Las reglas del juego.

1294 Words
Narra Camille: Me sumerjo en la casa, dispuesta a quitarme la mugre y suciedad, airada y ofendida en proporciones similares. Esto era lo último que me faltaba como recibimiento, pienso mientras subo la escalera. Si bien es cierto que sabía que mi regreso a OakDale no iba a ser sencillo, la verdad es que no creí que fuera tan catastrófico desde el inicio y la razón por la que he vuelto no se me hace lo suficientemente fuerte como para querer quedarme. Este tonto, de quien ni siquiera sé su nombre, tiene demasiado humos puestos y eso no me agrada. No sé cómo se hayan dado las cosas en mi ausencia, pero estoy segura de que eso va a cambiar. Sin darme cuenta, he recorrido la casa y solo cuando abro la puerta de mi alcoba y veo el retrato de Sammy y yo en mi fiesta de cumpleaños número dieciséis, descansando en la mesita de noche, trago en seco, ante la ola de recuerdos que se ha desatado. Toda mi vida adulta estuve lejos de aquí con la excusa de estudiar, pensando que lo hacía por mi bien, cuando la verdad es que estaba huyendo de una casa que no hacía más que recordarme que él ya no estaba. Me imagino que, si duro ha sido para mí, mis padres también estarían pasándola muy mal, e incluso peor, al no saber de mí en tanto tiempo. Con mi partida, quería castigarlos y quizás eso hice, pero de una manera muy injusta. Dejo el retrato donde estaba. Mi espacio sigue exactamente como lo dejé. La cama enorme en el centro, en una esquina mi guitarra acústica que solía tocar por las noches en las fogatas que hacía con mi hermano mayor. Todo perfectamente colocado, justo como lo dejé, pero sin un ápice de polvo. Pareciera como si el tiempo se hubiera detenido y hubiera conservado como la última vez que estuve aquí. La culpa me visita, mientras busco entre mi armario algo para vestirme, porque en el fondo sé que mi actitud no ha sido la mejor. Como mi maleta está abajo, tomo lo primero que encuentro: una mini falda tejana y una camiseta que me queda algo ajustada, dado que mi busto ha crecido un poco desde entonces. Me siento incómoda con el atuendo, pero no me queda de otra. Me recojo el cabello en una coleta alta, que por suerte no se ha ensuciado de lodo. Desde mi habitación en el segundo nivel de la casa, contemplo hacia el paisaje de todo el rancho que se percibe desde aquí. Como siempre, las vistas quitan el aliento, pero mis ojos rápidamente se fijan en el sujeto que trabaja en el establo recogiendo heno con mucha fuerza. Debo admitir que el hombre está como quiere. Su piel brilla con el sudor que le recorre todo el cuerpo. Sin darme cuenta, me he quedado embobada viéndole trabajar. Se nota que es de esos sujetos que no tiene miramientos en lo que le corresponde o no, porque él solo se hace cargo del trabajo de dos o tres. Está para comérselo y nada me gustaría más que conocerle, pero a juzgar por nuestro primer encuentro, se nota que es un salvaje. Ahora bien, algo no puedo negar y es que el hombre provoca en mí una sensación extraña que no había experimentado nunca antes. —¿Te gusta lo que ves? —la voz de mi madre me sorprende y me giro, ruborizada y avergonzada a la vez. —Al cuarto, me refiero. ¿Te gusta cómo lo he conservado para ti? Se acerca a abrazarme y yo lo hago en piloto automático, no muy contenga con la manera en que ella y mi padre me han obligado a venir. —Sí, mamá. Gracias por mantenerlo todo en orden. Creí que regresarían en la tarde —comento, mientras nos sentamos en la cama. —Tu padre no sabe estar fuera de este lugar por un día completo, además, vendrán unos clientes a comprar un potrillo y quería estar aquí, además de verte otra vez. Ese último comentario se siente como una espinita en el corazón. Yo también les he extrañado con locura, pero el orgullo, el egoísmo y el miedo me retuvieron en la ciudad durante todos estos años y dedo admitir que, de momento, me siento de la misma forma que me sentía cuando me fui: como una forastera en el lugar que no es mi hogar. —Ya veo. Pues, ya estoy aquí, ustedes dirán qué es lo que debo hacer —comento sin mucho ánimo. —Anda, vamos al despacho, allí espera tu padre. Nos levantamos para bajar al primer piso y comienzo a arrepentirme de haber vuelto, al pasar frente a la habitación que era de Sammy. La puerta está entreabierta y puedo ver que, al igual que en mi espacio, la suya sigue en las mismas condiciones. Mi madre se da cuenta de lo que estoy mirando y se acerca a cerrarla. —Lo siento, pero yo todavía no he podido… —me explica algo compungida. Sé a lo que se refiere, yo también me siento así, rehusándome a dejarle ir por completo. Toma la delantera y la sigo, incapaz de decir nada más. —Aquí están mis mujeres —sonríe papá al vernos. Está sentado detrás de su escritorio blanco y tiene puestas unas enormes gafas de pasta, que le dan un aspecto de hípster, lo que me provoca una sonrisa. —Hola, papá. Aquí me tienes, justo como querías. Me dejo caer en la butaca frente a él y mi madre se queda de pie, a su lado. Ambos se miran como si estuvieran armando algo. —Y no sabes lo feliz que me hace de tenerte. —Pues tú dirás qué tengo que hacer, porque a estar hora se suponía que estaría llegando a Prada —comento con pesar. —En verdad lamento haber arruinado tus planes, pero te necesitamos aquí. —¿Para qué? —pregunto sin terminar de entender —Si ya tienes un ayudante de lo más creído —no logro contenerme y él me mira sin entender, hasta caer en cuenta y soltar una carcajada. —¿Hablas de Richard? ¡Me alegro que ya se conocieran! Ambos trabajarán juntos. —¿Qué? ¡No pienso trabajar con ese patán! Es más, pienso despedirle tan pronto tenga la oportunidad. Él y mi madre se mira con extrañeza, pero finalmente aclara. —No, cariño, Richard es nuestro capataz y el segundo al mando en todo el lugar, es imposible pensar en despedirle. Tú trabajarás con él de la mano, llevarás las cuentas y trabajarás en el campo en partes iguales. Lo miro como si acabara de decir que soy una extraterrestre. —¡Debes estar bromeando! ¿Trabajar en el campo? ¡Pero si soy tu hija! —Con mayor razón, cariño, tienes que aprender a llevar el negocio, porque todo esto será tuyo algún día y así como yo te necesito en la oficina, también hace falta una mano en los corrales. Trabajarás durante un año y te seguiré dando la manutención de costumbre, sólo que ahora será tu salario. Si al fin del año, decides irte, entonces serás libre de hacerlo, pero si te marchas antes, dejarás de recibir mi ayuda y dejaré mi herencia a la caridad. No podría estar más indignada con lo que acabo de escuchar. El muy descarado cree que tengo miedo, pero no tiene ni idea de lo que estoy hecha. Ni loca voy a dejar perder mi herencia, así que le tiendo la mano, mientras me pongo de pie. —Es un trato, jefe. Él me aprieta la mano, con una sonrisa despampanante. —Bienvenida a OakDale.
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