I-2

2046 Words
—¿Y bien? —dijo el desconocido. Este «¿y bien?», no era mucho. No era un largo discurso. —Creía que habíais pedido algo —dijo el posadero después de una pausa de dos o tres minutos para reflexionar. El desconocido se quitó el sombrero y descubrió las facciones duras de un hombre de unos sesenta años, fatigadas y gastadas por el tiempo. Su expresión, naturalmente ruda, no quedaba suavizada por el pañuelo n***o con que se cubría la cabeza, y que mientras le servía de peluca dejaba en la sombra su frente y casi ocultaba sus cejas. ¿Era acaso para distraer las miradas y ocultar una profunda cicatriz que le cruzaba la mejilla? Si éste era su objeto, no lo conseguía, porque saltaba a la vista. Su tez era de un matiz cadavérico, y su barba indicaba por lo crecida y canosa que no había sido afeitada al menos en tres semanas. Tal era el personaje miserablemente vestido que se levantó entonces de su asiento, se paseó por la cocina, y volvió algunos instantes después para sentarse en el rincón de la chimenea que le cedió muy pronto el sacristán por educación o por miedo. —¡Es un bandido! —dijo Tom Cobb al oído a Parkes, el guardabosques. —¿Creéis que los bandidos no van mejor vestidos que este hombre? —respondió Parkes—. Es algún mendigo, Tom. Los bandidos no van vestidos con harapos; os aseguro que todos visten hasta con lujo. Durante este diálogo, el objeto de sus conjeturas había hecho al establecimiento la honra de pedir algo de cenar, y fue servido por Joe, hijo del posadero, mozo de unos veinte años, de anchos hombros y de elevada estatura, a quien su padre se complacía aún en considerar un niño y en tratarlo como a tal. El desconocido, al tender las manos para calentárselas en el fuego, volvió la cabeza hacia los parroquianos y, después de lanzarles una mirada penetrante, dijo con una voz que se correspondía a su aspecto: —¿Qué casa es esa que se halla a una milla de aquí? —¿Una taberna? —dijo el posadero con su parsimonia habitual. —¿Una taberna, padre? —exclamó Joe—. ¿Qué estáis diciendo? ¿Una taberna a una milla del Maypole? Os pregunta sin duda por la casa Warren. ¿No preguntáis, caballero, por una casa grande de ladrillo que se alza en medio de una rica hacienda? —Sí —contestó el desconocido. —Esa casa se hallaba hace quince o veinte años en medio de una finca cinco veces mayor, pero ha ido desapareciendo campo tras campo hasta quedar reducida al estado actual. ¡Es una lástima! —continuó el joven. —No lo niego, pero mi pregunta tenía por objeto a su dueño. Me importa muy poco saber si esa hacienda era mayor hace veinte años, y en cuanto a lo que es ahora, puedo verlo por mí mismo. El presunto heredero del Maypole se llevó el índice a los labios y, lanzando una mirada hacia el caballero que ya se ha dado a conocer y que no había cambiado de actitud cuando el desconocido preguntó por la casa, repuso con la voz grave: —El dueño se llama Haredale, Geoffrey Haredale, y… —lanzó otra mirada en la misma dirección— y es un digno caballero —añadió terminando la frase con una tosecilla muy significativa. Pero el desconocido no hizo caso de la tos ni del ademán recomendando el silencio que la había precedido, y continuó preguntando: —Me he desviado de mi camino al venir aquí y he seguido la senda que conduce a través de los campos de la casa Warren. ¿Quién es la señora joven que he visto subir en un coche? ¿Es su hija? —¿Qué sé yo, buen hombre? —dijo Joe, que con la excusa de arreglar los tizones se aproximó con disimulo al indiscreto interrogador y le tiró de la manga—. No he visto nunca a esa señora de quien habláis. ¡Cielos! ¡Cómo sopla el viento! No cesa de llover. ¡Qué noche de perros! —Terrible noche, en efecto —dijo el desconocido. —Supongo que estaréis acostumbrado a pasar noches malas como ésta —dijo Joe, aprovechando una ocasión propicia para dar a la conversación un giro diferente. —Sí, las he pasado muy malas —contestó el desconocido—. Pero hablemos de la señora joven que he visto. ¿Tiene Haredale una hija? —No, no —respondió Joe con impaciencia—. Es soltero…, es… Dejadnos en paz con vuestra señora joven. ¿No estáis viendo que no gusta vuestra conversación? Sin hacer caso de esta indirecta, y manifestando no haberla oído, el verdugo continuó poniendo a prueba la paciencia de Joe. —No sería la primera vez que un soltero tuviera hijas. ¡Como si no pudiera ser hija suya sin estar casado! —No sé lo que queréis decir —repuso Joe, añadiendo en voz aún más baja, y acercándose—: ¿Lo hacéis a propósito? —Os confieso que no abrigo ninguna mala intención. No veo qué mal hay en haceros esta pregunta. ¿Qué tiene de extraño que un forastero trate de informarse de los habitantes de una casa notable en un país que desconoce? No hay motivo para que hagáis esos aspavientos y os alarméis como si conspirase contra el rey Jorge. ¿No podéis explicarme con franqueza la causa de vuestra alarma? Os repito que soy forastero y que no entiendo vuestros ademanes ni vuestras palabras. Al hacer esta observación señalaba con la mano a la persona que causaba indudablemente la inquietud de Joe Willet. El caballero se había levantado, se cubría con la capa y se disponía a salir. Entregó una moneda para pagar el gasto y salió de la sala acompañado de Joe, que tomó una vela para alumbrarle hasta la puerta del mesón. Mientras Joe se ausentaba para acompañar al caballero, el viejo Willet y sus tres compañeros continuaron fumando con la mayor gravedad y el más profundo silencio, teniendo cada cual sus ojos fijos en un caldero de cobre que colgaba sobre el fuego. Al cabo de algunos minutos, John Willet meneó lentamente la cabeza, y sus amigos la menearon también, pero sin que ninguno de ellos apartase los ojos del caldero y sin cambiar en un ápice la expresión solemne de su fisonomía. Finalmente Joe volvió a entrar en la cocina con rostro alegre y amable, como quien espera una reprimenda y quiere parar el golpe. —¡Lo que es el amor! —dijo acercando un banquillo al fuego y dirigiendo en torno una mirada que solicitaba la simpatía—. Va camino a Londres. Su caballo, que cojea de tanto galopar por aquí toda la tarde, apenas ha tenido tiempo para descansar en la paja de la cuadra, cuando el amo renuncia a una buena cena y a una blanda cama. ¿Y sabéis por qué? Porque la señorita Haredale ha ido a un baile de máscaras a Londres, y cifra él toda su dicha en verla. No lo haría yo por más linda que fuera. Pero yo no estoy enamorado, al menos creo que no lo estoy, y no sé lo que haría si me hallara en su lugar. —¿Está enamorado? —preguntó el desconocido. —Un poco —repuso Joe—, podría estarlo menos, pero no puede estarlo más. —¡Silencio, caballerito! —dijo el padre. —¡Eres un charlatán, Joe! —dijo el largo Parkes. —¿Habrá muchacho más indiscreto? —murmuró Thomas Cobb. —¡Qué torbellino! ¡Faltar así al respeto a su padre! —exclamó el sacristán. —¿Qué he dicho, pues? —repuso el pobre Joe. —¡Silencio, caballerito! —repitió su padre—. ¿Cómo os permitís hablar mientras veis que personas que os doblan y triplican la edad están sentadas sin pronunciar una palabra? —Pues casualmente ésta es la ocasión más oportuna para hablar —dijo Joe con terquedad. —¡La ocasión más oportuna! —repitió su padre—. No hay ocasión oportuna que valga. —Es verdad —dijo Parkes inclinando con gravedad su cabeza hacia los otros dos, que inclinaron también sus cabezas y murmuraron en voz baja que la observación era exactísima. —Sí, la ocasión oportuna es la de callar —repuso John Willet—. Cuando yo tenía vuestra edad, nunca hablaba, nunca tenía comezón de hablar; escuchaba para instruirme… Eso es lo que hacía. —Y a eso se debe, Joe, que tengáis en vuestro padre a un experto en materia de discurrir —dijo Parkes—. De modo que nadie compite con él en raciocinio. —Entendámonos, Phil —contestó John Willet lanzando por uno de los ángulos de la boca una nube de humo larga, delgada y sinuosa y mirándola con aire distraído mientras desaparecía—: Entendámonos Phil, el raciocinio es un don de la naturaleza. Si la naturaleza dota a un hombre con las poderosas facultades del raciocinio, este hombre tiene derecho a honrarse con este don, y no lo tiene para encerrarse en una falsa prerrogativa, porque de lo contrario sería volver la espalda a la naturaleza, burlarse de ella, no estimar sus dones más preciosos y rebajarse hasta la altura del cerdo, que no merece que le arrojen perlas. Como el posadero hizo una larga pausa, Parkes creyó naturalmente que se había terminado el discurso; así pues, dijo volviéndose hacia el joven con ademán severo: —¿Oyes lo que dice tu padre, Joe? Supongo que no tratarás de competir con él en raciocinio. —Sí —dijo John Willet, trasladando sus ojos del techo al rostro de su interlocutor y articulando el monosílabo como si estuviera escrito en letras mayúsculas, para hacerle ver que había obrado muy a la ligera al interrumpirle con una precipitación inconveniente y poco respetuosa—. Si la naturaleza me hubiera conferido el don del raciocinio, ¿por qué no lo había de confesar, o más bien por qué no había de vanagloriarme? Sí, señor, en este punto soy un experto. Tenéis razón, y he dado mis pruebas en esta cocina una y mil veces, como sabéis muy bien, al menos así lo creo. Si no lo sabéis —añadió John Willet volviendo a ponerse la pipa en la boca—, si no lo sabéis… mejor, porque no tengo orgullo, y no seré yo quien os lo cuente. Un murmullo general de sus tres amigos, acompañado de un movimiento general de aprobación de sus cabezas, en dirección siempre al caldero de cobre, aseguró a John Willet que sabían bien lo que valían sus facultades intelectuales y que no tenían necesidad de pruebas ulteriores para quedar convencidos de su superioridad. John continuó fumando con mayor dignidad examinándolos silenciosamente. —¡Vaya una conversación tan divertida! —dijo Joe entre dientes y haciendo ademanes de descontento—. Pero si queréis decir con eso que nunca debo abrir la boca… —¡Silencio! —exclamó su padre—. No, no debéis abrirla jamás. Cuando os pidan vuestro parecer, dadlo; cuando os hablen, hablad, y cuando no os pidan vuestro parecer ni os hablen, no lo deis y no habléis. ¡Por vida mía! ¡Cómo ha cambiado el mundo desde mi juventud! Creo en verdad que ya no hay niños, que no hay ya diferencia entre un niño y un hombre, y que todos los niños se han ido de este mundo con Su Majestad el difunto rey Jorge II. —Vuestra observación es exactísima, exceptuando sin embargo a los príncipes —dijo el sacristán que, en su doble cualidad de representante de la Iglesia y del Estado en aquella reunión, se creía obligado a la más completa fidelidad respecto de sus soberanos—. Si es de institución divina y legal que los niños, mientras se esté aún en la edad en que uno es niño, se porten como tales, es forzoso que los príncipes sean también niños en su infancia y que no puedan ser otra cosa.
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