Sin inmutarse ante mi reacción se situó a mi derecha, aún sin soltar la sierra ni la cadena que cargaba al otro lado, las puertas volvieron a juntarse y el sonido de la campanita avisó que ya subiríamos al primer piso. Nos vimos a través del reflejo del metal con la que estaban hechas las puertas, sus grises ojos me mantenían clisada y los míos, marrones y llenos de miedo no dejaban de mantenerse en los suyos. Sentí mareos y la necesidad de respirar, así que forzadamente inflé mis pulmones y exhalé con rapidez, repitiendo el ejercicio torpemente. Mis manos empezaron a sudar, la garganta la sentía seca y mis ojos ardían reclamando aunque fuera un parpadeo. Aquel hombre a quien mi estatura sólo le llegaba a los hombros bajó la vista en el reflejo que la puerta deja