Capitulo 3

2131 Words
Leía Había pasado la peor semana de mi vida, una que parecía transcurrir en un lugar distante, como si todo esto le estuviera ocurriendo a alguien más. Pero, en realidad, me estaba sucediendo a mí, era yo quien había sido dejada con una nota y todos los recuerdos de lo que creí eran mi vida, reducidos a una caja de cartón. El sábado fue el día más difícil de todos. En lugar de estar caminando hacia el altar para casarme con el hombre que pensaba era el amor de mi vida, me encontraba llevando mis pertenencias a la casa de mi mejor amiga. No tenía otro lugar a donde ir. Mis días de felicidad, mis sueños, ahora estaban desparramados en cajas y bolsas, el resto en un pequeño almacén que alquilé apresuradamente para guardar lo que quedó: muebles que había elegido cuando me mudé, cuadros que alguna vez compré en un mercado y adornaban sala, y los fragmentos de una vida que ya no existía. No para mí, al menos. Era como un golpe en el pecho cada vez que inhalaba, cada movimiento me recordaba la ausencia de su presencia, de lo que pudo haber sido. Todo estaba tan jodido, tan roto, que el simple hecho de despertar en la mañana se sentía como una tortura, movía los brazos, caminaba, comía, pero era como estar en piloto automático, porque si me detenía a sentir, la realidad me aplastaría. Abría los ojos por las mañanas porque no quería preocupar a mamá o a Dakota, que era la mejor amiga que podría haber tenido, pero, que ya no sabía cómo ayudarme. Lo peor de todo era esa sensación de vacío, como si yo misma me estuviera borrando de a poco, sin dejar rastro. Por más que intentara ponerle una sonrisa a mi rostro, los ojos me traicionaban y mostraban lo que realmente estaba pasando, era un infierno que recorría sola, y nadie parecía entender cuán oscuro se volvía cada noche. Me quedé allí, en medio de la sala de Dakota, mirando las cajas que ahora contenían los restos de mi vida, era tan surrealista, tan desgarrador. En este momento debería estar disfrutando de mi luna de miel, aquella que había pagado con la mitad de la venta de mi departamento y que eran un regalo de bodas para él, sin embargo, nada de eso había sucedido. Estaba aquí, intentando enfrentar los pedazos rotos que me había dejado y una realidad en la que todo se había derrumbado y de la que no había marcha atrás. Mi mamá se había ido ayer, volviendo a Los Ángeles a regañadientes. Me había pedido que me fuera con ella por unos días, insistiendo en que un cambio de aire me ayudaría, pero había tantas cosas por resolver que no podía ni considerarlo, así que, fingiendo una sonrisa, la acompañé al aeropuerto, queriendo tranquilizarla, aunque ella sabía que, debajo de mi fachada, yo estaba rota. Habíamos pasado la mañana recorriendo algunos apartamentos pequeños que me pudiera permitir, aunque ninguno parecía encajar. O eran demasiado pequeños, o tan grandes que su costo se salía de mi presupuesto; algunos estaban en barrios lejanos o simplemente no me daban esa sensación de hogar que necesitaba ahora más que nunca. Dakota, no se cansaba de repetirme que podía quedarme en su casa todo el tiempo que necesitara, me aseguraba que no debía apresurarme, que no tenía sentido tomar una decisión precipitada. Intenté tomarme su consejo en serio y puse una sonrisa de agradecimiento, aunque el peso de la incertidumbre me apretaba el pecho. Entre la montaña de cosas que necesitaba hacer, al menos había logrado concertar dos citas más para ver otros departamentos la próxima semana. Había que empezar por algún lado, aunque por dentro solo sentía que caminaba en círculos. En medio de este caos, al menos el trabajo se mostró como una red de apoyo inesperada. Cuando llamé para solicitar unos días de licencia, mi jefe, el señor Warner, me contactó personalmente, apenas me preguntó qué pasaba, y ya me encontraba contándole todo, sin filtros. Su voz fue cálida, llena de empatía, y me ofreció toda la ayuda que pudiera necesitar, asegurándome que tomara el tiempo que hiciera falta. Después de seis años de trabajo constante, demostrando mi lealtad y eficacia, fue un alivio saber que mi dedicación no había pasado desapercibida. Era como si en este momento tan oscuro, aquellos gestos de consideración fueran un recordatorio de que no estaba sola. Y la verdad es que no habría sido capaz de concentrarme en el trabajo en este estado. Mi mente estaba en mil partes, luchando contra el peso de la tristeza y el esfuerzo de reconstruirme, las cosas habían cambiado tanto en tan poco tiempo, que no sabía si alguna vez podría recuperar algo de normalidad. Por ahora, respirar y dar un paso a la vez era lo único que podía hacer. ―Hola, nena― me saludó Dakota al entrar en la habitación. Yo estaba de pie, apilando algunas de mis cosas en una esquina, tratando de darle un mínimo de orden a mi pequeño rincón en su casa―. ¿Cómo te fue hoy? ― preguntó, observándome mientras se sentaba frente a mí en la cama. ―Agotador― admití, dejándome caer junto a ella con un suspiro. Sentía el peso de la semana en cada fibra de mi cuerpo. ― ¿No has tenido suerte? ― negué con la cabeza, un poco frustrada. ―Nada de lo que vi me convenció. Pero mañana tengo dos citas para ver apartamentos cerca del trabajo. Con suerte, alguno será habitable. Dakota me miró con esa mezcla de preocupación y cariño que sólo ella podía proyectar. ―Sabes que aquí puedes quedarte el tiempo que necesites, ¿verdad? Esta es tu casa también. La miré agradecida, sintiendo cómo ese apoyo incondicional me ayudaba a sobrellevar el caos de mis días. ―Lo sé, y estoy agradecida, en serio. Eres una amiga increíble. ―Siempre puedes contar conmigo, Leía― dijo, apretando mi mano con fuerza―. Lo importante es que no estás sola. Y ahora… ― sonrió, levantándose―, he pedido pizza y cerveza para nosotras. Esta noche vamos a relajarnos como se debe, porque después de esta semana, definitivamente, nos lo merecemos. ―Eso suena a un plan perfecto― le respondí con una sonrisa genuina, la primera en días. Me levanté y fui hacia la puerta―. Me daré una ducha rápida y luego bajo. Dakota salió de la habitación, dejándome un poco más tranquila. Entré al baño, abrí el agua de la ducha y me desvestí despacio, como si el acto mismo de quitarme la ropa me fuera a liberar de algo más profundo. Al meterme bajo el agua, dejé que las gotas calientes corrieran por mi piel, relajando los músculos tensos y arrastrando algo de la angustia que me oprimía el pecho. Cerré los ojos y suspiré, tratando de encontrar en esa breve paz un alivio que hacía tiempo no sentía. Pero, inevitablemente, mi mente regresó a Logan. No importaba cuánto intentara distraerme, cada vez que cerraba los ojos aparecía su rostro, como si la última semana no fueran más que una cruel pesadilla de la cual iba a despertar. Me preguntaba qué pudo haberle pasado, qué hizo que se alejara de mí de esa forma, sin darme ninguna explicación. La última vez que hablamos estábamos haciendo planes para la boda, y luego... nada. Simplemente se esfumó, dejando tras de sí el vacío de la incertidumbre. Quise gritar, liberar la frustración contenida, pero me contuve, apretando los puños bajo el agua. Sabía que era inútil intentar encontrar respuestas cuando él mismo se había encargado de bloquearme de su vida, su teléfono estaba apagado, me había bloqueado en todas sus redes, y sus padres tampoco querían decirme nada. Era como si el hombre con el que iba a casarme nunca hubiera existido. Apagué la ducha y me envolví en una toalla, tratando de calmar mis pensamientos. Me sequé y me puse un conjunto cómodo para la noche, antes de bajar al comedor, al llegar, me encontré a Dakota abriendo cajas de pizza, repartiendo tres enormes para las dos, acompañadas de seis botellas de cerveza que brillaban en la mesa. ―Te tomaste muy en serio eso de relajarnos, ¿eh? ― le dije, sonriendo al ver la escena. Dakota me lanzó una mirada divertida mientras ponía dos platos sobre la mesa. ― ¡Obvio! Esta noche es nuestra y vamos a olvidarnos de todos esos problemas, aunque sea por unas horas. Nos sentamos y, entre rebanada y rebanada, comenzamos a charlar de cualquier cosa que no fuera Logan o mi situación. Dakota se las arreglaba para hacerme reír, recordándome anécdotas absurdas de nuestro periodo en la universidad, etapa que ninguna de las dos pudo terminar, o contándome historias de su trabajo, incluso imitaba a algunos de sus compañeros para hacerme sonreír. A medida que la noche avanzaba y las botellas de cerveza se iban vaciando, sentía que la carga que llevaba en los hombros se hacía un poco más ligera. Y aunque sabía que el dolor seguía ahí, latiendo bajo la superficie, por primera vez en días pude respirar sin que el peso de los recuerdos me aplastara. Esa noche, mientras reíamos y compartíamos historias, supe que, con Dakota a mi lado, podría enfrentar cualquier cosa, incluso este dolor que aún no lograba comprender del todo. Cerca de la medianoche, y con Dakota ya fuera de combate después de haberse tomado sus tres botellas de cerveza, me encargué de limpiar todo. Reuní los platos, guardé lo que sobró de la pizza y lavé los vasos y cubiertos que habíamos ensuciado, al terminar, apagué las luces de la cocina, dejando la casa en penumbras, y me dirigí a la habitación que estaba ocupando. Una vez allí, me lavé los dientes y me mojé la cara, todo en silencio. Cuando apagué la última luz y cerré la puerta del baño, la oscuridad y el silencio me rodearon como una manta pesada. Me metí en la cama, la única constante en estos días de caos, y tomé mi teléfono de la mesita de noche, la pantalla brilló en la oscuridad, fría y vacía. Ni un mensaje, ni una llamada perdida. Era solo un silencio profundo, el mismo que me perseguía desde que él se fue, tan denso que dolía. El silencio se sentía más pesado en la soledad de la noche, como si todos los pensamientos y emociones reprimidos durante el día se desataran de golpe en mi mente. Por más que lo intentara, no podía dejar de preguntarme cómo alguien podía desvanecerse de esa manera, dejando atrás a quien había prometido amar. La pregunta me carcomía, retumbando en mi cabeza como un eco constante: ¿cómo se supera algo así? Cada día sentía que me hundía más y más en un pozo oscuro, un vacío al que ni siquiera quería mirar de frente, porque sabía que encontraría más preguntas sin respuestas. Sabía que Dakota estaba aquí para ayudarme, que me ofrecía su apoyo incondicional, pero, al final del día, era yo quien debía enfrentar este dolor, esta falta de explicaciones que me hacía sentir como si la vida se hubiera detenido, hacia una semana atrás. Apreté el teléfono entre mis manos, frustrada y herida. Un leve temblor recorrió mis dedos, una mezcla de ira y tristeza. No me merecía esto, yo no había sido quien había escapado, yo me había quedado, fiel a nuestros planes, a nuestras promesas. Era él quien se había ido sin siquiera una palabra de despedida, él quien había decidido poner fin a lo nuestro, mientras yo quedaba atrapada en una maraña de recuerdos y expectativas rotas. Apagué la pantalla del teléfono y lo dejé de vuelta en la mesita, cerrando los ojos en un intento de encontrar algo de paz. Pero al cerrarlos, solo podía ver su rostro, escuchar su risa en mi memoria, sentir sus brazos alrededor de mí como un fantasma que no se desvanecía. Mis labios se torcieron en una sonrisa amarga. Quizás algún día sería capaz de dejarlo ir, pero esta noche, la herida estaba tan abierta como el primer día. Cubrí mi rostro con las manos, respirando hondo en la oscuridad de la habitación, tratando de mantenerme en pie, aunque fuera solo en mi mente. Sabía que había un largo camino por recorrer antes de poder decir que estaba bien, que lo había superado, pero por esta noche, me conformé con dejarme sentir, con darle a mi dolor el espacio que merecía. Y, en algún momento, con el peso de las emociones sofocando mi pecho, el sueño finalmente vino, llevándose por unas horas el peso de una realidad que aún no estaba lista para aceptar.
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