01. La noche del lobo
«La paz nunca dura demasiado, y menos para mí».
Ese pensamiento atravesó la mente de Ofelia como una daga mientras apretaba a su hermanito contra su pecho, intentando fundirse con las sombras de la cocina. Los gritos de afuera desgarraban la noche como garras invisibles, y el eco de espadas chocando contra espadas se mezclaba con los aullidos de guerra de los hombres lobo.
—No quiero morir, Lia.
—No moriremos no te preocupes, Jim, pero si salimos… nos mataran —susurró cuando sintió a su hermano removerse inquieto bajo la mesa de roble que les servía de refugio.
El pequeño Jim, asintió mirando a su hermana con ojos temerosos. El reino de Altenor, su tercer refugio en veinte años de vida, caía ante sus ojos como un castillo de arena ante la marea. El destino tenía una manera cruel de jugar con Ofelia. Siempre que comenzaba a sentir que había encontrado un hogar, huyendo del peligro, siempre que las pesadillas nocturnas empezaban a espaciarse, los lobos aparecían. Era como si pudieran oler su felicidad, como si la paz fuera un aroma que los atrajera desde la distancia para destruirlo todo.
En esta ocasión, ni siquiera tuvieron tiempo de escapar. El ataque llegó sin previo aviso durante la noche, y ahora, apenas una hora después del inicio de la invasión, las llamas devoraban la ciudad con voracidad desmedida. El humo se colaba por las rendijas de las contraventanas trayendo consigo el hedor de la muerte y los ecos lejanos de una guerra que ya conocían demasiado bien.
—¿Y… si… atacamos, Lía? —murmuró el pequeño Jim, sacando de entre su vieja camisa beige un pequeño cuchillo de cocina. Sus ojos azules ahora brillaban con una valentía que, a Ofelia, o “Lia” como lo llamaba él, siempre la sorprendía —. Si enciendo mi poder, podremos huir luchando.
Ofelia abrió sus enormes ojos verdes con alarma, apartando de su rostro, un rebelde mechón de su cabello color cobrizo.
—No, Jim, nuestro poder no es para pelear —suplicó en un susurro.
El pequeño suspiró, aferrándose a la falda de su hermana mientras se acurrucaban bajo esa gran mesa donde tantas veces habían preparado banquetes para sus amos. Los rizos dorados de Jim se movieron cuando se volteó a mirarla, o al menos la silueta que podía distinguir en la penumbra de su hermana.
—Los amos... —murmuró el pequeño, tragando saliva—. ¿Crees que lograron escapar?
De repente, antes de que Ofelia pudiera responder ambos escucharon unos pasos amenazantes de alguien que venía, y los dos comenzaron a temblar de miedo. Ofelia frunció los labios y ambos debajo de la mesa miraron una sombra la cual se veía amenazante e hizo que la sangre se le helara en las venas.
—Puedo oler su miedo —escucharon de repente —no necesitan esconderse —dijo una masculina voz gruesa.
El intruso se quedó parado justo frente a la mesa; Ofelia y Jim podían ver sus enormes botas desde su escondite. Pero luego, sin previo aviso, la mesa de roble salió volando como si estuviera hecha de paja, revelando a una menuda mujer y un niñito que se abrazaron con más fuerza.
—¡Aaaah! —gritaron Ofelia y Jim, abrazados.
El hombre lobo que apareció ante ellos era la personificación de las pesadillas que atormentaban sus noches: alto, fornido, con una espesa barba oscura y ojos asesinos. Los observó con una sonrisa depredadora mientras olfateaba el aire.
—Ustedes dos... no son humanos —declaró el lobo con sus labios curvándose en una sonrisa que Ofelia no vio, pues mantenía sus ojos cerrados con fuerza.
Jim, quien, a pesar de su corta edad de 11 años, protegía a su hermana mayor, en un arranque de valentía que hizo que el corazón de Ofelia se encogiera, clavó su pequeño cuchillo en el pie del hombre lobo.
—¡Vamos Lia, corre! —exclamó, jalando a su hermana mayor de 20 años, que era prácticamente su madre.
El hombre lobo observó el cuchillo en su pie con diversión.
—Ja, mocoso, ya me las vas a pagar —dijo riéndose mientras se arrancaba el arma como si fuera una astilla molesta—. Como te atreves.
Tres zancadas le bastaron para atrapar a ambos por el cabello.
—¿Que se creen ustedes, par de insectos? —Los alzó con las dos manos como si no pesaran nada y comenzó a olfatearlos —Se irán conmigo. Los llevaré para donde nuestro rey.
—¡Señor no nos mate por favor! —gritó Ofelia llena de miedo siendo arrastrada por aquel hombre lobo.
Al salir del pequeño castillo donde habían servido como siervos durante tres años, el horror de la guerra los golpeó con toda su crudeza. Cuerpos sin vida yacían en las calles empedradas mientras los lobos incendiaban la ciudad, acabando con todo a su paso, sin discriminar entre hombres, mujeres o niños.
—¡Tenga piedad de nosotros! —suplicó Ofelia, sabiendo que no quedaría nada y que su hermanito y ella morirían pronto; la única incertidumbre era el cómo y el cuándo.
El guerrero hizo oídos sordos y los arrastró hasta donde se encontraba un lobo blanco colosal, dos veces más grande que un caballo y manchado de sangre. Estaba ocupado comiéndose a sus últimas víctimas los cuales eran: el rey y la reina de Altenor. Ofelia sintió que sus piernas perdían fuerza al verlo, mientras el pequeño Jim temblaba tanto que se orinó en sus pantalones.
«Moriremos siendo comida de ese lobo», pensó Ofelia con desesperación mientras observaba la escena.
—¡Su Majestad! ¡Su Majestad! —exclamó el guerrero—. Encontré a estos dos, no son humanos, no huelen a humanos... No sé qué sean, se esconden tras esta fachada...
El gran lobo blanco se tensó y al instante una luz roja lo envolvió, transformándolo en un apuesto y fornido hombre de dos metros, como de unos 35 años, de cabeza casi rapada, ataviado con ropas de guerra lujosas. Aquel hombre era el gran rey Acaz, quien se volteó, a mirarlos clavando su mirada de ojos grises penetrantes de inmediato, directamente en Ofelia, ignorando por completo a Jim.
—Acércala —ordenó.
Ofelia al escuchar esas palabras de aquel hombre sentía como sus piernas flaqueaban ya que, aquel hombre lobo era muy intimidante.
«Oh Dios mío, ese hombre… nos va… a matar», pensó Ofelia temblando de miedo.
El guerrero no perdió el tiempo y la arrojó a los pies del rey sin ceremonia alguna.
—Aaah—gritó Ofelia cuando fue lanzada al suelo a los pies del gran rey Acaz.
Este no se molestó en atraparla, dejando que cayera de rodillas frente a él. Ofelia agachada con su mirada baja ante aquel intimidante hombre, sintió cuando él llevó la mano hacia su mentón sujetándolo con rudeza para examinar su rostro. Ofelia del miedo que le tenía, mantenía los ojos cerrados, temblando. Él mirándola fijamente de manera intimidante le ordenó:
—Mírame.
Lentamente, ella abrió los ojos, encontrándose de nuevo con aquel rostro atractivo marcado por esa impresionante cicatriz que comenzaba en su sien, atravesaba uno de sus ojos grises, que sorprendentemente permanecía intacto, y terminaba en su mejilla bronceada. Por un momento, Ofelia se preguntó cómo se habría hecho semejante marca, pero el pensamiento se desvaneció cuando el rey acercó más su rostro al de ella.
Su nariz recorrió su cuello con una lentitud deliberada, subiendo hasta su mejilla, donde su lengua dejó un rastro húmedo que la hizo estremecerse.
«Oh Dios mío»—pensaba Ofelia sintiendo esa lengua en su cuello.
Entonces, los ojos grises del gran rey, la estudiaron durante lo que pareció una eternidad. Vio el cabello rojo de la joven, sus pecas, y sus grandes senos. Observó todo eso en menos de unos segundos con sus ojos fríos y calculadores, mientras su tupida barba castaña rozaba la piel de su mejilla.
—No eres humana, ni tampoco eres una loba... —afirmó después de un largo silencio —Vendrás conmigo—con su mirada intimidante le dijo al guerrero que los atrapó— Mata al niño —ordenó en un susurro.
—Enseguida, su Majestad —respondió el guerrero, cuyo agudo oído había captado la orden.
En ese momento, Ofelia enseguida se llenó de miedo y gritó desesperada:
—¡No! ¡Por favor, no! ¡Es mi hermanito, lo único que tengo! ¡Les diré lo que soy, pero no maten a Jim, por favor! ¡Yo…haré lo que sea con tal de que no le hagan daño!
—¡Hermana! —gritó Jim, asustado.
Sin embargo, el Rey la observó sin emoción alguna en su rostro estoico, y sabiendo que criatura era le dijo:
—Sé lo que eres. Eres… una pequeña Fae.
Fae, así era como los lobos llamaban a las hadas...
Ofelia, asustada tragó profundo y le dijo asintiendo con rapidez para salvar su vida:
—Si, sí señor eso soy. Y… como le dije… haré lo que usted me pida, con tal… de que mantenga a mi hermanito con vida.
Entonces, el intimidante Acaz, mirándola fijamente después de un momento de reflexión, añadió
—Bien. Cambio de orden, el niño y la mujer vendrán. El resto, destruyan todo.
Luego, él se acercó a ella y sobrepasándola con su presencia, se inclinó hacia ella y le susurró:
—Serás mi prisionera, pequeña Fae.