Ofelia y Jim eran arrastrados por los largos y fríos pasillos del palacio, dirigiéndose hacia el área destinada a la servidumbre, mientras que Urías, el lobo guerrero del rey que prácticamente los arrastraba durante todo el camino, perdió la paciencia a mitad del trayecto cuando Jim, en un acto de valentía desesperada, continuaba mordiendo su brazo con toda la fuerza que sus pequeños dientes podían ejercer. Obstinado de ese niño, Urías le lanzó una bofetada a Jim con el reverso de su mano que bastó para lanzarlo un par de metros como si fuera un muñequito de trapo.
—¡Vuelves a intentar algo similar y te volaré todos los dientes de un solo golpe, mocoso! —La voz de Urías hizo eco contra las paredes de piedra con una furia que no logró contener, mientras Jim se sentaba en el suelo tocándose su mejilla lastimada con sus dos manos.
—¡No! —El grito desgarrador de Ofelia atravesó el aire mientras se liberaba con un movimiento brusco del agarre del lobo. Ella se lanzó hacia su hermano, y al instante sus rodillas golpearon contra el suelo de piedra sin importarle el dolor. Jim estaba haciendo un esfuerzo sorprendente por contener las lágrimas, con su mejilla ardiendo en un rojo intenso donde el reverso de la mano del hombre lobo había impactado. Sus ojos, brillantes por las lágrimas contenidas, reflejaban una combinación de miedo y valentía que rompía el corazón.
—¡Te voy a morder más fuerte ahora! —La voz del pequeño tembló con una osadía temeraria que hizo que el corazón de Ofelia se detuviera por un instante. Con rapidez, cubrió la boca de su hermano con sus manos temblorosas, sintiendo como el terror posiblemente blanqueaba aún más su rostro hasta dejarlo casi traslúcido.
—Usted... —La voz de Ofelia emergió como un susurro lleno de veneno mientras sus ojos verdes, brillantes de furia y temor, se clavaban en el hombre lobo que permanecía de brazos cruzados, con su postura arrogante esperando que los hermanos se levantaran —es un cobarde. ¡¿Cómo puede pegarle así a un niño indefenso que es más débil y pequeño que usted?! ¡Es un malnacido, un bastardo! —Sus palabras temblaban con la intensidad de su rabia y con cada sílaba llena de desprecio.
Urías exhaló un suspiro pesado, con sus músculos tensándose visiblemente mientras luchaba contra el impulso de golpear a la mujer. Pero de tan solo recordar la mirada posesiva del rey sobre ella, contenía su ira; sabía que cualquier marca en su piel significaría su propia sentencia.
—Será mejor que guardes silencio —su voz emergió como un gruñido bajo y amenazante—. Eres una prisionera, así que... mejor mantente callada si quieres sobrevivir. Y ese maldito mocoso, si continúa así, no durará mucho en el castillo... el rey te quiere a ti, no a él. Vuelve a hacer otra imprudencia, y se lo damos a los leones.
—¿L-Leones? —La voz de Ofelia se quebró mientras sus ojos verdes se dilataban de terror, imaginando el horrible destino que sugería esa amenaza.
—Las mascotas del rey —una sonrisa cruel curvó los labios de Urías—. Les encantaría carne tierna como la de ese niño...
El terror se deslizó como hielo por las venas de ambos hermanos, provocando que sus cuerpos temblaran incontrolablemente.
—¡No! —El grito de Jim resonó con pánico puro, pero antes de que pudiera hacer más, Urías los levantó a ambos con brusquedad, uno bajo cada brazo como si fueran sacos de grano.
—¡Ahh! —El grito unísono de los hermanos se perdió en los pasillos mientras el hombre lobo los transportaba hacia su destino desconocido.
Después de lo que pareció una eternidad, llegaron a una zona menos ornamentada del castillo. Allí, sentada en un escritorio gastado por el uso, una mujer de cabello castaño oscuro y piel bronceada por el sol que se filtraba por las ventanas estrechas escribía meticulosamente con una pluma. Sus ojos cafés, se levantaron al sentir su presencia. Era una loba beta, y su nariz se movió sutilmente mientras captaba los aromas de los recién llegados.
—¿Humanos? —Su voz contenía curiosidad y desprecio en partes iguales.
—Prisioneros del rey —corrigió Urías con tono cortante—. Ponles ropas adecuadas, pero primero pídeles que se den un baño. La mujer apesta y el mocoso peor, hiede a orina.
Jim de inmediato se sonrojó por la vergüenza.
—¡Me hice en mis pantalones, pero no es así siempre! —protestó Jim con su dignidad herida, justo antes de que Urías los soltara sin ceremonia, provocando que ambos cayeran al suelo con un golpe doloroso—. ¡Ay! —el quejido del pequeño resonó en la habitación.
Ofelia, inconscientemente, comenzó a olerse a sí misma disimuladamente con sus mejillas tiñéndose de un rojo intenso mientras se encogía de vergüenza. No percibía mal olor en ella, pero la simple sugerencia la hacía sentir humillada mientras se incorporaba con toda la dignidad que pudo reunir.
—A ella le pondrás una runa de servicio personal del rey —la orden de Urías cayó como una piedra en el estómago de Ofelia.
La mujer lobo pareció sorprendida, con sus ojos recorriendo la figura de Ofelia de pies a cabeza con nuevo interés.
—¿Será sierva personal del rey...? su majestad nunca ha tenido un siervo personal por medio de una runa ¿Qué lo hizo cambiar de opinión? —La pregunta quedó en el aire porque Urías no respondió y prefirió decir:
—No hagas preguntas —cortó el hombre lobo, aunque era evidente que él mismo no comprendía completamente la orden.
—Comprendo. Los dos son prisioneros, ¿no es así? —La mujer cambió de tema con suavidad profesional.
—Sí, prepáralos. Y ponles las cadenas.
—¿C-Cadenas? —La voz de Ofelia tembló—. ¡No escaparé, mi hermano y yo no escaparemos! —La mentira sabía amarga en su boca, pues su mente ya trazaba planes de fuga.
En su interior, Ofelia acariciaba la esperanza de que, durante la noche, podría transformarse en Fae junto con Jim y escapar volando de esa cueva de bestias. Soñaba con encontrar refugio en algún reino distante, más allá del alcance de las garras de los lobos. Pero las cadenas... las cadenas complicaban todo.
—¿Por qué nos pondrán cadenas? ¿En dónde? Lia, ¿Por qué nos quieren encadenar? —La voz de Jim temblaba con miedo infantil mientras sus pequeñas manos se aferraban a la falda de su hermana.
Ofelia se arrodilló junto a él, envolviéndolo en un abrazo protector mientras sus propios ojos se humedecían.
—Porque somos prisioneros, Jim... —susurró con voz quebrada, tragando con dificultad el nudo en su garganta—. A los prisioneros les ponen cadenas. —Las palabras salieron como una sentencia final, pesadas con el peso de su nueva realidad.
Luego de que su tarea estaba cumplida, Urías se marchó sin más ceremonia, dejando a los hermanos bajo la custodia de aquella mujer que abandonó su escritura con un movimiento deliberadamente lento. El rasguño de la pluma contra el papel cesó, y el silencio que siguió pesaba como plomo en el ambiente. Con movimientos precisos y mecánicos, extrajo una cinta de medir del bolsillo de su vestido beige, el uniforme característico de la servidumbre que había visto mejores días.
Se acercó a Ofelia con pasos medidos, y comenzó a tomar sus medidas con una eficiencia que hablaba de años de práctica. Sus manos frías rozaban ocasionalmente la piel de la joven mientras medía su cintura, altura y busto. Ofelia permanecía inmóvil, como una estatua de mármol, con el miedo corriendo por sus venas como hielo líquido. Jim observaba todo con sus ojos azules dilatados por el temor, siguiendo cada movimiento de la mujer como si esperara que en cualquier momento se transformara en algo monstruoso. Ya no era tan valiente como antes.
El almacén, tallado directamente en la roca del castillo, estaba repleto de estanterías y armarios por todas partes. Ofelia, mientras la mujer trabajaba en silencio, comenzó a comprender que se encontraban en una especie de depósito, un lugar donde guardaban los enseres necesarios para mantener funcionando la inmensa maquinaria que era el castillo. Ella lo comprendió cuando la mujer fue a buscar en una de las estanterías la ropa, luego de que les tomó las medidas, ya sabía que talla era Ofelia y Jim.
—Esto será todo lo que tendrán —declaró la mujer con voz cortante, mientras les entregaba dos mudas de ropa a cada uno. Su eficiencia para encontrar las tallas correctas sugería años de experiencia vistiendo a prisioneros y sirvientes—. Si las rompen, no es asunto mío. —Coronó sobre la ropa de la pelirroja un frasco de jabón líquido que Ofelia apenas logró equilibrar sobre las prendas.
—Síganme —ordenó la mujer, con un tono de voz que no sugería cuestionamientos.
Los hermanos la siguieron obedientemente a través de una puerta al final del almacén que daba paso a un pasillo sumido en penumbras. El aire allí era denso y frío, como si nunca hubiera conocido la luz del sol.
—Lia, aquí hace frío... —susurró Jim, con su pequeña mano buscando la de su hermana como un ancla en la oscuridad.
—Shh, guarda silencio, Jim —musitó Ofelia, apretando suavemente la mano de su hermano.
La voz de la mujer rebotó contra las paredes húmedas del pasillo:
—¿Cuántos años tiene él?
—Cumplirá once años dentro de tres meses... —respondió Ofelia, en un hilo de voz.
—Me podía preguntar a mí, señora, sé cuántos años tengo, no soy un niño tonto —intervino Jim, con su voz infantil llena de una dignidad que no era muy común para su edad.
La nobleza innata de Jim brillaba incluso ahora, como un eco silencioso de su verdadero linaje como príncipe legítimo de los Fae, aunque él mismo lo ignorara. Ofelia había tomado la difícil decisión de ocultarle su verdadero origen, prefiriendo contarle una historia más simple: que eran hadas comunes y sus padres habían muerto en un accidente. Era una mentira que pesaba en su corazón, pero necesaria.
Conocía demasiado bien la naturaleza parlanchina de su hermanito, y el terror que sentía ante la posibilidad de que, en un momento de descuido, Jim pudiera revelar casualmente su identidad como príncipe heredero del reino Fae a los oídos equivocados aterraba demasiado a Ofelia. Un solo desliz, y todo por lo que había luchado para mantenerlo a salvo se desmoronaría.
Era mejor, había decidido, protegerlo no solo del peligro físico sino también del peso emocional que conllevaba su verdadera identidad, evitando llenar su corazón inocente de rencor por un reino que quizás nunca podría reclamar…
—¡Jim, no! —La advertencia de Ofelia cortó el aire.
El niño se encogió visiblemente, pero la respuesta de la mujer fue como un puñal en la oscuridad:
—Lo más probable es que no llegue a los 11 años aquí en el palacio...
El terror se instaló en los ojos de ambos hermanos, pero Jim, tragando saliva audiblemente, se aferró a la falda de su hermana.
—¡Si es porque somos prisioneros, señora, yo sé hacer muchas cosas! ¿Cierto, Lia? ¡Dile, dile lo que sé hacer! —Su voz temblaba con desesperación—. Yo aprendí a hornear, a cocinar, sé lavar, ¡sé hacer muchas cosas! ¡No me voy a morir, no dejaré a Lia sola!
—¿Por qué dice eso? ¿Qué nos espera aquí? —La voz de Ofelia sonaba hueca, como si ya supiera que no obtendría respuesta, mientras luchaba por mantener la compostura por su hermano.
El silencio de la mujer fue su única respuesta.
El pasillo desembocó en una caverna natural donde un lago subterráneo se extendía en la penumbra, con sus aguas oscuras y quietas como un espejo de obsidiana. Jim se tensó visiblemente; con el terror ante el agua profunda era evidente en su rostro pálido.
—¿Tiene tiburones, por eso dijo que me voy a morir? —preguntó Jim con sus ojos saltando entre la mujer morena y la superficie del agua que prometía ser helada.
—No hay nada debajo del agua —respondió la mujer con indiferencia—. Báñense, tienen 5 minutos... me sentaré a esperarlos.
—Gracias... —murmuró Ofelia, comenzando a desvestirse con manos temblorosas.
El agua estaba tan fría como parecía, y Ofelia guio a su hermano con cuidado hacia la orilla, consciente de su incapacidad para nadar. Era una más de las habilidades que nunca había tenido la oportunidad de enseñarle, aunque había sido ella quien le había enseñado prácticamente todo lo que Jim sabía. Y ahora cuando estaban en el agua, Ofelia, con el ceño fruncido, comenzó a reprender a su hermano mentalmente con su conexión Fae.
"Jim, no seas imprudente, ¡Compórtate!" La voz mental de Ofelia resonó mientras ella frotaba el jabón líquido sobre su piel pálida. "Trataremos de buscar una forma de escapar, ya se me ocurrirá algo, pero debes comportarte, imagina que estamos con un nuevo señor... pero este es malvado y... nos encadenará."
"No quiero estar encadenado, Lia, tengo miedo, todo este lugar me da miedo," respondió Jim mentalmente, con sus pensamientos temblando tanto como su cuerpo en el agua helada.
"Yo también tengo miedo, pero... debemos cooperar con el enemigo... pórtate bien, seremos fuertes."
"Sí, seremos fuertes..." respondió el niño, temblando de miedo y frío.