Conforme atravesaban los límites del reino de Wolfgard, el polvo de las calles empedradas se arremolinaba alrededor de los cascos del caballo, y la brisa fresca del lugar desordenaba la cabellera cobriza de Ofelia. Llegó un momento, cuando ya estaban a mitad del camino rumbo al castillo que el rey Acaz se inclinó hacia adelante, acercándose lo suficiente para que solo Ofelia pudiera escuchar sus palabras y con su aliento cálido rozando su oreja le dijo:
—Disimula tu aroma Fae, usa tu magia. Ya —susurró con su voz grave y algo urgente, se notaba que tenía prisa para que ella escondiera el ultimo vestigio que quedaba de su verdadera naturaleza.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Ofelia, erizando cada vello de su cuerpo. El aroma a hada, su propia esencia, era algo que jamás había tenido que ocultar por considerarlo innecesario; era tan natural para ella como respirar. Pero ahora, al pisar por primera vez territorio de lobos, comprendía que el más mínimo rastro de su verdadera naturaleza podría significar una sentencia de muerte, y no solo por ser de otra especie, sino también por varias razones que ella conocía mejor que nadie. Al comprender esto, ella asintió con un movimiento casi imperceptible, consciente de la gravedad de su situación.
Así que, cerrando sus ojos, Ofelia se concentró en establecer el vínculo mental con su hermano pequeño, ese lazo invisible pero irrompible que compartían por ser Faes y además hermanos de sangre:
"Jim, ¿estás bien? ¿No te han lastimado?"
En la caravana del botín, Jim se acurrucaba bajo un tapete raído que apenas lo protegía del frío inclemente de la noche anterior. Al escuchar la voz mental de su hermana, su corazón dio un vuelco de alegría, y la respuesta brotó instantánea en su mente:
"¡Lia, Lia, Lia!" La emoción era evidente en cada repetición del nombre de su hermana, que era prácticamente su madre. "Estoy bien, no me han hecho nada estos lobos feos, pero tengo hambre, me suena la panza y también tengo sed. Oh y me hice pis dos veces, mis pantalones ya se secaron, pero huelo feo."
Ofelia tragó saliva con dificultad, sintiendo un nudo en la garganta. La inocencia en las palabras de su hermano le partía el corazón, pero al menos estaba a salvo. En estos momentos, eso era lo único que importaba.
"Escúchame Jim, tenemos que añadir una capa más a nuestro disfraz."
"¿Cuál capa? ¿Otra capa? ¿Pero para qué si nuestras alitas no se ven y ya no brillamos?”
"Pero los lobos pueden olernos, y saben que olemos a hadas. Repite después de mí, cierra tus ojos y di estas palabras en feérico, debes susurrarlo, no pensarlo, ¿comprendes?”
“Sip, entiendo” respondió Jim y Ofelia sonrió.
“Di después de mi: 'Daham lahab Faehib sehabirab'”
En su escondite entre el botín, el pequeño Jim cerró sus ojos con fuerza, concentrándose en las palabras feéricas que era el lenguaje de las hadas. Al mismo tiempo, las voces de ambos hermanos se elevaron en un susurro apenas audible:
—Daham, lahad Faehib sehabirab…
El efecto fue instantáneo. Un destello efímero, como polvo de estrellas, envolvió a ambos hermanos. Era el característico brillo de las hadas, pero fue tan fugaz que el viento se lo llevó antes de que alguien pudiera notarlo. Sin embargo, Acaz, montado tras Ofelia, percibió el sutil cambio. Sus fosas nasales se dilataron mientras olfateaba el aire, comprobando que el aroma Fae se había desvanecido por completo. Pero algo persistía: ese peculiar aroma a fresas silvestres y lluvia de verano que era únicamente de ella. Un gruñido involuntario escapó de su garganta ante este descubrimiento.
—Listo, mi señor... ahora tengo aroma de humana, y mi hermano también —murmuró Ofelia encogida de hombros, ahí en el caballo.
Acaz permaneció en silencio, pero su quietud era toda la confirmación que ella necesitaba. Aunque tenía una noche conociéndolo, ya mas o menos estaba comprendiendo la extraña personalidad del rey lobo.
Mientras avanzaban por la ciudad real, Ofelia observaba con curiosidad cómo los habitantes se acercaban a saludar a su rey. Acaz apenas respondía con movimientos secos de cabeza, sin dignarse a devolver las palabras de bienvenida. Esta actitud le recordaba dolorosamente a otro monarca que conocía demasiado bien: Evren Celestris, actual rey de Mystralys, el reino de los Fae. Evren no era solo el tío de Ofelia y hermano de su padre, el anterior Rey de los Fae, sino también el usurpador de su trono. Porque Ofelia y su hermanito Jim no eran simples Fae; eran los príncipes legítimos del reino de las hadas.
DIEZ AÑOS ATRÁS: REINO FAE DE MYSTRALYS
El recuerdo de aquella noche fatídica se alzaba como una sombra oscura en su memoria. El golpe al imperio había sido rápido y brutal: el príncipe Evren, hermano del Rey Fae Aldrian, había asesinado a sangre fría a su propio hermano y a su cuñada, la reina, en su ambición por el trono. El caos se había apoderado del reino, y los rumores corrían como fuego salvaje: se decía que el príncipe Evren, con la ayuda de los lobos de Wolfgard, había tomado el reino por la fuerza. Solo quedaba un obstáculo en su camino: la pequeña princesa Ophyria y su hermano menor, el príncipe heredero Jaerion.
—¡Rápido, rápido! —La voz urgente de un caballero leal resonaba por los pasillos mientras guiaba a la aterrorizada niña y al bebé, junto con su nana llamada Darabell.
—¡Apresúrate, Darabell! —gritaba el caballero, mientras la nana intentaba recoger apresuradamente algunas pertenencias esenciales de los príncipes antes de huir por los pasadizos secretos.
—¿Dónde está mi mamá y mi papá? —La voz de Ophyria temblaba, con sus ojos grandes y asustados buscando respuestas mientras corrían por los oscuros corredores. Darabell estrechaba al pequeño Jaerion contra su pecho, intentando mantenerlo en silencio mientras escapaban de la muerte que los perseguía.
—¡Ya están muertos, ustedes son los únicos que quedan, pero eso es bueno, significa que hay esperanzas de tomar el reino y coronar al legitimo rey! —las palabras del caballero se escucharon como cristales rotos en los oídos de la pequeña princesa que, por ser mujer no era la heredera al trono, sino su hermanito menor de apenas 1 año de vida. La voz de Endrian, que era el nombre de ese caballero real, temblaba con urgencia y dolor mientras continuaba—. El príncipe Evren ya se coronó rey y no descansará hasta acabarlos, principalmente al heredero legítimo al trono.
El mundo de Ophyria se derrumbó en ese instante. Sus grandes ojos verdes, característicos de la realeza Fae, se inundaron de lágrimas mientras su mente infantil de 10 años intentaba procesar la brutal verdad: sus padres habían sido asesinados, ya no los vería nunca más, y además tenía mucho miedo, eso era lo único que pasaba por su cabecita. El terror se apoderó de cada fibra de su ser, y el peso de la responsabilidad por su hermano pequeño cayó sobre sus hombros como una manta de plomo a pesar de su corta edad.
La huida fue desesperada. Los cielos nocturnos, normalmente un refugio natural para las hadas, estaban plagados de vigilantes. Sus alas, capaces de llevarlos lejos en cualquier otra circunstancia, ahora eran inútiles bajo la amenaza de ser detectados. Y por tierra, las sombras de los lobos de Wolfgard acechaban en cada esquina, siendo los secuaces de esa injusticia egoísta de un príncipe hambriento de poder.
El caballero llamado Endrian se movía como una destreza sorprendente en la retaguardia. Su espada forjada con el mejor hierro de hadas se movía con destreza en el aire nocturno, dejando estelas de luz mágica mientras segaba las vidas de los lobos que osaban acercarse demasiado. Su habilidad era testimonio de años de entrenamiento en la guardia real, siendo cada movimiento preciso y letal, protegiendo así a los últimos herederos del trono legítimo. Su armadura plateada y sus alas traslúcidas lucían etéreas a la vista, mientras su largo cabello castaño ondeaba en una cola de caballo alta, típica de los caballeros Fae.
Finalmente, luego de haber cruzado el pasadizo que pensaban estaría solitario, llegaron donde aguardaba un caballo blanco, con su pelaje brillando como plata líquida bajo la luz de esa noche despejada. Con movimientos rápidos pero gentiles, el caballero montó a la nana Darabell y los dos niños, luego siguió él. A pesar del espacio limitado, los cuatro se acomodaron en el lomo del animal —Endrian, Darabell, la princesa y el príncipe heredero que iba en los brazos de su nana—, como si el destino mismo hubiera dispuesto que ese noble corcel fuera su última esperanza.
De esa manera, galoparon a través de la noche, con el castillo ardiendo a sus espaldas, al mismo tiempo que la batalla entre leales y traidores teñía el cielo de rojo sangre. Sin embargo, el destino tenía otros planes para esta fuga desesperada. Al aproximarse a las murallas del reino Fae, descubrieron que sus enemigos los esperaban, como lobos acorralando a su presa.
Darabell, la nana, intercambió una mirada significativa con Endrian. En sus ojos brillaba una valentía feroz mientras desmontaba ágilmente. Con movimientos experimentados pero temblorosos por la urgencia, tomó al pequeño príncipe Jaerion y lo aseguró contra el pecho de Ophyria, utilizando una manta para crear un arnés improvisado.
—¡Princesa, siga usted con el caballo, ni se le ocurra volar, el cielo estará vigilado! ¡Endrian y yo nos encargaremos de limpiar el camino para que nadie nos siga! —La voz de Darabell, normalmente dulce como cuando cantaba para hacerla dormir, ahora resonaba con autoridad y urgencia.
—¡No, nana, ven conmigo, apenas aprendí a andar a caballo hace unos meses, tengo miedo, no soy muy buena! —suplicó Ophyria con las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas mientras sentía el peso cálido de su hermano contra su pecho.
—No hay tiempo —cortó Darabell, mientras Endrian ya había desenvainado su espada, haciendo que el metal brillara con un resplandor sobrenatural mientras su magia Fae fluía a través de ella. El caballero ya se enfrentaba ahora a rostros conocidos, compañeros de armas que hasta hace apenas un día compartían risas y entrenamientos, ahora se habían convertido en enemigos por su lealtad al príncipe usurpador y a los lobos traicioneros del reino de Wolfgard.
—¡Le prometo que la alcanzaré, usted es una niña muy capaz, no tema, vaya! —fueron las últimas palabras de Darabell antes de dar una fuerte palmada al caballo, enviándolo galopando hacia la noche. La nana desplegó sus alas, que brillaron como cristal pulido bajo la luz de la luna, elevándose para unirse a la batalla que les daría a los príncipes la oportunidad de escapar.
Ophyria, con el corazón desgarrado y las mejillas empapadas en lágrimas, se aferró a las riendas y a su hermano mientras el caballo los llevaba lejos del único hogar que habían conocido. Durante esa noche tumultuosa cabalgó sin detenerse, y cuando llegó el amanecer, esperó. Esperó el día siguiente, y el siguiente a ese, sus ojos escrutando constantemente el horizonte en busca de las figuras familiares de Endrian y su nana.
Pero nunca llegaron.
Y así, lo días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y los meses en años en donde la princesa y el príncipe heredero continuaron huyendo cada vez más lejos. Endrian y Darabell, aquellos que habían dado sus vidas por proteger a los últimos herederos legítimos del trono Fae, nunca más fueron vistos por Ophyria... excepto en sus sueños, donde sus rostros sonrientes y valientes permanecían y ahora, en la actualidad, ella ya no era la princesa Ophyria Celestris, ni su hermanito era el príncipe heredero Jaerion Celestris, desde ese entonces ellos se convirtieron en Ofelia Wood y su hermano en James Wood. Cuando el rey Acaz le preguntó su nombre, ella usó deliberadamente el apellido de su madre —Sungrace— que nunca era considerado entre la realeza Fae, y así pudo pasar en el reino donde en la actualidad, se había convertido en prisionera del rey de cuyo reino, había ayudado a destruir el reinado de su padre…