TIEMPO ACTUAL: REINO DE WOLFGARD
Estar en el reino de Wolfgard hizo que el rencor regresara con fuerza al pecho de Ofelia mientras reunía el valor para dirigirse al Rey Acaz. Los recuerdos de aquella fatídica noche, diez años atrás, permanecían intactos. El terror que había aprendido a sentir por los lobos seguía tan vívido como entonces.
—Mi señor... —su voz sonó suave, pero con cierta valentía mientras giraba para enfrentar al monarca lobo. Sus ojos verdes buscaron en el rostro pétreo del rey algún indicio de culpabilidad, alguna señal que confirmara sus sospechas sobre la participación de Acaz en la masacre que destruyó su vida—. ¿Ha ido al reino de los Fae? Recuerdo que hace mucho tiempo ocurrió algo terrible en ese reino —decía ella como si nada —¿Usted estuvo ahí esa vez? —preguntó Ofelia porque no soportaba la curiosidad.
—No —la respuesta cortante de Acaz cayó como un témpano de hielo entre ambos, cerrando cualquier posibilidad de diálogo.
Pero Ofelia no se rindió.
—Oh, comprendo —carraspeó su garganta —¿usted es Rey hace poco, o su reinado ya lleva varios años? Se ve joven… ¿Es mucha osadía de mi parte preguntarle cuantos años tiene, mi señor? —preguntó la pelirroja, sintiendo como el rey Acaz gruñó como respuesta.
—Muchas preguntas. Silencio.
Ofelia se encogió de hombros y las preguntas que ardían en su garganta quedaron silenciadas cuando finalmente le prestó una total atención a la imponente vista que se alzaba ante ellos. El reino de Wolfgard se desplegaba como un tapiz viviente de naturaleza y arquitectura. Los árboles centenarios eran altísimos, con sus copas rozando el cielo como antiguos guardianes del reino. La vegetación exuberante se entrelazaba armoniosamente con las construcciones: casas de piedra gris coronadas por tejas rojas como gotas de sangre sobre la roca, y calles amplias perfectamente empedradas que serpenteaban entre la verdura que los rodeaba.
Pero era el castillo real el que robaba el aliento. Erguido sobre la cima más alta de una las montañas, la fortaleza parecía surgir de la misma roca, como si hubiera sido esculpida por dioses antiguos. Conforme ascendían por el sendero montañoso, el bullicio de la ciudad se desvanecía gradualmente, reemplazado por el susurro del viento entre las hojas y el canto distante del río. La humedad del aire se volvía más densa, llena con el aroma a tierra mojada y musgo.
Un puente sorprendente se extendía ante ellos, y justo al frente del puente, podían ver como una cascada precipitaba sus aguas hacia el vacío, con su melodía tempestuosa ofreciendo una extraña paz en medio de la tensión del momento. Cuando cruzaron el puente, la primera entrada del castillo se alzaba imponente: enormes portones de hierro oscuro custodiados por lobos guardianes que, sin mediar palabra, abrieron paso a su rey.
El contraste fue inmediato al cruzar los portones. Un jardín de ensueño se desplegaba ante sus ojos, con un camino flanqueado por pinos que conducía hacia el corazón del castillo. En la entrada principal, un grupo numeroso aguardaba: la corte real en pleno, vestidos con sus mejores galas, esperando el retorno de su rey.
—¡Mi amor, te extrañé tanto! —El grito agudo rompió la ceremonia del momento cuando ya estaban lo suficientemente cerca de esa corte que aguardaba en la entrada del castillo. Una mujer de porte regio, adornada con una delicada corona, se precipitó hacia ellos apenas el caballo se detuvo.
«¿Mi amor? El rey... tiene una reina, no me lo esperaba, aunque es algo normal», ese pensamiento cruzó la mente de Ofelia solo por ver el porte de esa mujer y la corona que decoraba su cabeza, mientras Acaz desmontaba con movimientos precisos antes de ayudarla a ella, con sus manos firmes en su cintura provocándole un involuntario escalofrío a la Fae.
La reina era una visión de belleza aristocrática. Su largo cabello color azabache caía como seda oscura sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos perfectos dominado por profundos ojos cafés. Su vestido azul noche abrazaba una figura que parecía esculpida por artistas, realzando cada curva con elegancia real.
—¿Quién es esta... campesina? —Las palabras de la reina goteaban desdén mientras sus ojos recorrían a Ofelia de pies a cabeza, como si evaluara una pieza de ganado en el mercado.
Acaz, normalmente tan corto en palabras, se vio obligado a ofrecer una explicación, aunque su rostro revelaba lo poco que le agradaba la situación. Pero tenía que hacerlo… ella era su reina.
—Mi prisionera, la tomé como parte del botín del reino de Altenor—declaró con voz neutra, mientras sus ojos grises evitaban encontrarse con los de su esposa. No porque le tuviera miedo o algo similar, simplemente porque no tenía ganas de mirarla.
Ariana, la reina consorte del rey Acaz, era la princesa del reino de Velaluna, tierra de los mejores hechiceros de todos los reinos, y el lugar donde había nacido la magia antigua. Su matrimonio, celebrado hace apenas un año, había sido una alianza política calculada hasta el último detalle. Sin embargo, después de doce meses de convivencia, el heredero que tanto anhelaba el reino de Wolfgard seguía sin llegar. La razón principal yacía en la naturaleza misma de Acaz, un hombre lobo cuyo corazón parecía tan frío como el hierro de los portones de su castillo, incapaz—o quizás no dispuesto—a mostrar el más mínimo atisbo de calidez, ni siquiera hacia su propia y hermosa reina.
En ese instante, la reina Ariana dio un paso hacia adelante con sus joyas tintineando suavemente con cada movimiento calculado. Sus ojos, afilados como dagas, se clavaron en su esposo mientras una sonrisa forzada jugaba en sus labios pintados.
—Oh, ¿Y qué tiene de interesante esta simple campesina que la tomaste, e incluso la trajiste personalmente en tu caballo? ¿por qué no la echaste en la carroza del botín? —cada palabra destilaba un veneno dulce, y una curiosidad llena de celos que no podía disimular bien.
El rostro de Acaz se endureció al instante luego de oír las palabras de su esposa y reina. Si había algo que el Rey Lobo despreciaba era ser cuestionado, especialmente frente a su corte. Sus ojos grises brillaron peligrosamente mientras respondía:
—Así lo decidí —la sequedad de su respuesta era como un látigo en el aire, cortando de esa manera cualquier intento de prolongar la discusión.
Sin embargo, el momento de tensión fue interrumpido por un alboroto repentino. Uno de los guerreros lobo se acercaba arrastrando a un pequeño niño rubio que se retorcía como una fierecilla salvaje. Jim, con toda la valentía de su corta edad, hundió sus dientes en la mano que lo sujetaba. El lobo, aunque apenas sintió la mordida como un pellizco menor, soltó su agarre más por sorpresa que por dolor, permitiendo que el niño corriera hacia su hermana como una flecha disparada.
—¡Lia! —el grito del pequeño resonó por el patio mientras se aferraba a la falda de su hermana como si fuera su última ancla en el mundo.
—¡Jim! —Ofelia se dejó caer de rodillas, olvidando por completo la presencia de la realeza lupina, y con sus manos temblorosas recorrió el rostro y cuerpo de su hermano, buscando heridas que afortunadamente no encontró. Una sonrisa de alivio iluminó su rostro mientras lo envolvía en un abrazo protector.
Ariana observó la escena con disgusto y curiosidad, mientras sus cejas perfectamente delineadas se elevaban con mayor desdén.
—¿Son dos? ¿Trajiste a nuestro castillo a dos campesinos humanos? ¿Para qué, no entiendo? —la pregunta se escuchó como un desafío a las decisiones del rey.
Acaz simplemente respondió con un revoloteo de ojos que hablaba sobre su hastío ante el interrogatorio… y a su esposa.
—¿Qué hacemos con el mocoso y la mujer, su majestad? —intervino Urías, uno de sus más leales guerreros, con su voz grave rompiendo el momento de tensión entre el rey y la reina.
—Que les pongan las cadenas y las ropas de sirvientes —ordenó Acaz con aparente indiferencia.
—Sí, su majestad —respondió Urías, avanzando hacia los hermanos que retrocedieron instintivamente, como pequeños animales acorralados.
Fue entonces cuando Acaz, ignorando deliberadamente la presencia de su esposa, fijó su mirada en Ofelia, la misteriosa Fae que andaba escondida en ese reino de humanos. Una sonrisa apenas perceptible, pero llena de una mal disimulada intención oscura, se dibujó en sus labios, enviando escalofríos por la espina dorsal de la joven pelirroja.
—La mujer —pronunció cada palabra con deliberada lentitud—, que la marquen con la runa de servicio al rey...
El terror se apoderó del rostro de Ofelia, sintiendo como el color abandonaba sus mejillas sonrojadas mientras la realidad de esas palabras la golpeaba como un mazo.
—¿Marcarme? ¡No! ¡No puede marcarme! —sus gritos desesperados se escucharon en el patio mientras Urías, obedeciendo la orden de su rey, la arrastraba sin contemplaciones con Jim aun intentando morder la mano de su captor con la ferocidad de un cachorro.
—Iré de inmediato, su majestad —dijo Urías sin agregar más.
La sonrisa de Acaz se ensanchó levemente ante los gritos de la Fae, con una expresión que no pasó desapercibida para Ariana. La reina entrecerró los ojos, con su mente aguda procesando la situación.
«Desde cuando una situación así le causa gracia, ¿por qué se ríe?», pensó la reina Ariana comprendiendo que, la runa de servicio al rey no era una marca cualquiera; estaba reservada para sirvientes selectos, aquellos que el rey consideraba dignos de su atención personal. El hecho de que Acaz la hubiera otorgado tan rápidamente a una simple campesina capturada encendió todas las alarmas en la mente de la reina.
«No me agrada esto», pensó la pelinegra con la sospecha arraigándose en su corazón como una semilla venenosa.
—¡Ya deja de morderme, maldito mocoso! —la voz irritada de Urías resonó mientras sacudía su mano, ya que, para el fornido guerrero lobo, las mordidas del pequeño Jim eran más como una molestia que un verdadero dolor.
Y así, el eco de los gritos y forcejeos se fue desvaneciendo cuando ingresaron al castillo, mientras la reina veía con sospecha a su esposo, por alguna razón, no le agradaba lo que estaba sucediendo...