—¿Habéis oído hablar alguna vez de las sirenas? —preguntó John Willet.
—Sí, por cierto; he oído hablar —respondió el sacristán.
—Pues bien —dijo Willet—, según la naturaleza de las sirenas, todo lo que en ellas no es mujer debe ser pez, y según la naturaleza de los príncipes niños, todo lo que en ellos no es realmente ángel, debe ser divino y legal. Por consiguiente, es conveniente, divino y legal que los príncipes en su infancia sean niños, son y deben ser niños, y es enteramente imposible que sean otra cosa.
Habiendo sido recibida esta demostración de un punto tan espinoso con muestras de aprobación para poner a John Willet de buen humor, se contentó con repetir a su hijo la orden de guardar silencio, y añadió dirigiéndose al desconocido:
—Caballero, si hubierais hecho vuestra pregunta a una persona de edad, a mí o a uno de estos señores, no habríais perdido el tiempo en vano. La señorita Haredale es sobrina del señor Geoffrey Haredale.
—¿Está vivo su padre? —preguntó el desconocido.
—No —respondió el posadero—, no está vivo, y no ha muerto…
—¡No ha muerto! —gritó el otro.
—No ha muerto como se muere generalmente —dijo el posadero.
Los tres amigos inclinaron uno hacia el otro sus cabezas, y Parkes, meneando durante algunos segundos la suya como para decir: «Que nadie me contradiga sobre este punto, porque nadie me hará creer lo contrario» dijo en voz baja:
—John Willet está admirable esta noche y sería capaz de discutir con un presidente de tribuna.
El desconocido dejó transcurrir algunos momentos sin pronunciar una palabra, y preguntó después con un tono bastante brusco:
—¿Qué queréis decir?
—Más de lo que os figuráis, amigo —respondió John Willet—. En estas palabras hay tal vez más trascendencia de lo que podéis sospechar.
—Podrá ser muy bien —dijo el desconocido con aspereza—, pero ¿por qué habláis de una manera tan misteriosa? Decís en primer lugar que un hombre no está vivo y que sin embargo no ha muerto; añadís que no ha muerto como se muere generalmente, y decís después que estas palabras tienen más trascendencia de lo que me figuro. Os repito que no entiendo esa jerigonza.
—Perdonad, caballero —respondió el posadero picado en su honra y en su dignidad por el tono áspero de su huésped—. No extrañéis mis palabras, porque se refieren a una historia del Maypole que tiene más de veinte años de antigüedad. Esta historia es la de Solomon Daisy, pertenece al establecimiento, y nadie más que Solomon Daisy la ha contado jamás bajo este techo, y lo que es mas, nadie la contará nunca más que él.
El posadero lanzó una mirada al sacristán. Éste, cuyo aire de importancia indicaba bien a las claras que era él de quien acababa de hablar el posadero, había principiado por quitarse la pipa de los labios después de una larga aspiración para conservar encendido el tabaco, y se disponía evidentemente a contar su historia sin hacerse de rogar. El desconocido recogió entonces la capa y, retirándose del hogar, se encontró casi perdido en la oscuridad del rincón de la chimenea, excepto cuando la llama, llegando a desprenderse por algunos momentos de debajo del tizón, brotaba con súbito y violento resplandor, e iluminaba su rostro para hundirlo después en una oscuridad más profunda que antes.
Solomon Daisy dio comienzo a su historia al resplandor de esta luz chispeante que hacía que la casa, con sus pesadas vigas y sus paredes ahumadas, pareciese hecha de lustroso ébano, y en tanto que el viento rugía en el exterior, sacudiendo con toda su fuerza el picaporte, haciendo rechinar los goznes de la sólida puerta de encina y azotando los tejados como si quisiera hundirlos.
—Reuben Haredale —dijo el sacristán— era el hermano mayor de Geoffrey.
El narrador encontró al pronunciar estas palabras una dificultad e hizo una larga pausa, la cual causó impaciencia al mismo John Willet, que pregunto:
—¿Por qué no continuáis?
—Cobb —dijo Solomon Daisy bajando la voz e interpelando al dependiente de correos—, ¿qué día es hoy?
—Diecinueve.
—De marzo —añadió el sacristán haciendo un ademán de asombro—; ¡el diecinueve de marzo! Es extraordinario.
Todos repitieron en voz baja que era muy extraordinario, y Solomon continuó:
—Reuben Haredale, hermano de Geoffrey, era hace veintidós años el propietario de la Warren, que, como ha dicho Joe (no porque él se acuerde de tal cosa, porque es muy niño para acordarse de un hecho tan antiguo, sino porque me lo ha oído decir), era una hacienda más vasta y mejor, una propiedad de un valor mucho más considerable que a día de hoy. Su esposa acababa de morir dejándole una hija, la señorita Haredale, objeto de vuestras preguntas y que contaba entonces apenas un año.
Aunque el orador se dirigía al hombre que con tanta curiosidad quería informarse de la familia, y había hecho una pausa como si esperase alguna exclamación de sorpresa o de interés, el desconocido no hizo observación alguna, ni el menor ademán que pudiera hacer creer siquiera que hubiese oído lo que se acababa de decir. Solomon se volvió por consiguiente hacia sus amigos, cuyas narices estaban brillantemente iluminadas por el resplandor rojizo de sus pipas; seguro, por su larga experiencia, de su atención, y resuelto a demostrar que se había dado cuenta de semejante conducta indecorosa.
—El señor Haredale abandonó la hacienda después de la muerte de su esposa, y partió a Londres, donde permaneció algunos meses; pero hallándose en la ciudad tan aislado como aquí (lo supongo al menos, y siempre lo he oído decir), regresó de pronto con su hija a Warren, acompañado aquel día tan sólo de dos criadas, su mayordomo y un jardinero.
Solomon Daisy se interrumpió para reavivar el fuego de su pipa, que iba a apagarse, y continuó al principio con tono gangoso causado por el amargo aroma del tabaco y la enérgica aspiración que reclamaba la pipa, pero después, con voz cada vez más clara:
—Aquel día le acompañaban dos criadas, su mayordomo y un jardinero; el resto de la servidumbre se había quedado en Londres y debía venir al día siguiente. Fue el caso que en aquella misma noche un caballero anciano que habitaba en Chigwell Row, donde había vivido pobremente muchos años, entregó su alma a Dios, y recibí a las doce y media de la noche la orden de ir a tocar las campanas por el difunto.
En este momento se advirtió en el grupo de los oyentes un gesto que indicó de una manera visible la gran repugnancia que a cada uno de ellos hubiera causado tener que salir a tales horas y para semejante encargo. El sacristán reparó en este gesto, lo comprendió y por consiguiente desarrolló su tema diciendo:
—Sí, no era cosa muy divertida, y el caso se hacía más crítico por cuanto el enterrador estaba enfermo a causa de haber trabajado en un terreno húmedo y por haberse sentado para comer sobre la losa fría de un sepulcro, y me era absolutamente indispensable ir solo, porque ya podéis figuraros que a una hora tan avanzada me quedaban pocas esperanzas de encontrar algún compañero. Me hallaba sin embargo preparado, pues el anciano caballero había pedido repetidas veces que tocasen a muerto cuanto antes fuera posible después de su postrer suspiro, y hacía algunos días que se esperaba de un momento a otro su muerte. Hice, pues, de tripas corazón, y abrigándome bien porque el frío partía las piedras, salí de mi casa llevando en una mano mi farol encendido y en la otra la llave de la iglesia.
Al llegar a esta parte del relato el vestido del desconocido produjo un leve rumor, como si su dueño se hubiese movido volviéndose para oír mejor al sacristán. Solomon miró de reojo, levantó las cejas, inclinó la cabeza y guiñó un ojo a Joe como para preguntarle si aquel misterioso personaje cambiaba de actitud para escucharle. Joe se puso la mano delante de los ojos para evitar el brillo del fuego, dirigió una mirada escudriñadora al rincón y, no pudiendo descubrir nada, movió la cabeza en señal de negativa.
—Era precisamente una noche como ésta. Soplaba un huracán, llovía a torrentes y el cielo estaba n***o como boca de lobo. Todas las puertas estaban bien cerradas, todo el mundo se hallaba recogido en su casa, y tal vez sea yo el único que sepa en realidad lo negra que era aquella noche. Entré en la iglesia, até la puerta por detrás con la cadena de modo que quedara entornada, porque a decir verdad no me hubiera gustado quedarme allí solo y encerrado; y dejando el farol en el poyo de piedra, en el rincón donde está la cuerda de la campana, me senté a un lado para despabilar la vela.
»Me senté pues para despabilar la vela, y cuando acabé de despabilarla, no pude resolverme a levantarme ni a tocar la campana. No acierto a explicarme lo que me sucedió, pero lo cierto es que me puse a pensar en todas las historias de duendes que había oído contar, hasta las que había oído contar cuando era niño e iba a la escuela, y que había olvidado hacía mucho tiempo. Y advertid que no acudían a mi memoria una tras otra, sino todas a un tiempo, como amontonadas.
»Me acordé de una historia de nuestra aldea, según la cual había una noche en el año (¡y quién me aseguraba que no fuera aquella misma noche!), en que todos los muertos salían de debajo de la tierra y se sentaban en el borde de sus sepulturas hasta la mañana siguiente. Esto me hizo pensar en que muchas de las personas que había conocido estaban enterradas entre la puerta de la iglesia y la del cementerio, y que sería muy terrible tener que pasar entre ellas y reconocerlas a pesar de sus caras de color de tierra y de haberse desfigurado desde su muerte. Conocía como los rincones de mi propia casa todos los arcos y nichos de la iglesia, y sin embargo no podía persuadirme de que fuese su sombra la que veía en las losas, pues estaba convencido de que había allí una multitud de feas figuras que se ocultaban entre las sombras para espiarme. En mitad de mis reflexiones empecé a pensar en el anciano que acababa de morir, y hubiera jurado cuando miraba hacia el centro del templo que lo veía en su sitio acostumbrado, cubriéndose con su mortaja y estremeciéndose como si tuviera frío. Y en tanto estaba sentado escuchando, y sin atreverme casi a respirar. Por último me levanté de pronto y cogí la cuerda con las dos manos. En aquel mismo momento sonó, no la campana de la iglesia, porque apenas había tocado la cuerda, sino otra campana.
»Oí el tañido de otra campana, pero al instante se llevó el viento el sonido que fue apagándose, hasta que no oí más que el rumor de la lluvia. Presté atención largo rato, pero en vano. Había oído contar que los muertos tenían velas, y llegué a persuadirme de que también podían tener una campana que tocase por sí sola a medianoche por los difuntos. Toqué entonces mi campana, no sé cómo ni cuánto rato, corrí a mi casa sin mirar si me seguían o no, y me zambullí en la cama tapándome la cara con la manta aun después de haber apagado la luz.
»Me levanté al día siguiente muy temprano tras una noche sin sueño y conté mi aventura a mis vecinos. Algunos la escucharon formalmente, otros se rieron de mí, y creo que en el fondo todos estaban convencidos de que había sido un sueño. Sin embargo, aquella misma mañana encontraron a Reuben Haredale asesinado en su alcoba: tenía en la mano un pedazo de cuerda atada a la campana de alarma que había sobre el tejado, y esta cuerda había sido cortada sin duda alguna por el asesino al tiempo de cogerla su víctima.
—Aquélla era la campana que yo había oído.
—Se encontró una cómoda abierta, y había desaparecido una caja que el señor Haredale había traído el día anterior y que se creía llena de dinero. No estaban ya en la casa el mayordomo y el jardinero, y se sospechó de los dos durante mucho tiempo, pues no se les pudo encontrar por más que se los buscó en todo el reino. Muy difícil hubiera sido hallar al mayordomo, el pobre Rudge, porque algunos meses después se encontró su c*****r tan desfigurado que no habrían podido reconocerlo de no ser por su vestido y por el reloj y el anillo que llevaba. Estaba en el fondo de un estanque, dentro de la hacienda, con una ancha herida en el pecho causada por un puñal y medio desnudo; y todo el mundo sospechó que se hallaba en su cuarto dispuesto a acostarse, pues se encontraron en la cama y en el aposento manchas de sangre, cuando lo acometieron súbitamente antes de matar al amo.
»Las sospechas recayeron entonces en el jardinero, que debía de ser indudablemente el asesino, y aunque desde aquella época no se ha oído hablar de él hasta ahora, grabad bien en la memoria lo que voy a deciros. El crimen se cometió hace veintidós años, día por día, el diecinueve de marzo de 1753. Y el diecinueve de marzo de un año cualquiera, poco importa cuándo, pero lo sé, me consta, estoy seguro, porque de una manera u otra y por una coincidencia extraña, hablamos en este mismo día que tuvo lugar el acontecimiento; digo, pues, que el diecinueve de marzo de un año cualquiera, tarde o temprano, será descubierto el asesino.