Leía
Cuando llegué a mi apartamento y cerré la puerta detrás de mí, el peso de la realidad cayó con una fuerza brutal. La caja que Peter me había entregado se deslizó de mis manos y cayó al suelo con un golpe seco, como si simbolizara el impacto de todo lo que estaba perdiendo.
Era el sonido de un corazón destrozado, de una vida partida en dos.
Durante todo el trayecto a casa, mi esperanza había sido hacer sonar el teléfono hasta que él contestara, hasta que Logan dijera que todo esto era un malentendido, que me amaba. Pero una y otra vez, el sonido impersonal del buzón me cortaba la respiración y me llenaba de una desesperación creciente. A la última llamada, ni siquiera dio señal; su teléfono ya estaba apagado.
Así, sin más.
Como si, con el toque de un botón, hubiera borrado nuestra historia, todo lo que habíamos compartido.
El silencio en mi apartamento era ensordecedor, una atmósfera pesada que presionaba sobre mí como si fuera a aplastarme. Cada rincón me recordaba a él, a nuestras promesas, a los planes que habíamos construido juntos, me sentía atrapada en una realidad imposible. Mi mente, incapaz de aceptar que él se había ido sin una explicación, se aferraba a cualquier resquicio de lógica, pero cuanto más intentaba entender, más caótica se volvía mi cabeza.
Me dejé caer en el sofá y me rodeé las piernas con los brazos, como si al hacerme un ovillo pudiera protegerme del dolor. ¿Y ahora qué? ¿Cómo iba a seguir adelante? ¿Se suponía que debía levantarme mañana y pretender que nada de esto había pasado? ¿Caminar por la vida como si no estuviera rota en mil pedazos?
Los pensamientos comenzaron a arremolinarse, cada uno más hiriente que el anterior. ¿Había hecho algo mal? Recordé los momentos en los que Logan se veía distraído, las veces que mencionaba mi carácter, mis ansiedades. Tal vez fui demasiado intensa, tal vez esperaba demasiado de él. ¿Había sido por esos kilos extra que había ganado en el último mes? El estrés me había hecho comer un poco más de lo normal, pero apenas se notaba, o eso creía. ¿Había insistido demasiado en tener una gran fiesta, en detalles que, ahora lo veía, podrían no haber sido importantes para él?
Pero entonces, me vino a la mente la imagen de esta mañana. Estaba feliz, me había mirado con esa intensidad que solía tener cuando me decía que yo era su mundo, me había besado como si no hubiera nada más importante.
Me había hecho el amor, sin prisas, como si fuera la última vez…
Un nudo se formó en mi garganta y las lágrimas comenzaron a rodar sin control. ¿Qué había cambiado en esas horas? ¿Qué pudo haberlo empujado a huir de esa manera? ¿Acaso alguien más lo había apartado de mí? ¿O era que, finalmente, había dejado de amarme?
Las preguntas martilleaban mi cabeza, cada una más dolorosa que la anterior. Pero, sobre todas ellas, una idea se mantenía firme, yo me merecía una explicación.
La noche se había deslizado sobre mí como un manto helado y, aunque sabía que el tiempo avanzaba, yo seguía congelada en el mismo lugar, atrapada en el sofá como si me hubiera convertido en parte de él. No era capaz de moverme; cada músculo de mi cuerpo estaba rígido por la falta de voluntad, por la tristeza que me mantenía anclada. Ni siquiera, podía pensar con claridad, apenas podía respirar entre sollozos que parecían interminables.
El silencio de mi apartamento se hacía eco de mi dolor, volviendo cada lágrima en algo insoportable.
Horas después, cuando los primeros rayos del amanecer comenzaron a colarse por las ventanas, sentí la punzada de una nueva realidad golpeando con brutalidad. Había pasado toda la noche así, inmóvil, llorando sin parar, miré el reloj y sentí que estaba atrapada en una especie de distopía, un lugar donde el tiempo se había retorcido y yo había quedado varada en el dolor.
¿Cómo podría ir al trabajo en este estado?
Solo la idea de enfrentarme a la rutina, de pretender que estaba bien, me resultaba imposible. En un impulso de cordura, busqué mi teléfono, mis dedos temblaban mientras marcaba el número del estudio, y cuando la secretaria contestó, apenas pude explicar, con voz quebrada, que necesitaba una licencia por enfermedad.
Mis palabras sonaban distantes, como si fueran de otra persona, la llamada terminó en segundos, pero el esfuerzo me dejó agotada, como si hubiera hecho el mayor sacrificio de mi vida.
Solté el teléfono y volví a hundirme en el sofá, cerrando los ojos mientras el peso de todo me aplastaba de nuevo.
Los párpados me ardían, hinchados y cansados de tanto llorar, cada vez que intentaba respirar profundo, el dolor en el pecho volvía, como si algo dentro de mí estuviera desgarrándose. Ya no sabía si el dolor era algo emocional o físico, pero lo sentía latente, desgarrándome por dentro.
Esto no es una metáfora, estoy muriendo, pensé. Cada sollozo era como un clavo más, hundiéndose en mi pecho.
¿Qué se hace cuando alguien te arrebata los cimientos de tu vida en un solo golpe? ¿Cómo se sigue adelante cuando todo por lo que habías luchado se desmorona de la noche a la mañana? Por primera vez, entendí cómo era sentirse rota, no como algo pasajero, sino como un estado permanente, una verdad que se adhería a cada parte de mí.
Así permanecí, en la penumbra de ese amanecer que solo me recordaba que, para mí, el tiempo se había detenido en ese instante en que Logan se fue.
Me dejé llevar por el sueño, un refugio donde la realidad se difuminaba y me permitía escapar de la crueldad del mundo despierto. Soñé con cosas extrañas y fragmentadas, imágenes borrosas de Logan y yo, riendo y tomados de la mano en algún lugar sin nombre, nos veía juntos, felices, y por un momento me olvidaba de la angustia que había traído su partida.
Pero esos momentos de alivio eran interrumpidos por despertares incómodos. Me encontraba, una y otra vez, en el mismo sofá, en la misma posición, en un lugar donde él ya no estaba.
El dolor volvía, sólido y aplastante, como una presencia que no me permitía descansar.
De vez en cuando escuchaba el teléfono sonar.
La insistencia era constante, pero en mi mente sonaba como un eco lejano, como si no me estuviera llamando a mí, sino a alguien más, a una versión de mí que ya no existía. ¿Y si era Logan? Esa posibilidad flotaba, me tentaba a abrir los ojos, a contestar, pero no tenía fuerzas, cada intento de moverme parecía pedir más energía de la que tenía, como si el esfuerzo mismo de respirar me mantuviera en una neblina pesada.
Después de lo que parecieron horas, me rendí de nuevo al sueño, dejándome caer en un abismo de vacío.
La siguiente vez que desperté, el cielo afuera se teñía de los colores cálidos del atardecer. El tiempo había seguido avanzando, ignorando mi sufrimiento, y yo aún estaba atrapada en ese estado de adormecimiento, intenté levantar la cabeza, pero el dolor era como un martillo, pulsando en mis sienes. Mis ojos, hinchados y secos de tanto llorar, apenas podían mantenerse abiertos.
Era como si todo mi cuerpo se rebelara, como si la tristeza se hubiera infiltrado en mis músculos y huesos, impidiéndome moverme.
De nuevo, me dejé llevar.
Los ojos se me cerraron sin querer, y el cansancio me arrastró otra vez hacia el sueño, como si mi mente y mi cuerpo no pudieran soportar otra cosa que no fuera la oscuridad.
El sonido del timbre insistente me sacó de un sueño intranquilo, casi como si me arrancara de un remolino. Me tomó unos segundos enfocar, parpadeando para aclarar la vista y tratar de ubicarme en el espacio en el que estaba, la cabeza me daba vueltas y el cuerpo me dolía, rígido por la posición en la que me había quedado dormida.
El timbre volvió a sonar, esta vez más fuerte, y la ansiedad me hizo levantarme de golpe del sofá. Tropecé torpemente con las cosas que se habían caído de la caja cuando se me resbalo de las manos anoche, pero logré abrir la puerta, sin saber qué esperar al otro lado.
La cara de mi madre fue lo primero que vi, y detrás de ella, la expresión igualmente desconcertada de Dakota, mi mejor amiga.
Joder, me había olvidado de ir a recoger a mi madre al aeropuerto.
Apenas cruzaron el umbral, sus rostros se transformaron al verme; la preocupación les cubrió el rostro al ver el desastre que seguramente era yo.
― ¿Hija? ― la voz suave de mi madre cortó el silencio, y sin esperar mi respuesta, entró, esquivando la caja en el suelo como si no estuviera ahí―. ¿Qué te pasó?
Apenas procesé sus palabras.
El dolor y el vacío que me habían dejado paralizada toda la noche comenzaron a desbordarse otra vez. Sentí la boca seca y, con un esfuerzo que me quitó lo poco de aliento que me quedaba, solté las palabras que me pesaban como una piedra en el pecho.
―Logan me dejó.
Dicho eso, todo se vino abajo, de nuevo.
Mi voz se quebró y, antes de que pudiera hacer algo por detenerlo, las lágrimas volvieron, incontrolables, mientras me desplomaba en los brazos de mi madre. Su abrazo era lo único estable en ese momento, me sostuvo con fuerza, acariciándome el cabello como cuando era niña y tenía un mal día, mientras Dakota me abrazaba también, rodeándome como un escudo de cariño que, por primera vez en horas, me hizo sentir un poco menos sola.
El silencio se llenó de los sonidos entrecortados de mi llanto y de las suaves palabras de consuelo de mi madre y mi amiga. Cada susurro y caricia se sentía como un ancla, algo que me traía de vuelta, poco a poco, de esa sensación de caída interminable.
Aunque el dolor seguía allí, sus abrazos amortiguaban el golpe, y por primera vez, sentí que tal vez podría sobrevivir a esto.
Tal vez….
Después de un rato, sin soltarme, mi madre me tomó las manos y me miró a los ojos, buscando algo en mi rostro.
―Estamos aquí contigo― me dijo en voz baja, con una firmeza que casi me hizo creerle―. Puedes romperte, que nosotras te ayudaremos a reconstruirte de nuevo.
Dakota asintió, con los ojos llenos de lágrimas, pero tratando de mantenerse fuerte. Sus manos todavía estaban en mi espalda, frotándola lentamente, en un gesto que parecía decir que el dolor pasaría, que ellas no me dejarían enfrentar esto sola.
Y aunque aún me sentía en pedazos, en esa habitación, con ellas, por primera vez en horas pude sentir un rayo de consuelo entre tanta oscuridad.
Dejé que mi madre y Dakota se acomodaran en la sala, y en silencio, me dirigí al baño, sintiendo cada paso como si cargara plomo en los pies. Al abrir el grifo de la ducha, el sonido del agua cayendo fue un alivio en sí mismo, la dejé correr hasta que el vapor llenó el espacio, y con un esfuerzo casi mecánico, me quité la ropa, sintiendo el peso de la tela caer al suelo tan pesada como mi propio ánimo.
Cuando finalmente me metí bajo el agua caliente, me estremecí, pero no de frío.
El calor envolvía mi piel y empecé a sentir, aunque fuera de forma mínima, cómo ese chorro constante intentaba calmar las tensiones acumuladas en mis hombros, en mi cuello, en mi pecho. Pero el dolor seguía ahí, inmóvil, como una piedra en el pecho.
Me recosté contra la pared, permitiendo que el agua cayera sobre mí, y cerré los ojos, deseando que todo esto pudiera borrarse, como si cada gota se llevara una pizca de esa angustia.
Pensé en Logan y, con él, en todas las decisiones que habíamos tomado juntos. ¿Cómo llegamos a este punto? Hace tan solo un día, estábamos riendo, hablando de nuestra vida juntos. El latido de mi cabeza se sincronizó con la punzada de recuerdos, y mientras el agua seguía corriendo, me invadió una ola de rabia y tristeza. Todos los sacrificios, el dinero de la venta de este apartamento que ya no era mío, el viaje que le había comprado de luna de miel y que ahora no era más que una cruel broma... me sentí estúpida y engañada.
Luego, el miedo volvió a apoderarse de mí, dentro de tres días, este lugar dejaría de ser mi refugio. ¿A dónde iba a ir? Este apartamento, tan lleno de recuerdos, lo había conseguido cuando llegué a la ciudad, seis años atrás.
Me ofreció un hogar en mis días de recién llegada, un lugar seguro... y ahora todo eso se había esfumado en cuestión de horas.
Después de lo que pareció una eternidad, cerré el agua y me envolví en una toalla, sintiéndome como si apenas pudiera sostenerme. Me sequé sin pensar realmente en lo que hacía, solo en piloto automático, intentando reunir las fuerzas que me quedaban. Me puse el pijama, el más suave y cómodo que encontré, peiné mi cabello mojado y apliqué un poco de crema en mi rostro, sintiendo el frescor en la piel seca y tirante por las lágrimas.
Al salir, vi que mi madre estaba en la puerta de mi habitación, esperándome. Se acercó y, sin decir una palabra, dejó un vaso de agua y una aspirina en la mesita de noche. Me dio un beso suave en la frente y apagó la luz, dejándome en esa penumbra reconfortante.
Me sentía pésimo por haberla hecho venir y encontrarme en este estado, pero no tenía energía para explicarle, ni siquiera para pedirle disculpas.
Me acurruqué en la cama, el cuerpo pesado, extenuado, y cerré los ojos.
Mañana.
Mañana intentaría encontrar algo de sentido en este caos, buscar alguna salida. Hoy... hoy solo quería descansar, si es que mi mente me lo permitía.
Dejé que mis ojos finalmente descasaran y se repusieran, sumida en el torbellino de pensamientos y emociones que me atormentaban desde el último día. Recordé cada palabra, cada silencio, cada vez que el teléfono sonó sin respuesta, me pregunté si algún día este dolor dejaría de arder y doler tanto, si en algún momento sería capaz de mirar hacia adelante sin sentirme rota.
Quizás, en un futuro aún muy distante, mi corazón sanaría. Pero no ahora, no hoy, y quizás tampoco mañana.
El cansancio y el dolor finalmente me vencieron, arrastrándome hacia la oscuridad, mientras la noche se desvanecía y un nuevo día, inevitable, comenzaba a asomarse.