Leía
Las últimas dos semanas, lejos de la oficina, habían sido una mezcla de libertad y dolor. Por un lado, me había permitido sentir cada punzada de desilusión, cada rincón de amargura que me había dejado Logan con su abrupta partida, había estado revolcándome en ese dolor, tratando de darle sentido a todo mientras intentaba encontrar un rumbo.
Por otro, había tomado pasos pequeños pero importantes para recuperar el control de mi vida, como organizar las partes de mi mundo que él había dejado desordenadas.
Era increíble cómo la vida podía desmoronarse en cuestión de segundos, como un edificio sin cimientos. Un día estaba ilusionada, imaginando un futuro a su lado, y al siguiente, todo lo que me quedaba era una nota en la que él me explicaba sus razones, si acaso se podía llamar a eso una explicación, y la certeza de que ya no tenía un hogar en el cual vivir.
Sí, estaba enojada.
Enojada con Logan, por supuesto, pero sobre todo conmigo misma. ¿Cómo pude ser tan ingenua? ¿Tan ciega? Lo que más dolía era haber apostado tanto por alguien que, al final, no había tenido el valor de quedarse.
Joder, pero como iba a saberlo.
Pero estaba decidida a no quedarme atrapada en ese enojo para siempre. El primer paso había sido encontrar un nuevo apartamento, pequeño pero acogedor, y relativamente cerca de la oficina, lo cual ya era una suerte en esta ciudad.
Apenas lo había conseguido hacía dos días, y aunque no se sentía del todo como un hogar, me esforzaba por hacerlo mío. Dakota, se encargó de ayudarme con la mudanza y de rescatar algunas cosas del almacenamiento donde había guardado mis pertenencias, pasó todo el fin de semana conmigo, llenando el pequeño espacio con su energía contagiosa, como solo ella sabía hacerlo.
No tenía idea de cómo habría atravesado este proceso sin ella.
Sin embargo, al estar sola en el apartamento, la sensación de extrañeza se hacía presente. Era como si estuviera decorando un espacio para alguien más, como si ese lugar perteneciera a una persona que aún no existía en mí, me esforzaba en poner mis cosas, en arreglar los detalles, pero aún me sentía una inquilina en mi propia vida.
Sabía que adaptarme iba a llevar tiempo, y eso me hacía sentir frustrada y vulnerable. Empezar de cero sonaba muy valiente en teoría, pero en la práctica dolía, y dolía mucho.
Ahora, con un vestido cuidadosamente elegido y el cabello arreglado para dar una imagen de fortaleza, me encontraba en el ascensor de camino a la oficina, al último piso. Mientras el elevador subía, mi mente se llenaba de pensamientos encontrados, no era fácil regresar, enfrentar los pasillos que en algún momento había recorrido con una sonrisa sincera, creyendo que tenía el mundo bajo control. Pero ahora tenía que volver a presentarme, a demostrar que, aunque rota, estaba lista para seguir adelante.
Respiré hondo y me obligué a relajar los hombros, alisando con nerviosismo mi vestido y repasando en mi mente cómo debía actuar al llegar. Las puertas del ascensor se abrieron y, en un instante, dejé que mi rostro adoptara la mejor sonrisa que podía reunir, un escudo con el que pretendía ocultar cualquier rastro de inseguridad o tristeza.
Paso a paso, avancé, sintiéndome como una extraña en una vida que hasta hace poco había sido la mía.
Mientras caminaba hacia mi escritorio, saludé con una sonrisa a mis compañeras.
En el fondo, una mezcla de nervios y cansancio me recorría, pero me mantuve firme; no había otra opción. Al llegar a mi puesto, justo enfrente de la oficina del señor Warner, noté que la puerta estaba entreabierta, y a través del pequeño espacio pude verlo organizando unos documentos en una caja. De inmediato me vino un mal presentimiento, pero me lo guardé, dejé mi bolso, tomé mi block de notas y, después de golpear suavemente la puerta, esperé su permiso para entrar.
―Buenos días, señor Warner― saludé con una sonrisa al cruzar la puerta.
― ¡Leía, querida! ― el señor Warner se acercó y me abrazó como si fuera alguien de su familia―. ¿Cómo te encuentras? Deberías haber tomado algunos días más, ¿sabes?
―Estoy bien, quería regresar y ocupar mi cabeza con algo productivo― le respondí, tratando de sonar optimista―. Gracias por el tiempo, realmente lo necesitaba.
―Cuentas conmigo para lo que necesites― me dijo con su tono cálido de siempre, y en ese instante sentí un consuelo genuino. Este hombre había sido un jefe y una figura paterna para mí.
―Gracias, señor Warner.
―Siéntate, Leía. Hay algo de lo que quiero hablar contigo― me indicó con un gesto, y una alarma silenciosa me recorrió. Algo en su tono sonaba serio, y sin quererlo, empecé a imaginar lo peor.
― ¿Ocurre algo? ¿Hice algo mal? ― pregunté con cautela, conteniendo la respiración por si la respuesta era que, después de todo, perdería la única ancla de estabilidad que me quedaba, mi trabajo.
―Oh, no, nada de eso― río suavemente―. Leía, eres la mejor asistente que he tenido. No es algo malo, de verdad― aseguró, y sentí una leve calma―. Pero es una noticia importante, he decidido retirarme.
― ¿Qué? ― la sorpresa me golpeó más fuerte de lo que esperaba, y fue evidente para él. Me miró con una sonrisa que mezclaba calidez y nostalgia.
―Ya es momento, Leía. Elsa y yo hemos hablado mucho de esto; quiero disfrutar mi retiro con ella. Pero no te preocupes, nada va a cambiar para ti. Tu puesto es inamovible. Yo no seré el jefe, pero seguiré siendo el dueño.
Tomé aire, asimilando sus palabras. Sabía lo mucho que significaba para él su esposa y el tiempo juntos, pero la idea de su ausencia en la oficina se sentía extraña.
―Si es lo que usted desea, entonces es lo mejor, señor Warner― le respondí, tratando de sonreír con convicción.
―Así es, querida. Es lo que quiero. Y no tienes que preocuparte, seguirás en tu puesto, solo que ahora el estudio quedará a cargo de mi hijo.
― ¿Su hijo? ― pregunté con interés. Había oído rumores, pero nunca había tenido la oportunidad de conocerlo en persona.
―Sí, Adrián― dijo, y sus ojos brillaron con un orgullo evidente―. Ha estado trabajando en Francia los últimos años, pero ha decidido regresar para hacerse cargo. Será un cambio, pero confío en que podrán colaborar bien. Te necesitará mucho, Leía.
―Cuente conmigo para eso, señor Warner. Haré lo mejor posible, se lo prometo.
―Lo sé― él se levantó de su asiento, y yo lo seguí. Entonces me ofreció un abrazo paternal que, en ese momento, significó mucho más de lo que él probablemente podría imaginar. Parecía un cierre a una etapa segura y conocida.
Justo cuando sentía que podía dejar salir un poco de mi melancolía, una voz cortante, cargada de ironía, rompió el momento.
― ¿Interrumpo? ― la voz pertenecía a un hombre que había entrado en silencio. Era alto, con una elegancia intimidante y una expresión tan firme que parecía esculpida en piedra. Sus ojos, calculadores, se fijaron en los míos de una forma que me hizo sentir como si estuviera bajo examen―. Papá, debo decir que tienes buen gusto, pero― comentó con un tono lleno de sarcasmo―, no sabía que ahora dabas abrazos tan… entusiastas. ¿Qué diría mamá de esto?
Mi respiración se cortó de golpe. Sus palabras eran innecesariamente hostiles, y la mirada que me dirigía no ayudaba a aliviar la incomodidad. ¿Este era Adrián, el hijo del señor Warner?
―No seas insolente, Adrián― le respondió el señor Warner con un tono más severo que nunca―. Ella es Leía, mi asistente, y la mejor que podrías pedir. Espero que le muestres el respeto que tu madre y yo te enseñamos.
Adrián me miró con interés y frialdad, sin ningún intento de suavizar su expresión.
―Así que tú eres la famosa Leía― dijo, acercándose un poco más―. Bueno, yo no soy como mi padre; no soy fan de las demostraciones de afecto ni del drama personal. Así que, si trabajas para mí, espero excelencia― su tono era frío y cada palabra parecía una advertencia―. No tolero llegadas tarde ni problemas personales en el trabajo. Esos detalles se quedan en la puerta.
El deseo de devolverle alguna respuesta mordaz se intensificó, pero me limité a asentir, manteniendo la compostura.
―Entendido― respondí, manteniendo mi tono profesional, aunque una parte de mí deseaba con todas mis fuerzas desaparecer de su vista.
El señor Warner me miró con simpatía, casi disculpándose en silencio por la actitud de su hijo.
―Iré a mi escritorio. Espero poder despedirme antes de que se marche― le dije, y él me sonrió con gentileza.
―Así será, querida― me aseguró, dándome una última muestra de apoyo con su mirada―. Tengo que poner a Adrián al día primero.
Estaba a punto de salir cuando la voz áspera de su hijo, me detuvo de nuevo.
―Tráenos dos cafés, por favor. Negros, sin azúcar.
Tuve que contenerme para no soltar un suspiro exasperado. Asentí con la misma expresión tranquila que había aprendido a mantener en situaciones difíciles.
―Por supuesto― dije, alejándome con paso firme, aunque la idea de tirarle el café en la cara por ser un cretino cruzó por mi mente.
Definitivamente, este era el último cambio que necesitaba en mi vida.
El día transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, como si las horas hubieran decidido acelerarse para darle una despedida digna al señor Warner. Para todos nosotros, él era más que un jefe; era una figura amable, justa y paciente, que siempre tenía una palabra de aliento y un consejo oportuno, su ausencia se iba a sentir en cada rincón de la oficina, y la idea de no verlo al día siguiente, con su sonrisa cálida y su actitud comprensiva, me dejaba una sensación de vacío.
Era otro cambio y no me estaba llevando bien con ellos, desde las últimas semanas.
Al final de la jornada, el señor Warner organizó un pequeño brindis en la sala de juntas, todos los empleados estábamos allí, cada uno compartiendo palabras sinceras y emocionadas sobre el privilegio de haber trabajado con él. Yo me mantuve cerca, observando cómo las personas le agradecían con abrazos y apretones de manos. Él recibía cada muestra de cariño con humildad y gratitud, recordándonos, una vez más, el porqué de su liderazgo tan querido.
Sin embargo, no pude evitar fijarme en Adrián, su hijo y mi nuevo jefe.
Desde un rincón de la sala, él apenas disimulaba el tedio. Se había sentado con el rostro impasible, sin inmutarse ante las palabras emotivas de los empleados ni los recuerdos compartidos en honor a su padre. Cada vez que alguien se dirigía al señor Warner, Adrián revisaba su reloj, como si este evento estuviera quitándole tiempo para algo más importante.
Su desprecio por todo lo que significaba el momento era evidente, y la frialdad en sus ojos contrastaba dolorosamente con la calidez que siempre había caracterizado a su padre.
Antes de que los saludos terminaran, Adrián se levantó sin hacer el menor esfuerzo por disimular su falta de interés. Dirigió una breve inclinación de cabeza hacia su padre y, sin decir una sola palabra, abandonó la sala, observé cómo se alejaba, mi mente atrapada en una mezcla de incredulidad e indignación. Me resultaba incomprensible que alguien pudiera ser tan insensible en una ocasión tan especial, y menos cuando se trataba de su propio padre.
Sentí un nudo en la garganta al darme cuenta de que el día siguiente sería el primero de muchos sin el señor Warner, y peor aún, con Adrián en su lugar. Me obligué a apartar esos pensamientos, recordándome que necesitaba este trabajo más que nunca, aunque todo en mí quisiera irse detrás del señor Warner y dejar a su hijo lidiar solo con su frialdad.
Pero la realidad era otra, y por más desagradable que fuera mi nuevo jefe, no podía permitirme renunciar.
Mientras los demás seguían charlando, me quedé en silencio, sosteniendo mi copa de espumante y recordando los buenos momentos que había compartido con el señor Warner. Él había sido un mentor para mí, y la sensación de pérdida se intensificaba a medida que el ambiente se llenaba de risas y despedidas.
Aunque todos trataban de mantener el ánimo, yo sentía una mezcla de tristeza y anticipación a lo que estaba por venir.
Suspiré profundamente, intentando mentalizarme, "esto va a ser difícil", pensé.
Adrián Warner iba a ser un desafío, de eso no me quedaba la menor duda. Sabía que, con esa actitud distante y soberbia, cada día junto a él sería un recordatorio de que trabajar para alguien tan insensible podía ser un infierno.
Pero, al menos por esta noche, decidí guardar ese pensamiento y brindar una última vez por el mejor jefe que había tenido.