I
En 1775 había junto al bosque de Epping, a unas doce millas de Londres —contando desde el estandarte de Cornhill, o más bien desde el lugar en el que antaño se encontraba el estandarte—, un establecimiento público llamado Maypole, como podían advertir todos los viajeros que, sin saber leer ni escribir (y en esa época se encontraban en tal condición un gran número de viajeros, y también de sedentarios), miraran el emblema que se alzaba por encima de dicho establecimiento; un emblema que, si bien carecía de las nobles proporciones que los mayos presentaban en los viejos tiempos, era cuando menos como un fresno de treinta pies de altura, recto como la flecha más recta que haya podido disparar jamás el más diestro ballestero de Inglaterra.
El Maypole (esta palabra designará en adelante el edificio y no su emblema) era un vetusto caserón con más vigas en los aleros del tejado de las que pudiera contar un ocioso en un día soleado; con grandes chimeneas angulosas de donde parecía que ni el mismo humo podía salir sino bajo formas naturalmente fantásticas, merced a su tortuosa ascensión, y vastas caballerizas sombrías, medio en ruinas y desiertas. Se decía que esta casa había sido construida en la época de Enrique VIII, y existía una leyenda según la cual, no tan sólo la reina Isabel, durante una excursión de caza, había dormido allí una noche en cierta sala de paredes de encina labrada y de anchas ventanas, sino que al día siguiente, hallándose la reina doncella en pie sobre el poyo de piedra delante de la puerta dispuesta a montar, descargó sendos puñetazos y bofetones a un pobre paje por algún descuido en su servicio. Las personas positivas y escépticas, en minoría entre los parroquianos del Maypole, como lo están siempre por desgracia en todas partes, se inclinaban a considerar esta tradición como apócrifa, pero cuando el dueño de la antigua posada apelaba al testimonio del mismo poyo, cuando con ademán de triunfo hacía ver que la piedra había permanecido inmóvil hasta el día de hoy, los incrédulos se veían siempre derrotados por una mayoría imponente, y todos los verdaderos creyentes se regocijaban en su victoria.
Sin embargo, prescindiendo de la autenticidad o falsedad de esta tradición y de otras muchas por el mismo estilo, lo cierto es que el Maypole era un edificio muy viejo, más viejo tal vez de lo que pretendía ser y de lo que parecía por su aspecto, lo cual sucede con frecuencia con las casas, al igual que con las damas de edad incierta. Sus ventanas eran viejas celosías de diamante; sus suelos estaban hundidos y eran irregulares, sus techos ennegrecidos por la mano del tiempo, pesados debido a la presencia de inmensas vigas. Ante la puerta había un viejo porche, pintoresca y grotescamente tallado; y allí las noches de verano los clientes más favorecidos fumaban y bebían —ah, y cantaban también alguna que otra canción, a veces— descansando sobre dos bancos de madera de respaldo alto y aspecto sombrío que, como los dragones gemelos de cierto cuento de hadas, guardaban la entrada de la mansión.
En las chimeneas de las habitaciones en desuso, las golondrinas habían construido desde hacía muchos años sus nidos, y desde principios de la primavera hasta finales de otoño colonias enteras de golondrinas gorjeaban y cotorreaban en los aleros. Había más palomas en las inmediaciones del patio del lóbrego establo y las edificaciones anexas de las que nadie excepto el dueño podía contar. Los vuelos circulares y los revoloteos de pajarillos, palomas, volatineros y zuros no fueran tal vez del todo coherentes con el aspecto grave y sobrio del edificio, pero los monótonos arrullos, que nunca cesaban de oírse entre los pájaros a lo largo de todo el día, concordaban a la perfección, y parecían arrullarlo para que se durmiera. Con sus pisos inclinados, sus adormiladas hojas de cristal, y la fachada en saliente proyectándose sobre el camino, la vieja casa parecía estar asintiendo con la cabeza en sueños. De hecho, no era necesaria una gran imaginación para detectar en ella otras semblanzas con la especie humana. Los ladrillos con los que estaba construida habían sido originalmente de un profundo color rojo oscuro, pero se habían vuelto amarillentos y habían perdido su brillo como la piel de un anciano; las robustas vigas de madera habían decaído como dientes; y aquí y allá la hiedra, como una cálida prenda para reconfortar su vejez, envolvía sus verdes hojas estrechamente sobre los muros desgastados por el tiempo.
Con todo, era una edad valerosa y desbordante: y en las tardes de verano y otoño, cuando el refulgir del sol poniente caía sobre los robles y los castaños del bosque adyacente, la vieja casa, recuperando su lustre, parecía ser su perfecta compañera y tener ante sí muchos buenos años en él.
La tarde que nos ocupa no era una de esas hermosas tardes de verano o de otoño, sino el crepúsculo de un día de marzo. El viento aullaba de una manera espantosa a través de las desnudas ramas de los árboles, y mugiendo sordamente en las anchas chimeneas y azotando la lluvia las ventanas del mesón, daba a los parroquianos que en él se hallaban en aquel momento el incontestable derecho de prolongar su estancia, al mismo tiempo que permitía al propietario profetizar que el cielo se despejaría a las once en punto, lo cual coincidía asombrosamente con la hora en que acostumbraba a cerrar su casa.
El nombre del ser humano sobre el cual descendía así la inspiración profética era John Willet, hombre corpulento, de ancha cabeza, cuyo abultado rostro denotaba una profunda obstinación y una rara lentitud de entendederas, a las que se sumaba una confianza ciega en su propio talento. La jactancia ordinaria de John Willet en los momentos de buen humor consistía en decir que, si sus ideas adolecían de cierta lentitud, en cambio eran sólidas e infalibles, aserto que no podía contradecirse al comprobarse que era exactamente lo contrario de la prontitud, y uno de los hombres más obstinados y más tajantes que hubiesen existido, seguro siempre de que cuanto decía, pensaba o hacía era irreprochable, y cosa establecida y ordenada por las leyes de la naturaleza y la Providencia, siendo inevitablemente y de toda necesidad un disparate lo que decía, pensaba o hacía en sentido contrario cualquier otra persona.
John Willet se levantó, se dirigió lentamente a la ventana, aplastó su abultada nariz sobre el frío cristal y, cubriéndose los párpados para que no le impidiese la vista el rojizo resplandor del hogar, contempló durante algunos segundos el estado del cielo. Después volvió con lentitud hacia su asiento, situado en un rincón de la chimenea, y sentándose con un ligero estremecimiento, como quien se ha expuesto al frío para saborear mejor las delicias de un fuego que calienta y brilla, dijo mirando uno tras otro a sus huéspedes:
—El cielo se despejará a las once en punto; ni antes ni después.
—¿En qué lo adivináis? —preguntó un hombrecillo que estaba sentado en el rincón de enfrente—. La luna está ya menguante y sale a las nueve.
John miró pacífica y silenciosamente al que le interrogaba hasta que estuvo bien seguro de haber comprendido la observación, y entonces dio una respuesta con un tono que parecía indicar que la luna era para él algo estrictamente personal en lo que nadie tenía derecho a intervenir.
—No os inquietéis por la luna; no os toméis ese trabajo. Dejad a la luna en paz y yo os dejaré también en paz a vos.
—Espero no haberos enojado —dijo el hombrecillo.
John calló largo rato hasta que la observación penetró en su cerebro, y después de encender la pipa y de fumar con calma, respondió:
—¿Enojado? No, por el momento.
Y continuó fumando en tranquilo silencio.
De vez en cuando lanzaba una mirada oblicua a un hombre envuelto en un ancho gabán con bordados de seda, galones de plata deslucida y enormes botones de metal. Este hombre estaba sentado en un rincón, separado de la clientela habitual del establecimiento; llevaba un sombrero de alas anchas que le caían sobre el rostro y ocultaban además la mano en la cual apoyaba la frente. Parecía un personaje poco sociable.
Había también sentado a alguna distancia del fuego otro forastero que llevaba botas con espuelas y cuyos pensamientos, a juzgar por sus brazos cruzados, su ceñudo entrecejo y el poco caso que hacía del licor que dejaba sobre la mesa sin probarlo, se fijaban en asuntos muy diversos de lo que conformaba el tema de la conversación. Era un joven de unos veintiocho años, de estatura regular y de rostro muy agraciado, pero de aspecto varonil. Hacía ostentación de sus cabellos negros, vestía traje de montar, y ese traje, lo mismo que sus grandes botas, iguales por su forma a las que usan los modernos guardias de Corps de la reina, revelaba el mal estado de los caminos. Pero aunque estaba salpicado de barro, iba bien vestido, hasta con riqueza, y en su elegante porte y en su gracia y distinción indicaba que era un caballero.
Había sobre la mesa junto a la cual estaba sentado un largo látigo, un sombrero de alas achatadas muy apropiado sin duda a la inclemencia de la temperatura, un par de pistolas en sus pistoleras y una corta capa. Sólo se descubrían de su rostro las largas cejas negras que ocultaban sus ojos bajos, pero un aire de desembarazo y de gracia tan perfecta como natural en los ademanes adornaba toda su persona y hasta parecía extenderse a sus pequeños accesorios, todos bellos y en buen estado.
Tan sólo una vez fijó John Willet los ojos en el joven caballero, como para preguntarle con la mirada si había reparado en su silencioso vecino. Era indudable que John y el joven se habían visto con frecuencia anteriormente, pero convencido John de que su mirada no recibía contestación y que ni siquiera la había advertido la persona a quien se dirigía, concentró gradualmente todo su poder visual en un solo foco para apuntarlo sobre el hombre del sombrero de alas caídas, llegando a adquirir por último su mirada fija una intensidad tan notable que llegó a llamar la atención de todos los parroquianos, los cuales, de común acuerdo y quitándose las pipas de la boca, principiaron a mirar igualmente con curiosidad al misterioso personaje.
El robusto propietario tenía un par de ojos grandes y estúpidos como los de un pez, y el hombrecillo que había aventurado la observación acerca de la luna (era sacristán y campanero de Chigwell, aldea situada cerca del Maypole) tenía los ojillos redondos, negros y brillantes como cuentas de rosario. Ese hombrecillo llevaba además en las rodilleras de sus calzones de color de hierro oxidado, en su chaqueta del mismo color y en su chaleco de solapas caídas, espesas hileras de pequeños botones extraños que se parecían a sus ojos, y su semejanza era tan notable que cuando brillaban y centelleaban a la llama de la chimenea, reflejada igualmente por las lucientes hebillas de sus zapatos, parecía todo ojos de pies a cabeza, y se hubiera dicho que los empleaba a un tiempo para contemplar al desconocido.
¿A quién asombrará que un hombre llegase a sentirse mal bajo el fuego de semejante batería, sin hablar de los ojos pertenecientes a Tom Cobb, el rechoncho mercader de velas de sebo y empleado en correos, y los del largo Phil Parkes, el guardabosques, que impulsados ambos por el contagio del ejemplo, miraban con no menos insistencia al hombre del sombrero alicaído?
Este personaje acabó en fin por sentir un grave malestar. ¿Era acaso por verse expuesto a esta descarga de inquisidoras miradas? Tal vez dependía esto de la índole de sus anteriores meditaciones, porque cuando cambió de postura y observó por casualidad a su alrededor, se estremeció al verse convertido en blanco de miradas tan penetrantes y lanzó al grupo de la chimenea un vistazo airado y receloso. Ésta produjo el efecto de desviar inmediatamente todos los ojos hacia el fuego, a excepción de los de John Willet que, viéndose cogido en fragante delito, y no siendo, como hemos dicho antes, de un genio muy vivo, continuó contemplando a su huésped de una manera singularmente torpe y embarazada.