de los demás?
—Lleváis una linterna —dijo el viajero desmontando—. Prestádmela por un momento. Creo que habéis herido mi caballo con el eje o con la rueda.
—¡Herido! —exclamó la voz—. Si no lo he matado, no será gracias a vos. ¿A quién se le ocurre galopar de ese modo por una carretera real? ¿Por qué vais tan deprisa?
—Dadme la luz —repuso el viajero arrancándola con su propia mano— y no hagáis inútiles preguntas a un hombre que no está de humor para hablar.
—Si me hubierais dicho desde un principio que no estabais de humor para hablar, tal vez no hubiera estado yo de humor para alumbraros —dijo la voz—. Sin embargo, como el que se ha hecho daño ha sido el pobre caballo y no vos, uno de los dos me ha dado lástima y no es por cierto el que se queja.
El viajero no contestó, y acercando la luz al animal, que estaba casi sin aliento y bañado en sudor, examinó sus miembros y su cuerpo. En tanto, el otro seguía con atención todos los movimientos del viajero sentado tranquilamente en su carruaje, que era una especie de carroza con una bodega para una gran bolsa de herramientas.
El observador era un robusto campesino, obeso, de cara sonrosada con papada y una voz sonora que indicaban buena vida, buen sueño, buen humor y buena salud. Había pasado la flor de la edad, pero el tiempo, respetable patriarca, no siempre es padrastro, y aunque no se detiene por sus hijos, apoya con más cariño su mano sobre los que se han portado bien con él; es en verdad inexorable para hacer hombres viejos y mujeres viejas, pero deja sus corazones y sus almas jóvenes y en pleno vigor. Para tales personas las canas no son más que la huella de la mano del gran anciano cuando les da la bendición, y cada arruga no es más que una señal en el calendario de una vida bien empleada.
El hombre con el que el viajero se había topado de una manera tan súbita era una persona de esta clase, un hombre robusto, sólido, muy lozano en su vejez, en paz consigo mismo y evidentemente dispuesto a estarlo con los demás. Aunque envuelto en diversas prendas de ropa y en pañuelos, uno de los cuales, pasado sobre su cabeza y atado sobre un pliegue propicio de su barba, impedía que una ráfaga de viento le arrebatase su sombrero tricornio y su peluca, le era imposible disimular su enorme panza y su cara rechoncha, y ciertas señales de los dedos sucios que se había enjugado en su rostro realzaban tan sólo su expresión extraña y cómica, sin disminuir en nada el reflejo de su buen humor natural.
—No está herido —dijo por fin el viajero, levantando a un tiempo la cabeza y la linterna.
—¿Todo eso habéis descubierto? —dijo el anciano—. Mis ojos han sido en otro tiempo mejores que los vuestros; pero ni a día de hoy los cambiaría por ellos.
—¿Qué queréis decir?
—¿Qué quiero decir? Os podría haber dicho hace cinco minutos que el caballo no estaba herido. Dadme la luz, buen hombre, continuad vuestro camino y andad más despacio. ¡Buenas noches!
Al entregar la linterna el viajero alumbró de lleno la cara de su interlocutor y sus ojos se encontraron al mismo tiempo. Entonces dejó caer de pronto la linterna y la destrozó con el pie.
—¿No habéis visto nunca la cara de un cerrajero para estremeceros como si se os hubiera aparecido un fantasma? —gritó el hombre desde el carro—. ¿Será tal vez —añadió al momento sacando del cajón de instrumentos un martillo— algún ardid de ladrón? Conozco muy bien estos caminos, amigo, y cuando viajo apenas llevo conmigo algunos chelines que no forman una corona. Os declaro francamente, para ahorrarnos una contienda inútil, que sólo tenéis que esperar de mí un brazo bastante robusto para mi edad y este instrumento del que, gracias a mi largo ejercicio, puedo servirme con ventaja.
Y al pronunciar estas palabras enarboló el martillo con ademán amenazador.
—No soy lo que os figuráis, Gabriel Varden —dijo el viajero.
—Pues ¿qué sois y quién sois? —repuso el cerrajero—. Según parece, sabéis mi nombre. Sepa yo el vuestro.
—Si sé cómo os llamáis, no lo debo a que os conozca, sino al nombre que he leído en la tablilla que lleváis en el carro y que lo dice bien claramente.
—Entonces tenéis mejores ojos para leer que para examinar caballos —dijo Varden bajando del carro con agilidad—. ¿Quién sois? Veámonos las caras.
Mientras el cerrajero bajaba, el viajero volvió a su montura, y desde allí tuvo entonces enfrente al anciano que, siguiendo todos los movimientos del animal impaciente al sentir la rienda, permanecía lo más cerca posible del desconocido.
—Veámonos las caras.
—¡Atrás!
—Dejaos de trucos —dijo el cerrajero—. No quiero que se cuente mañana en la taberna que Gabriel Varden se ha dejado asustar por un hombre que ahuecaba la voz en una noche tenebrosa. ¡Alto! He de veros la cara.
El viajero, sabiendo que resistir más no tendría otro resultado que el de una pelea con un adversario que no era despreciable, dobló el cuello de su gabán y se encorvó para mirar fijamente al cerrajero.
Tal vez no se habían encontrado nunca cara a cara dos hombres que ofrecieran tan notable contraste. Las facciones sonrosadas del cerrajero daban tal relieve a la excesiva palidez del hombre a caballo que parecía un espectro privado de sangre, y el sudor que en aquella marcha forzada había humedecido su rostro se deslizaba por las mejillas en gruesas gotas negras como un rocío de agonía y de muerte. La fisonomía del cerrajero estaba iluminada por una sonrisa; era la de un hombre que esperaba sorprender en el desconocido sospechoso alguna trampa oculta, en su aspecto o en su voz, para descubrir a uno de sus amigos bajo este sutil disfraz y destruir el misterio de la broma. La fisonomía del otro, sombría y feroz, pero contraída también, era la de un hombre acorralado y reducido a ceder a una fuerza superior, en tanto que sus dientes apretados, su boca torcida por un gesto horrible, y más que todo esto, un movimiento furtivo de su mano en el pecho, parecían indicar una intención perversa que nada tenía de común con la pantomima de un actor o con los juegos de un niño.
Así se miraron uno al otro en silencio durante algunos segundos.
—No os conozco —dijo el cerrajero cuando hubo examinado las facciones del viajero.
—No lo sintáis —respondió éste volviendo a abrigarse.
—No lo siento, en efecto —dijo Gabriel—; si os he de hablar con franqueza, os confieso que no lleváis en la cara ninguna carta de recomendación.
—Tampoco lo deseo —dijo el viajero—; lo que quiero es que me dejen en paz.
—Creo que os darán gusto —repuso el cerrajero.
—Me darán gusto de grado o por fuerza —dijo el viajero con tono brusco—. En prueba de ello, grabad bien en la memoria lo que voy a deciros: en toda vuestra vida habéis corrido un peligro más inminente que durante estos breves momentos, y cuando os halléis a cinco minutos de vuestro último suspiro no estaréis más cerca de la muerte de lo que lo habéis estado ahora.
—¿Cómo? —dijo el robusto cerrajero.
—Sí, y de muerte violenta.
—¿Y qué mano había de dármela?
—La mía —respondió el viajero.
Y partió espoleando el caballo. En un principio siguió el animal un paso lento en medio de las tinieblas, pero su velocidad fue creciendo gradualmente hasta que se llevó el viento el último sonido de sus cascos en las piedras del camino. Entonces partió a escape con una furia igual a la que había ocasionado su choque contra el carro del cerrajero.
Gabriel Varden permaneció de pie en la carretera con la linterna rota en la mano, asombrado y escuchando en silencio hasta que no llegó a su oído más rumor que el gemido del viento y el monótono ruido de la lluvia. Por último se descargó dos buenos puñetazos en el pecho como para despertarse, y exclamó:
—¿Quién será ese hombre? ¿Un loco? ¿Un ladrón? ¿Un asesino? Si tarda un momento más en largarse de aquí, le hubiera dicho unas cuantas cosas bien dichas y quién de los dos estaba en peligro. ¡Que nunca me he visto más cerca de la muerte! Espero que me queden aún veinte años de vida, y no entra en mis cálculos morir de muerte violenta. ¡Bah! ¡Ha sido una fanfarronada! El pícaro se está riendo ahora de mí, seguro.
Gabriel volvió a subir al carro, miró con ademán pensativo el camino por donde había venido el viajero y cuchicheó a media voz las reflexiones siguientes:
—El Maypole…, hay dos millas de aquí al Maypole. He tomado el otro camino para venir de Warren después de trabajar todo un día en el arreglo de las cerraduras y las campanillas. Mi objeto era no pasar por el Maypole y cumplir la palabra dada a Martha. ¡Qué resolución! Sería peligroso ir a Londres con el farol apagado. De aquí a Halfway House hay cuatro millas y media mortales, y precisamente entre estos dos puntos es más necesaria la luz. ¡Dos millas de aquí al Maypole! He dicho a Martha que no entraría y no he entrado. ¡Qué resolución!
Repitiendo varias veces estas dos últimas palabras como si hubiera querido compensar su debilidad con la constancia con que hasta entonces había resistido a la tentación. Gabriel Varden hizo retroceder al caballo decidido a hacerse con una luz en el Maypole, pero nada más que una luz.
Sin embargo, cuando llegó a la posada y Joe, respondiendo a su voz conocida y amiga, abrió la puerta para recibirlo y le descubrió una perspectiva de calor y de claridad; cuando la viva llama del hogar, esparciendo por toda la sala su rojizo resplandor, pareció traerle como una parte de sí un grato rumor de voces y un suave perfume de aguardiente quemado con azúcar y de tabaco exquisito, empapado todo por decirlo así en la alegre llama que brillaba; cuando las sombras, pasando rápidamente a través de las cortinas de la chimenea, demostraron que los que estaban dentro se habían levantado de sus buenos asientos, y se estrechaban para dejar uno para el cerrajero en el rincón más abrigado —¡conocía él tan bien este rincón!— y que una viva claridad, brotando de pronto, anunció la excelencia del tizón encendido, del cual subía una magnífica gavilla de chispas en aquel momento, en obsequio de su llegada; cuando para mayor seducción se deslizó hasta él el agradable chirrido de la sartén con el ruido musical de platos y cucharas y un olor sabroso que trocaba el viento impetuoso en perfume, Gabriel sintió que su firmeza lo abandonaba por todos sus poros. Trató sin embargo de mirar estoicamente la taberna, pero sus facciones perdieron su severidad y su mirada hosca se convirtió en mirada de ternura. Finalmente, volvió la cabeza, pero la campiña fría y tenebrosa pareció invitarle a buscar un refugio en los hospitalarios brazos del Maypole.
—El hombre clemente —dijo el cerrajero a Joe— lo es también con su caballo. Voy a entrar un momento.
Y qué natural fue entrar. Y qué antinatural le parecería a todo hombre sensato estar avanzando pesadamente por carreteras cubiertas de barro, zarandeado por la rudeza del viento y la inclemencia de la lluvia, cuando había un suelo limpio cubierto de crujiente arena blanca, una chimenea bien deshollinada, un fuego radiante, una mesa decorada con manteles blancos, brillantes jarras de peltre, y otros tentadores preparativos para un bien cocinado ágape; ¡cuando había todas esas cosas, y compañía dispuesta a dar buena cuenta de ellas, al alcance de la mano, y suplicándole que gozara con todo ello!