Narra Camille:
Un chorro de agua fría es derramado sobre mi cara y me despierto sobresaltada, creyendo que es que me estoy ahogando. Sin embargo, al darme cuenta de que todavía estoy en mi cama, por un instante, creo que se trata de una pesadilla, pero no, el agua helada es demasiado real como para tratarse de un sueño. Con la mirada, busco al culpable de esta hazaña y para mi sorpresa, me encuentro al tonto de Richard de pie frente a mí, mirándome con desagrado.
—¡Pero qué demonios le pasa a usted! —grito, fuera de mí, al ver su atrevimiento.
—Hay que ver que para ser usted una señorita tan fina, duerme como un oso. Si hasta estaba babeando —me acusa como si estuviera verdaderamente asqueado, señalándome con un dedo.
—¿Qué está haciendo aquí? ¿Quién le ha dado permiso de entrar a mi habitación? —pregunto, mientras me cubro con la sábana. La verdad es que no es la primera persona que me dice que duermo con la boca abierta, pero no me importa viniendo de él. Lo que sí me incomoda es que estoy casi desnuda frente a él y por más que intente disimular, sus ojos me miran las piernas desnudas con avidez. Generalmente duermo con una camiseta enorme y sin ropa de interior, cosa que no necesito que él sepa. —No creo que mi padre le haya asignado eso también —le recrimino.
Se da cuenta que estoy refiriéndome a la manera en que me mira y ruega los ojos con desprecio.
—Qué más le gustaría a usted, señorita, pero debo decir que no he venido por ello. Bastante mujeres tengo para que calienten mi cama. Son las cinco en punto, hora del ordeño. Así que, mueva su trasero a los establos, porque pienso obedecer al pie de la letra lo que ha dicho su padre, y, si mal no recuerdo, le toca hacer la mitad del trabajo de campo.
Sin esperar repuesta de mi parte, se marcha y me deja sola, mojada y enfadada. Verdaderamente este tipo es una piedra en el zapato. Tan guapo y tan abominable al mismo tiempo. Mientras se aleja, lo miro con desprecio y espero que ya se haya ido para levantarme de la cama. Del armario saco un par de tejanos y una camiseta blanca manga corta.
De pronto, los recuerdos de toda mi niñez y juventud me abruman uno tras otro. Era mi hermano quien solía despertarme siempre que íbamos a trabajar juntos y aunque yo odiaba madrugar, me hacía mucha ilusión levantarme a trabajra con él. Tristemente, este no es el caso, y aunque bien mi enemigo cree que voy a amedrentarme, no tiene ni idea de qué estoy hecha.
Tras lavarme la cara y con mis botas puestas, bajo hacia el establo y me dirijo al corral de las vacas. En silencio, tomo un cubo y me dispongo a empezar a trabajar. Si alguien me hubiera dicho hace tres días que estaría de regreso en los corrales, habría dicho que se trataba de un chiste de mal gusto, pero no, aquí estoy, en mis viejos hábitos, en la vida que nunca creí que pasaría.
—¿Necesita que le explique cómo se hace? —dice en tono de burla, pero niego con la cabeza.
—No soy tan idiota como cree, señor Green. Haga lo suyo que yo hago lo mío —le espeto, molesta.
Sin más, me pongo manos a la obra, molesta con él, con mi padre y con su tonta idea de tenerme aquí después de haberme rehusado a seguir su legado. Lo estoy haciendo para demostrarle a él y a mi misma que nadie me va a quitar mi herencia, pero eso no significa que lo haga de buena gana.
—Así no va a sacarle nada de leche a la vaca, señorita McField. Déjeme le muestro.
Sin pedir permiso, se me acerca y se coloca detrás de mí apoyando su firme pecho contra mi espalda y tomando mis manos con firmeza, hasta guiarla hasta las ubres de la vaca. Por un momento quiero decirle que puedo hacerlo yo sola, que sé hacerlo desde que tenía siete años, pero la verdad es que el contacto con su piel me resulta hipnotizante. De manera rítmica, con sus manos me va guiando para que sepa cómo se hace y nunca me pareció tan sensual un ordeño de vaca. Su fecho firme se mueve al compás de sus brazos musculosos, y de pronto me siento muy acalorada.
—Creo que puedo hacerlo por mi cuenta —susurro al darme cuenta del hilo de mis pensamientos.
Él asiente a mi espalda y se aleja con lentitud mirándome de reojo. Por un instante, lo veo y pienso que es en realidad una buena persona que me está ayudando. Sin embargo, tan pronto abre la boca, me hace cambiar de opinión.
—Más le vale, señorita McField, no queremos que vaya a estropear todo el ordeño con su mala vibra. Solo haría falta que por su culpa las vacas se indispongan y den menos leche.
Inevitablemente ruedo los ojos, dándome cuenta de que he sido una tonta al creer que un tipo como él podrá llegar a ser lo suficientemente civilizado como para ser mi amigo.
—Ahórrese el sermón, señor Green, créame que me las puedo apañar por mi cuenta.
Sin más, me pongo manos a la obra y comienzo a ordeñar como en los viejos tiempos. Para cuando termino, el sol ya ha empezado a rayar y una capaz de sudor me baña todo el cuerpo. Ahí me doy cuenta de que, en la prisa de la mañana se me ha olvidado ponerme ropa interior y la camiseta se me ha pegado de los pechos. Miro a mi alrededor buscando a Richard, intentando escabullirme hacia mi habitación a cambiarme. No está por ningún lado porque se ha ido a cargar la leche al camión que la recoge, así que, dándole unas palmaditas en el lomo a la última res del ganado, me apresuro para ir a la casa.
—¿A dónde cree que va? —pregunta, cuando se cruza en mi camino, mirándome a los ojos.
De inmediato, me ruborizo. Estoy mojada como si hubiera recibido un balde de agua y siento los pechos erectos contra la tela traslucida de mi camiseta blanca, pero no me atrevo a decirlo en voz alta. Mientras tanto, él enarca una ceja, esperando una respuesta.
—Tengo que ir al baño —miento.
—Ja, debe de ser muy tonta si piensa que voy a comerme ese cuento. Apenas el trabajo empieza y no voy a dejarla ir hasta que hayamos terminado.
Entonces, sus ojos recorren mi cuerpo y se dan cuenta de mi apuro, lo que hace que una sonrisa lobuna se extienda en sus labios, lo que me hace enojar.
—¿Y usted qué mira, idiota?
—Nada que no haya visto antes y seguro que mejores —me ofende el descarado.
Estoy a punto de estamparle otra bofetada, pero me controlo, apretando muchos los puños lo que le provoca otra carcajada.
—Quítese de mi camino, o no respondo.
Él se queda en el medio, pero finalmente cede y se aparta para dejarme pasar.
—Le espero aquí, señorita. Ese estiércol no se apaleará solo —me grita a medida me alejo, y yo, sin contenerme, levanto la mano y le saco un dedo en un gesto muy obsceno para una señorita, lo que genera otra carcajada de su parte.