Leía
Ver a los padres de Logan después de tanto tiempo me afectó más de lo que quería admitir. Ni siquiera supe cómo reaccionar en ese momento, y si no hubiera sido por Adrián, estoy segura de que habría seguido clavada al suelo, inmóvil en la puerta de ese restaurante, con el corazón latiendo desbocado y los recuerdos aplastándome como una avalancha.
Ahora, mientras el auto avanzaba por las calles soleadas de la ciudad, no podía apartar de mi mente el rostro de aquella mujer, su voz cargada de cautela y sorpresa, y la mención de ese nombre que todavía dolía más de lo que debería.
Logan.
Adrián mantenía las manos firmes sobre el volante, conduciendo en silencio. No preguntó, no presionó para que le contara quiénes eran esas personas o, más importante, quién era Logan. Su tacto, su paciencia, eran un alivio que no sabía cómo agradecer. Pero también me hacían sentir culpable.
No podía contarle.
No aún.
La humillación que Logan me dejó todavía estaba demasiado viva, grabada en cada rincón de mi mente, en cada inseguridad que había intentado enterrar pero que seguía asomándose en los momentos más vulnerables. Hablar de él, seria desterrar todo eso.
Y aunque sabía que Adrián merecía honestidad, no podía obligarme a abrir una herida que aún no había cerrado del todo.
Apoyé la cabeza contra la ventana, el frío del vidrio aliviando ligeramente el calor que sentía en mis mejillas. Cerré los ojos un momento, dejando que el murmullo del motor llenara el silencio entre nosotros.
Estoy segura del lugar en el que estoy hoy.
De lo que siento con Adrián. De cómo, cada día, él me hace sentir un poquito más especial, como si hubiera algo en mí que valiera la pena cuidar. Su forma de mirarme, como si siempre estuviera descubriendo algo nuevo, algo que ni yo misma había notado.
No quiero volver con Logan.
Ni siquiera hoy, después de ese encuentro inesperado, se me cruzó por la cabeza un pensamiento así.
Pero eso no significaba que, él hombre que me dejo a días de nuestro casamiento, no me afectara.
Sé que estoy en el camino de sanar. Lo siento cada vez que Adrián me toma la mano y no me retraigo, cada vez que me abraza y mi primer instinto no es construir un muro invisible para protegerme.
Pero también sé que todavía no he hecho todo el recorrido.
Quizás algún día, la vida vuelva a ponerme frente a Logan, y cuando eso pase, espero poder mirarlo a los ojos sin sentir dolor, sin sentir odio. Porque ambas emociones seguían atrapadas en mí, como un veneno que no terminaba de salir.
Hoy, simplemente, no estaba preparada para eso.
Llegamos a la oficina en completo silencio. Adrián aparcó y apagó el motor, pero no hizo ningún movimiento para salir del auto de inmediato. Lo sentí mirarme, su atención fija en mí, como si estuviera evaluando si debía decir algo o no.
Finalmente, rompió el silencio.
― ¿Estás bien?
Su voz era baja, tranquila, como si no quisiera asustarme. Me giré lentamente hacia él, tratando de esbozar una sonrisa que pudiera tranquilizarlo.
―Sí, solo… fue un día largo― murmuré, aunque sabía que no era suficiente.
Adrián asintió, pero no pareció convencido. Su mirada recorrió mi rostro, buscando algo que yo no estaba lista para darle. Aun así, no insistió.
Y eso me hizo querer llorar.
No porque me sintiera incomprendida, sino porque su paciencia era algo que no creía merecer. Había algo en su forma de estar a mi lado que me desarmaba lentamente, que me hacía querer ser valiente, pero el peso de mi pasado seguía anclándome al suelo.
Nos bajamos del auto, y mientras caminábamos hacia la oficina, pude sentirlo a mi lado, su cercanía una mezcla de consuelo y presión. La pregunta que no había hecho seguía flotando en el aire entre nosotros, como un hilo invisible que sabía que tarde o temprano tendría que romper.
Cuando llegué a mi escritorio, me dejé caer en la silla, sintiendo el cansancio acumulado en cada músculo de mi cuerpo. El día estaba siendo demasiado.
El encuentro con los padres de Logan había abierto puertas que había intentado cerrar con candado.
Recordé sus rostros, sus palabras.
“No hemos sabido nada de ti desde que Logan se fue”. Esa frase resonaba en mi cabeza como una campana, aguda y persistente.
No fue el hecho de que mencionaran a Logan lo que me dolió. Fue el recuerdo de cómo su partida me había destruido, de cómo su ausencia había dejado un vacío que no sabía cómo llenar.
De cómo me había hecho sentir que no era suficiente.
Y tal vez, aunque ahora sabía que no quería volver con él, todavía no podía evitar preguntarme por qué no fui suficiente para él en ese momento. Por qué había sido muy fácil para él irse, mientras yo tuve que quedarme recogiendo los pedazos casi irrecuperables que él había dejado atrás.
La puerta del despacho de Adrián se cerró detrás de él, y por un momento, me quedé sola con mis pensamientos. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro tembloroso.
Estoy avanzando.
Lo sé.
Estoy con un hombre que me hace sentir segura, que me trata con una delicadeza que no esperaba encontrar.
Pero el camino para sanar no es una línea recta. Es un sendero lleno de curvas, retrocesos y pausas. Y aunque ahora estoy mejor, aunque tengo momentos de paz, todavía hay partes de mí que no estaban listas para avanzar del todo.
Quizás algún día iba a poder contarle a Adrián todo. Contarle sobre Logan, sobre el amor que alguna vez sentí y cómo se transformó en algo que me destrozó.
Pero hoy, no era ese día.
Eran casi las siete de la tarde cuando escuché el clic de la puerta de la oficina de Adrián al abrirse. Al alzar la vista, lo vi salir con su maletín en una mano y su chaqueta perfectamente colocada sobre los hombros. Se detuvo por un segundo en la entrada, con la mirada fija en mí.
Estaba a punto de recoger mi bolso, preparándome para salir juntos como habíamos planeado, cuando sus palabras me detuvieron en seco.
―Lo siento, Leía, tengo una reunión en casa con mi padre― dijo con un tono de disculpa sincera, acompañado de una leve arruga en su frente.
Su rostro reflejaba la intención de suavizar el golpe, pero la chispa de decepción en mi pecho fue inevitable. Me esforcé en sonreír, proyectando una seguridad que no sentía del todo.
―Oh, sí, comprendo totalmente― respondí, manteniendo la voz firme, aunque mi entusiasmo se había desvanecido.
Adrián inclinó ligeramente la cabeza, estudiándome, como si buscara rastros de malestar en mis ojos. Luego asintió, satisfecho con mi respuesta.
―Podemos cenar mañana. ¿Qué dices?
―Está bien por mí― aseguré, intentando que mi tono sonara ligero y despreocupado.
Él me observó por un momento más, como si dudara de sus propias palabras o de su decisión de irse.
―Adiós― murmuró finalmente, con un tono que parecía casi reacio, como si algo lo retuviera en ese instante.
―Adiós, Adrián― respondí suavemente.
Se demoró unos segundos más antes de girarse, y verlo caminar por el pasillo hasta llegar al ascensor. Cada paso suyo resonaba en el aire vacío, y cuando las puertas se cerraron tras él, dejando solo el eco de su fuerte aroma en el ambiente, sentí cómo una parte de mí también se quedaba suspendida allí, en ese espacio que ahora parecía más frío.
Suspire.
Me quedé sentada en mi escritorio por un momento más, mirando mi bolso, como si agarrarlo fuera una tarea abrumadora. El peso de la soledad repentina cayó sobre mí con una intensidad inesperada.
Había anticipado esta noche todo el día, sabiendo que significaba un momento para compartir con Adrián, para sentirme un poco más conectada, un poco más normal.
Pero ahora, ese plan se había desvanecido con una disculpa cortés y un ascensor que lo había llevado lejos.
Hoy estaba sola, asique tomando fuerzas, apague todo y también deje la oficina.
El tráfico era ligero, pero mi mente estaba demasiado ocupada como para notarlo. Las luces de la ciudad parpadeaban a través de las ventanas del auto, y cada resplandor me hacía sentir más pequeña, más cansada. No era como si Adrián hubiera decidido alejarse a propósito, me recordé una y otra vez.
Él tenía responsabilidades, obligaciones que no podía ignorar.
No me estaba dejando.
Aun así, no pude evitar el pequeño nudo en mi estómago. No era solo la ausencia de Adrián lo que me afectaba, sino lo que simbolizaba. La incertidumbre, la sensación de que, aunque estaba avanzando en mi vida, todavía había días como este en los que el vacío se hacía más evidente.
Cuando llegué a mi apartamento, la soledad me recibió como una vieja amiga. Cerré la puerta detrás de mí, dejando caer las llaves en la mesa junto a la entrada. El silencio llenó el espacio, demasiado presente, demasiado pesado.
Me quité los zapatos con movimientos lentos, sintiendo cómo el eco de mis propios pasos se amplificaba en el pasillo. Caminé hacia la sala y encendí una lámpara, cuya luz tenue apenas lograba disipar la oscuridad.
Me dirigí a la cocina y abrí la nevera, esperando encontrar algo que despertara mi apetito. Pero el brillo frío de los estantes vacíos solo hizo que la sensación de apetito dentro de mí desapareciera. Había estado tan ocupada que no había tenido tiempo de hacer mercado.
Ahora no tenía más que un par de sobras, algo de fruta y un poco de queso…. Nada que me apeteciera.
Finalmente, opté por calentar una taza de té. El sonido del agua hirviendo rompió el silencio, y el aroma a manzanilla se extendió lentamente por la cocina. Me apoyé en el mostrador mientras esperaba, mirando por la ventana hacia la ciudad iluminada.
Parecía tan viva, tan llena de movimiento, mientras yo me sentía tan desganada.
Cuando el té estuvo listo, lo llevé conmigo a la sala y me dejé caer en el sofá. El calor de la taza entre mis manos fue reconfortante, pero no lo suficiente. Mis pensamientos volvieron a Adrián, a cómo su ausencia me había dejado expuesta a algo que no quería enfrentar.
Era más que la soledad.
Era el miedo de confiar demasiado, de sentir demasiado, y que un día él también se fuera. Como Logan.
Suspiré nuevamente y me recosté en el sofá, dejando que mi cabeza cayera hacia atrás. El silencio seguía ahí, implacable, como un recordatorio de que, aunque estaba avanzando, todavía había partes de mí que no estaban completas.
Cuando me cansé de mirar la taza vacía entre mis manos, me levanté del sofá con un suspiro pesado. Me dirigí al baño, necesitando algo que me despejara por completo.
Abrí la ducha y dejé que el vapor comenzara a invadir el pequeño espacio mientras me desnudaba lentamente. El espejo empañado apenas reflejaba mi silueta, pero en mi mente me vi con claridad: hombros caídos, ojeras marcadas, un cansancio que iba más allá del físico.
Cuando el agua caliente tocó mi piel, un estremecimiento involuntario recorrió mi cuerpo. Cerré los ojos y apoyé la frente contra los azulejos fríos de la pared, dejando que la lluvia artificial cayera sobre mí. El sonido del agua amortiguó todo lo demás, como si el mundo fuera solo este pequeño rincón donde podía ser frágil sin que nadie lo viera.
El agua arrastró el estrés del día, diez minutos después, me obligué a cerrar la llave. El frío me envolvió al instante, y corrí a envolverme en una toalla antes de secarme rápidamente. Me puse un pijama ligero, uno de algodón que me resultaba cómodo, y dejé mi cabello húmedo caer sobre los hombros después de peinarlo con los dedos.
De vuelta en la sala, recogí la taza del té y me dirigí a la cocina para lavarla. La rutina simple y mecánica de fregar la porcelana me dio un breve respiro, como si la normalidad del acto pudiera devolverme algo de calma. No lo logro del todo.
Miré el reloj en la pared y me sorprendió ver la hora: casi medianoche. ¿En qué momento se había escapado el tiempo? El cansancio me cayó encima como una manta pesada. Apagué todas las luces una por una, dejando el apartamento sumido en la penumbra.
Realmente, solo quería dormir.
Pero justo cuando me giré para dirigirme a mi habitación, el timbre sonó, rompiendo la calma frágil que había logrado construir.
Me quedé inmóvil por un instante, el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. ¿Quién podría ser a esta hora? No esperaba a nadie. No había escuchado pasos, y mi edificio solía ser un santuario de silencio durante la noche. Una parte de mí quiso ignorarlo, pero el sonido volvió a resonar, insistente, trayendo consigo una mezcla de intriga y nerviosismo.
Caminé lentamente hacia la puerta, descalza y en silencio, con los dedos temblando ligeramente cuando giré el pomo. No tenía ni idea de quien podría estar al otro lado de la puerta.
Cuando abrí la puerta, mi cuerpo se tensó primero por la sorpresa, pero un instante después, sentí cómo algo dentro de mí se calmaba.
Era Adrián.
Allí estaba él, con su chaqueta desabrochada y el cabello ligeramente revuelto, como si hubiera conducido directo hasta aquí sin detenerse a pensar. Sus ojos me encontraron con una intensidad que hizo que el aire a mi alrededor pareciera más pesado, como si el mundo se hubiera reducido a este momento entre los dos.
―Estaba yendo a casa― dijo, su voz baja y ligeramente áspera, como si él también estuviera cansado―, pero no quería pasar otra noche sin ti Leía.
Sus palabras me golpearon con una mezcla de sorpresa y calidez. Me quedé quieta, apoyada contra el marco de la puerta, mirándolo fijamente mientras él daba un paso hacia adelante. Su mirada no se apartaba de la mía, y en ella pude ver algo que me desarmo.
Sinceridad.
Vulnerabilidad.
―Quiero dormir contigo― añadió, su voz ahora más suave.
Durante un instante, no supe qué decir. Las palabras se atascaron en mi garganta mientras mi pecho subía y bajaba con una respiración inestable. Después de la oficina, esto no era algo que había anticipado. Pero tampoco era algo que no deseara.
Adrián no hizo amago de entrar. Simplemente se quedó ahí, esperándome, dándome el espacio que sabía que necesitaba. Era tan propio de él: fuerte y firme, pero siempre dejándome elegir.
Y elegí.
―Entra― murmuré finalmente, dando un paso atrás para dejarle espacio.
Adrián cruzó el umbral, pero no me tocó. No intentó besarme ni decir nada más. Solo dejó su chaqueta sobre el perchero y se giró para mirarme otra vez, su expresión tan tranquila que me hizo sentir segura.
―Gracias― dijo, como si mis pocas palabras hubieran sido todo lo que necesitaba escuchar.
Lo miré durante un segundo más antes de darme la vuelta y caminar hacia la sala. Sentí cómo me seguía, cómo sus pasos resonaban suaves detrás de los míos, y de repente, el apartamento ya no se sentía tan grande ni tan vacío.
Me senté en el sofá, y él hizo lo mismo a mi lado, con el suficiente espacio entre nosotros para que pareciera casual, pero lo suficientemente cerca para que su presencia me envolviera como una manta cálida.
Nos quedamos así un momento, en silencio, sin la necesidad de llenar el aire con palabras vacías. Adrián no preguntó si estaba bien. No intentó arreglarme ni me presionó para hablar. Simplemente estaba ahí, y eso fue suficiente para que mi corazón empezara a calmarse.
Cerré los ojos por un segundo, dejando que la quietud se asentara en mí. La soledad que había sentido hacía solo unos minutos parecía ahora un recuerdo lejano.
Adrián se inclinó hacia atrás, poniéndose más cómodo, y sin decir una palabra, extendió su brazo sobre el respaldo del sofá, lo suficiente para que mi hombro quedara a su alcance si decidía acercarme. Era una invitación silenciosa.
Y, por primera vez en mucho tiempo, acepté. Me acomodé suavemente contra su costado, sintiendo cómo su brazo se acomodaba a mi alrededor, firme y protector.
― ¿Mejor? ― susurró, su voz tan cerca que pude sentir el calor de su aliento.
Asentí, dejando que una pequeña sonrisa se dibujara en mis labios.
―Sí. Mejor.
Adrián no dijo nada más. Solo me sostuvo con esa seguridad que solo él sabía darme. En ese instante, por primera vez en toda la noche, me sentí en paz.