Narra Camille:
En mi rol como empleada/administradora en OakDale, lo primero que decido hacer es un levantamiento por todo el lugar para ver cómo están las cosas y a lo que me enfrento ahora. Después de todo, llevo ya cinco años sin visitar el rancho y aunque bien el señor “no te metas conmigo” pareciera tener las cosas en orden, uno nunca sabe. Además, recuerdo que en mis tiempos mi hermano mantenía cada cosa en su lugar porque si algo le apasionaba era este negocio y sabía, enseñado por el mejor maestro, cómo ser un buen capataz y manejar a los caballos.
Tras cambiarme la ropa por una más cómoda, y haberme puesto las viejas botas de cuero que todavía estaban en mi armario esperándome, me dirijo a los establos en busca de un caballo. El lugar está mucho más limpio y ordenado de lo que esperaba y mis ojos aprueban con agrado los cambios. Por lo que veo, han remodelado el lugar, aprovechando mucho mejor el espacio, porque donde antes había solo cuatro caballos, ahora hay doce. Por suerte, no hay ni rastro del tonto capataz y me alegro de ello, porque no quisiera tener otro altercado, ni rozarme con él de momento.
Solo de pensar en que tendré que lidiar con él y su tonto perro, me pone de mal humor, sin embargo, mi estado de ánimo cambia y una sonrisa se expande por mi rostro cuando, entre los equinos, veo a Rosita.
—¡Hola, bonita! —exclamo al verla y corro a acariciar su frente castaña.
Rosita fue mi regalo en mi cumpleaños número dieciséis, porque, como es ya costumbre en esta familia, todos los miembros deben tener su propio corcel antes de la mayoría de edad. La mía fue Rosita, de quien me había olvidado por completo en mi afán por olvidar todas mis raíces.
La acaricio con cariño y mis ojos se llenan de lágrimas al recordar a mi hermano mayor. Aún puedo escuchar su voz pronunciando el nombre de mi caballo en una clara burla, porque, contrario a su nombre, ella es fuerte, briosa y llena de vida, nada que ver con una flor delicada.
—¿Me extrañaste, guapa? —pregunto, sin dejar de cepillarla y ella me relincha en respuesta.
Es increíble cómo se ha mantenido a pesar del paso del tiempo. Le sonrío con cariño y antes de darme cuenta, le pongo la silla de montar y me subo de un salto sobre su lomo para salir disparada de la escuadra.
Hay cosas que no se olvidan y una de ellas, es montar a caballo. Es prácticamente como andar en bici, que sin importar el tiempo que pase, la agilidad sigue ahí. En lo personal, modestia aparte, soy una excelente ginete. Después de todo, viviendo en un lugar tan aburrido como este, sin amigas y poco entretenimiento, lo único que me apasionaba era cabalgar. Así que le doy rienda suelta a mis viejos hábitos y terminamos galopando a toda prisa por toda la finca. La brisa fresca golpea mis mejillas y siento casi que puedo volar mientras recorro los terrenos de mi padre. Es sencillamente liberador, después de años tratando de huir de este lugar, en realidad lo que hacía era huir del dolor y ahora que estoy de regreso, los recuerdos me abruman y me siento otra vez esa chiquilla de hace años, que lo único que tiene es a su caballo. Rosita no me defrauda, sino que, al contrario, pareciera estar más que deseosa de su carrera y por primera vez en mucho tiempo, me verdaderamente plena.
Al llegar a un arroyo reduzco la velocidad y aprovecho para recuperar el aliento. La carrera me ha dejado sedienta así que me desmonto de un salto y me acerco al precioso riachuelo que hay en mitad de la llanura para beber y darle de beber a mi yegua. Lo hago a confianza, porque sé que el agua es pura y limpia, ya que proviene de un manantial. Por experiencia sé que es lo bastante profundo como para nadar a plenitud, ya que aquí pasaba las tardes de verano. El lugar parece sacado de un sueño. Un sol brillante reina en su zenit, todo está en perfecto silencio, hasta que un grito me hace levantar la cabeza, en alerta. Es de mujer y de inmediato me pongo en alerta, pensando que algo malo le habrá sucedido.
Amarro a Rosita de un árbol y me sumerjo entre los árboles para ver de donde proviene. Hay un par de caballos más adelante y tomo un ramo grueso para defenderme, porque aunque no lo quiera admitir, tengo miedo.
—¡Ya basta! —grita otra vez y es todo lo que necesito para impulsarme, dispuesta a ayudarla.
No obstante, mis ojos se abren de par en par cuando veo que, dentro del agua, está el capataz, el tal Richard, tonteando con una chica que ríe en carcajadas aferrada a su cuello. Según veo, él le está haciendo cosquillas en el cuello mientras los dos juegan como dos críos. Me quedo pasmada ante la escena y sin fijarme, dejo caer el tronco de mis manos y el sonido hace que ambos dirijan la mirada hacia mí.
—Lo siento, no quise interrumpir, es que escuché un grito y pensé que… —mi voz se apaga y un rubor se expande por mi rostro, al estar en una situación tan embarazosa.
—¡No sabía que le gustara espiar, señorita McField! —responde él en tono burlón.
Su comentario me hace hervir la sangre de inmediato.
—¡Ja! Qué más quisiera usted, pero se equivoca. No creo que mi padre le está pagando para que se esté divirtiendo a media mañana —le acuso molesta.
Él se encoge de hombros y la chica me estudia de arriba abajo con una mirada que deja mucho que decir.
—Tengo derecho a una hora de almuerzo y sepa que es mediodía, aunque igual no debo darle cuentas a usted.
—Pues fíjese que sí. Soy la encargada ahora y no voy a tolerar este tipo de comportamientos en horario laboral y menos siendo el capataz. Vístase ya mismo, le espero en los establos.
Sin esperar respuesta de su parte, salgo disparada hacia mi caballo con el espíritu revuelto, extrañamente molesta por lo que acabo de ver. Es un irreverente, desvergonzada y encima, sin ningún sentido de respeto hacia su trabajo. No lo conozco en lo absoluto, pero estoy cien por ciento segura de que este Richard y yo no nos vamos a llevar nada bien.