Adrián
Dormir con Leía era... no, no había palabras adecuadas para describirlo. Quizás las había, pero evitaba buscarlas porque sabía que acabaría sonando desesperado, tal vez hasta ridículo.
Sin embargo, con ella sobre mi cuerpo, con su cabeza descansando en mi pecho, la calidez de su piel filtrándose en la mía, y el peso ligero de su respiración acompasada contra mi clavícula, sentía que estaba tocando una versión terrenal del paraíso. Su suavidad parecía hecha a medida para mí, como si cada curva, cada línea de su cuerpo hubiera sido moldeada para encajar perfectamente en el mío.
Esto era la perfección absoluta.
No sabía si me había cruzado con algo igual antes, pero de una cosa estaba seguro, nunca lo había sentido así.
Cuando me fui de la casa de mis padres anoche, la intención era irme a casa. Había repetido en mi cabeza que darle espacio era lo correcto. Que ambos necesitábamos procesar lo que estaba pasando, tomarnos un respiro para reflexionar. Pero algo me detuvo, algo más poderoso que la lógica o el sentido común: el deseo de estar cerca de ella.
Leía tenía esa habilidad peculiar, la de derribar cualquier muralla que intentara construir entre nosotros, y ahora, aquí estábamos.
Había dicho que esperaría, que no quería solo los fragmentos de ella, las versiones edulcoradas y medidas que ofrecía al mundo y mí. Había prometido que no me conformaría con menos que su todo, pero, mientras mi mano se deslizaba suavemente por su espalda, siguiendo la curva de su columna, entendí algo. Querer a Leía no era algo que pudiera fragmentarse en "si" o "cuando".
Quería a Leía aquí y ahora.
La atraje un poco más hacia mí, como si con eso pudiera acortar una distancia que, en realidad, no existía. Mi brazo se tensó alrededor de su cintura, ansioso por sentirla más, por retenerla incluso en el sueño. Su cabello, esparcido sobre mi pecho, tenía un aroma delicado, un rastro de lavanda y algo dulce que no sabía identificar pero que ya sentía como algo mío.
Mi otra mano se quedó quieta en su mejilla, trazando con la yema de mis dedos pequeños círculos invisibles. Cada gesto era una forma de reafirmar lo que estaba claro en mi interior, no tenía idea de hacia dónde nos estaba llevando esto, pero no quería renunciar a ello por nada del mundo.
En algún momento, la somnolencia me alcanzó, pero antes de ceder del todo, me prometí algo.
Lo que sea que estuviera pasando entre nosotros, no iba a dejarlo ir. No importaba lo que complicado que fuera. Ella valía cada segundo de lucha.
Y con ese pensamiento, me dejé llevar, rodeado por su calor, su presencia y una sensación extraña pero inconfundible de pertenencia.
Cuando desperté, la cama estaba vacía. Miré la hora en mi teléfono, seis de la mañana.
El inconfundible aroma a café llegó enseguida, tirando de mí hacia la realidad. Me levanté y caminé adormilado hacia la sala. Allí estaba ella, en la cocina, aún en pijama, con el cabello recogido en un moño que parecía más desordenado que intencional.
Adorable.
Me acerqué en silencio, y ella no notó mi presencia hasta que mis brazos rodearon su cintura.
―Buenos días, cariño― murmuré cerca de su oído, deleitándome al ver cómo su piel se erizaba bajo mi toque. Esa reacción suya siempre lograba que quisiera estrecharla aún más.
―Buenos días― respondió mientras giraba para mirarme. Sus brazos rodearon mi cuello, y poniéndose de puntitas, dejó un beso suave y fugaz en mis labios―. El desayuno está casi listo.
―Tomaré una ducha― dije, inclinándome para besar la piel suave de su cuello, como una disculpa por apartarme de ella.
―Apúrate entonces.
― ¿Quieres ducharte conmigo? ― sugerí con una sonrisa que sabía que no podría resistir.
Ella se rio, como si estuviera considerando mi propuesta por un momento, pero luego negó con la cabeza.
―Si hago eso, no saldremos más, y debemos estar temprano en la oficina. Anda, hay toallas limpias.
A regañadientes, me alejé de ella, pero no demoré mucho en la ducha. Salí envuelto en una toalla, todavía secándome el cabello con otra. Cuando volví a la cocina, Leía me miró con una chispa de picardía en sus ojos, y por un instante, me pregunté si había cambiado de opinión.
―Tienes un traje limpio en mi vestidor― me dijo, apartando la vista de su café para sonreírme.
―Gracias, cariño.
La última vez que estuve aquí, había dejado un traje porque se había manchado con vino. Ella debió haberlo lavado y preparado para mí, un detalle que me tocó más de lo que me atrevía a admitir.
Entré a su habitación y fui directo al vestidor. Era más pequeño que el mío, pero perfectamente ordenado. Vestidos colgados con precisión, blusas cuidadosamente dobladas, todo en su lugar. Mi mirada se deslizó por los colores y texturas hasta que algo blanco y reluciente llamó mi atención.
Un vestido de novia.
El impacto me golpeó con fuerza, inmovilizándome. Mi mente corrió en círculos, buscando una explicación. ¿Por qué tenía un vestido de novia si me había dicho que estaba sola? ¿Me había mentido? ¿Planeaba casarse?
No sé cuánto tiempo permanecí de pie, mirándolo, incapaz de moverme. Entonces, escuché sus pasos ligeros acercándose. Su perfume llegó antes que ella, llenando la habitación como un vendaval que me arrancó de mi ensimismamiento.
―Adrián, ¿por qué…? ― su voz se apagó cuando me vio.
― ¿Vas a casarte? ― pregunté, incapaz de mantener la calma en mi tono.
La expresión en su rostro cambió de inmediato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y desvió la mirada, como si mis palabras la hubieran atravesado.
El aire entre nosotros se volvió denso, pesado. Di un paso hacia ella, mi preocupación superando cualquier otra emoción.
―Leía, mírame― le pedí con suavidad, aunque mi voz temblaba bajo la tensión―. Habla conmigo, por favor.
Ella apretó los labios, pero no respondió. El silencio era más insoportable que cualquier cosa que pudiera decir.
― ¿Qué significa esto? ― insistí, señalando el vestido con un movimiento brusco.
Sus hombros cayeron, como si hubiera estado cargando un peso invisible que ahora no podía ocultar.
―No sé si estoy preparada para hablar de eso― murmuró Leía, su voz era apenas un susurro.
Su cuerpo estaba tan tenso como el mío, pero no podía apartar mis ojos de los suyos. Había algo quebrado en su mirada, algo que me golpeaba como una ola imparable.
― ¿Hablar de qué? ― insistí, dando un paso más cerca. Ahora estábamos tan próximos que podía sentir el temblor de su respiración.
Ella levantó la mirada y, por un instante, la intensidad de su dolor me paralizó. No necesitaba palabras para entender que estaba enfrentando una batalla interna, pero la incertidumbre dentro de mí crecía.
―Ese vestido…― empezó, y su voz se quebró en el primer suspiro―. Es del pasado, Adrián. No significa nada ahora, pero no puedo deshacerme de él. Es una parte de lo que fui, de lo que me rompió.
No entendía. No podía comprender del todo. Pero su dolor, tan evidente, me desarmaba. La ira y la confusión que había sentido minutos antes comenzaron a desvanecerse, reemplazadas por una urgencia de comprenderla, de sostenerla, de protegerla de lo que fuera que la atormentaba.
―Entonces explícame, Leía― dije, suavizando mi tono mientras tomaba su rostro entre mis manos―. Déjame ayudarte a cargarlo, lo que sea que signifique para ti.
Ella cerró los ojos, y una lágrima rodó lentamente por su mejilla. Verla así, tan vulnerable, partió algo dentro de mí. Se apartó, casi de forma instintiva, y se dejó caer sobre la cama, apretando las manos en su regazo como si necesitara anclarse a algo tangible.
―No quiero que pienses que no confío en ti― murmuró, su voz rota por las emociones contenidas―. Solo… no es fácil.
Me senté a su lado, con cautela, cuidando cada movimiento como si el más mínimo gesto pudiera romper la frágil conexión que manteníamos.
―Estuve en pareja tres años― comenzó, y su voz adquirió un matiz de melancolía que dolía escuchar―. Nos conocimos por casualidad, un mediodía que había salido de la oficina a almorzar.
Una sonrisa triste cruzó su rostro, pero no alcanzó a iluminar sus ojos.
―Congeniamos enseguida, y antes de darme cuenta éramos inseparables. Todo lo que hacía, todo lo que soñaba, era con él.
La escuchaba en silencio, cada palabra suya llenando los espacios vacíos de mi mente con preguntas que no quería hacer.
―En nuestro tercer aniversario, me propuso matrimonio. Fue como tocar el cielo con las manos― continuó, y su voz se quebró levemente―. Finalmente, todo lo que habíamos soñado juntos iba a hacerse realidad. O al menos eso pensé.
― ¿Qué pasó? ― pregunté, casi sin aliento.
―Una tarde teníamos nuestra última reunión con el cura que iba a casarnos, una especie de curso prematrimonial― explicó, con la mirada perdida en un punto distante―. Logan nunca llegaba tarde, pero ese día llevaba media hora de retraso.
El nombre resonó en mi mente. Logan. ¿Dónde lo había escuchado antes? Entonces recordé, la pareja que vimos a la salida del restaurante, el nombre que Leía había escuchado con una mezcla de desconcierto y dolor.
―De repente, un mensajero llegó y me entregó una carta suya― continuó, su voz ahora temblorosa―. Solo decía que no podía casarse conmigo y lo lamentaba.
Mis manos se tensaron, luchando por contener una mezcla de incredulidad y rabia.
― ¿Qué? ― mi voz apenas fue un susurro, pero ella me escuchó claramente.
―Me dejó a cinco días de casarnos, con todo preparado― sus lágrimas comenzaron a rodar sin contención, y el sonido de su llanto desgarró el aire entre nosotros―. Mi boda, mis sueños, mi casa, mi vida… todo se vino abajo. Me destrozó y… había tantos pedazos rotos que pensé que nunca podría volver a respirar de nuevo.
Me acerqué sin pensarlo, tomando su rostro entre mis manos mientras inclinaba mi frente contra la suya. Su dolor era mío ahora, cada palabra suya una daga clavándose más profundamente en mi pecho.
―Estoy aquí, Leía― murmuré, con una intensidad que ni yo mismo reconocía―. No importa lo que haya pasado antes. Lo único que importa es lo que hagamos ahora, juntos.
―Estoy rota, Adrián― confesó, con la voz apenas audible―. Pero intento seguir adelante. Estoy tratando de sanar, y quiero que sepas que todo lo que me pasa contigo, es genuino. No quise dejarte a un lado o no contarte parte de mi historia, solo no estaba lista para hacerlo.
Asentí, sosteniéndola y se aferró a mis brazos, buscando algo sólido, algo que la sostuviera. En ese instante supe, más allá de cualquier duda, que, aunque aún quedaban preguntas por responder y heridas por sanar, no iba a dejarla enfrentar su pasado sola.
La contuve mientras ella derramaba ese dolor que aún la habitaba. Sus lágrimas eran como un río silencioso, imparable, que arrastraba pedazos de su alma rota. Yo no decía nada; no había palabras que pudieran reparar lo que estaba tan profundamente fracturado.
Así que hice lo único que podía, estar ahí.
Con cada sollozo que escapaba de sus labios, mi pecho se apretaba más. Pasé una mano por su cabello, acariciándolo con cuidado, como si el contacto pudiera calmar la tormenta que rugía dentro de ella. Sus dedos se aferraban a mis brazos, temblorosos, como si yo fuera su única ancla en un mar de recuerdos dolorosos.
―Estoy aquí, Leía― susurré en algún momento, aunque no estaba seguro de si me había escuchado.
Finalmente, sus lágrimas comenzaron a disminuir, hasta que solo quedó su respiración entrecortada. Sentí cómo su cuerpo se relajaba contra el mío, agotado por el peso de lo que había liberado. Sus párpados se cerraron, y en cuestión de minutos, su respiración se volvió más lenta, más uniforme.
Se había quedado dormida.
La observé, inmóvil, incapaz de apartar la mirada de su rostro. Aun con las marcas de las lágrimas en sus mejillas, tenía algo increíblemente hermoso. Vulnerable, sí, pero también lleno de una fortaleza que probablemente ella misma desconocía.
Acomodé su cabeza contra mi pecho con cuidado, sin despertarla, y ajusté la manta que estaba a un lado para cubrirla. Su fragilidad en ese momento era un recordatorio de lo mucho que llevaba cargando sola. No podía cambiar su pasado, pero quizás podía hacer que su presente fuera menos solitario.
Miré el reloj en mi muñeca, eran las ocho. Tenía reuniones importantes en la empresa, decisiones que tomar, problemas que resolver. Pero en ese momento, nada de eso importaba.
Lo único que quería era quedarme aquí, sosteniéndola. Que supiera, aunque fuera de manera inconsciente, que no tenía que cargar todo sola, que yo estaba dispuesto a ser el refugio que ella necesitaba.
Pasé el resto de la mañana así, inmóvil, cuidándola como podía. Sus suspiros suaves y el ritmo constante de su respiración llenaron la habitación con una calma que hacía mucho tiempo no sentía. En ese instante, con ella en mis brazos, el mundo exterior dejó de existir.
Y aunque sabía que habría preguntas, conversaciones difíciles y cicatrices que sanar, también sabía algo con absoluta certeza, no la dejaría enfrentar esto sola.
Porque de alguna forma, ella había dejado su cicatriz en mí.
Leía había llegado sin avisar, desarmando mis defensas con cada mirada, cada palabra y cada instante compartido. Y ahora, mientras la sostenía en mis brazos, comprendí que no solo quería estar ahí para ella.
Necesitaba estarlo.
Era un recordatorio de que, incluso en los fragmentos rotos, había belleza.