El pasado
Narra Camille:
El timbre del teléfono resuena por toda la casa a mitad de la noche, irrumpiendo el silencio sepulcral en el que todo está sumergido. Soy la primera en despertarme y veo en mi reloj de la mesita de noche que es casi la una de la madrugada. ¿Quién podría llamara a estas horas? Me bajo de la cama y, en calcetines, todavía medio dormida, desciendo las escaleras para ver de quién se trata. Al llegar al vestíbulo, me encuentro a mi padre de pie junto al sofá, con el teléfono en la mano, pegado a su rostro, de espaldas a mí. Se nota que también estaba dormido, a diferencia de otros días que trabaja hasta muy tarde, pero ha llegado antes que yo. Tiene el cabello revuelto y está en pijamas.
—¿Papá? —lo llamo con curiosidad, esperando que me diga de quién se trata.
Me acerco hasta quedar frente a frente y en su cara hay un gesto de dolor indescriptible. Pareciera que ha visto un fantasma. Tiene el semblante pálido y los ojos abiertos de par en par. Mi primera reacción es preocuparme, pensando que se trata de alguno de los caballos que estará herido o enfermo, lo que no me extrañaría ya que quiere a sus animales como si fueran sus hijos, quizás un poco más. Sin embargo, esta vez es algo mucho más serio, más grave aún.
—De acuerdo, gracias por avisar. Ya mismo iré para allá.
Cuelga, todavía con la mirada perdida, sin hacer contacto visual conmigo, hace ademán de retirarse, pero me le planto en frente, esperando que me responda, incapaz de darme por vencida.
—Papá, dime qué ha sucedido —le pido con las manos en la cintura, ahora más alerta que antes.
—Es tu hermano. Ponte los zapatos, que ya mismo nos vamos al hospital.
Sin dar más detalles, sube la elegante escalera de mármol de dos en dos y en un santiamén, regresa con mi madre, quien tiene la misma cara incertidumbre que yo y nos apresuramos a vestirnos para salir disparados en la camioneta de mi padre.
Samuel es mi hermano mayor. Tiene veinte años y a pesar de ser dos años mayor que yo, a veces se comporta como si fuera él el menor de los dos. Siempre metiéndose en problemas y aún así siempre ha sido el favorito de la casa. Es dulce, alegre y siempre hace que hablar con él sea lo más fácil del mundo. Además, está enteramente decidido a seguir con el negocio de mi padre, contrario a mí, que quisiera dedicarme a otra cosa que no sean los caballos. En realidad, él es con quien único me llevo bien en este lugar. Siento que no pertenezco aquí y eso hace que la relación con mis padres no sea la mejor de todas.
Escuchar que se ha metido en problemas no es nada nuevo. Mi padre está acostumbrado a sacarle de uno que otro lío, pero esta vez, creo que la cosa es distinta, porque si nos ha involucrado a todos, es que debe ser delicado. No solo por la hora, siendo ya casi las dos de la mañana, sino por lo tenso del momento. A mis casi dieciocho, sé reconocer muy bien cuando las cosas marchan mal y este momento es uno de ellos. Anoche me dijo que saldría con algunos amigos, pero quedó de llegar a casa a medianoche, sin embargo, que no haya regresado y esta llamada tan repentina, me hace pensar lo peor.
Mi madre no ha dicho ni media palabra desde que salimos de casa, por lo visto ya mi papá le dijo en la habitación qué ha sucedido o quizá los nervios no la dejan hablar. Sólo cuando llegamos al hospital, la veo lanzarse fuera de la camioneta a toda prisa y correr a urgencias en busca de su muchacho. Mi padre hace lo mismo, dejando el vehículo muy mal estacionado, pero sin importarle nada de eso.
Espero en verdad que se trate de alguna fractura, o un hueso roto y que no sea nada grave, pero debo admitir que nunca había sido algo tan serio.
—Buenas noches, quisiera ver a mi hijo, Samuel McField —pide mi madre con voz temblorosa.
Su cabello castaño está alborotado y sus ojos canela brillan por el miedo. Mi padre, por su parte, apoya su mano enorme en su hombro, sin decir nada más. A diferencia de ella que es esbelta y delicada, él es un poco más robusto, alto y fuerte, propio de su trabajo en el campo. Tiene cabello oscuro y ojos color miel, y a pesar de estar en sus cuarentas, se ven muy bien. Mucha gente dice que me parezco mucho a él, pero creo que soy una mezcla de ambos, por suerte. La enfermera nos mira a todos y en sus ojos se lee el temor por lo que tiene que decir.
—Acompáñenme, por favor —pide, saliendo de su cubículo.
La seguimos con el corazón en un hilo hasta el final del pasillo y cuando lo veo en la camilla, entubado, la cabeza vendada y respirando a través de una máquina, me temo lo peor. Mi madre deja escapar un sollozo al verlo y se aferra a mi padre, incapaz de contener la sorpresa y el dolor. Lo siguiente pasa a una velocidad vertiginosa. Un doctor con una bata blanca nos aborda explicándonos en términos demasiado rebuscados una verdad demasiado dolorosa: ha tenido un accidente y ha salido disparado por el cristal delantero. Todos los golpes los ha recibido en la cabeza y el cuadro es devastador: muerte cerebral.
Nos quedamos en shock ante la bomba que nos ha explotado en las narices y pronto, el llanto comienza a aflorar de mis ojos sin poderlo contener. Mi hermano mayor, mi protector, mi mejor amigo ya no está. El hombre que yace en la cama no tiene vida y es lo más doloroso que he experimentado.
—¡Debe haber algo que puedan hacer! —grita mi mamá, histérica. —¡Tienen que salvar a mi bebé! ¡Es mi bebé! —Solloza con desesperación, pero el doctor niega una vez más. —¡Patrick, diles que tienen que hacer algo! —le pide, golpeando el pecho de su esposo y este la abraza, tan agobiado o más que ella.
—Lo siento mucho, pero ya no hay nada qué hacer. Les dejaré un momento y cuando estén listos, procederemos a desconectarle —informa el doctor.
Sin más, se marcha y mi madre se desmorona en los brazos de mi padre. Los tres nos quedamos viendo a mi hermano, o a lo que queda de él, a través de la pared de cristal, sin terminar de entender cómo la vida de un chico tan joven como él pudo acabar tan pronto. Un silencio se planta entre nosotros y ninguno se atreve a pronunciar en voz alto la realidad devastadora que nos ha tocado. Me seco las lágrimas con las mangas de mi suéter, sollozando amargamente y de pronto me doy cuenta de que mi vida como la conocía ha terminado. Con la partida de Sammy, el rancho OakDale ya no es lugar para mí.