Tres semanas después
Provins, Francia
Tassia
Alguien dijo que no puedes ser lo que no eres, y esas palabras no dejan de dar vueltas en mi cabeza. Es una verdad a gritos, no puedes fingir ser otra persona, ni cambiar tu esencia, porque sería como cortarte las alas, sentirte esclava de las imposiciones, ser una sombra de lo que una vez fuiste, ahogarte en una constante amargura, sintiendo que cada respiración te cuesta un mundo, porque lo más hermoso es ser quién eres, mostrar tu verdadero yo y que te acepten así. De lo contrario, es una estupidez tratar de encajar en un lugar donde no perteneces. Otra cosa es superarte, crecer, mejorar, buscar nuevos propósitos, sin cambiar en el fondo, porque la apariencia es solo una fachada que envuelve nuestra alma.
Yo lo tengo clarísimo desde que tengo uso de razón, no puedes ser quien no eres, tampoco puedes cambiar por unos cuantos imbéciles, también mi madre lo entendía y respetaba mi forma de pensar, incluso no se dio el trabajo de inculcarme sus etiquetas y modales refinados, o más bien se dio cuenta que no tenía caso enseñarme tan sofisticación y elegancia en un entorno tan libre como Texas. Vivía lidiando con vaqueros, sumergida entre animales y bastaba con enseñarme los verdaderos valores para ser una mujer de bien.
Sin embargo, mi tío Paul manipulado por la bruja de Caroline o por sus propios intereses me arrinconó con el pretexto que les debía dinero, para colmo no puedo abandonar el país sin su permiso, ya que sin buscarlo es mi tutor. Si, irónico, absurdo y estúpido, después de que nunca parte de mi vida, es decir contra mi voluntad debo cumplir las malditas cláusulas del testamento de mi abuelo Pierre, pero no significa que iba a ceder a sus exigencias, menos me interesa casarme con un snob, ni que se diga concebir una unión con el estirado de Leroy, así me den mil argumentos como ese día lo mencionó él mismo: “Haz de cuenta que es un contrato de negocios que tiene fecha de vencimiento”. Solo un imbécil haría semejante comparación y hablará de esa manera tan fría del matrimonio, porque a pesar de nunca haber pensado en esa idea, siempre me imagine que el día que fuera al altar sería por amor, sintiéndome en las nubes, enamoradísima de aquel hombre que aún no tiene rostro o en otras palabras como lo hicieron mis padres, entonces jamás contemplare una unión por conveniencia.
En fin, sigo resistiendo a mi manera, me divierto echando a cualquier imbécil que se presenta en la mansión para educarme o mejor dicho me cansé de tanta payasada, porque cada vez es peor. Ya han desfilado varios profesores, desde viejos amargados con sus rostros endurecidos, los sabelotodo e insoportables con su ego de superioridad, y por supuesto no podían faltar los que tienen manos inquietas o sinvergüenzas, quienes han recibido unas cuantas bofetadas por intentar sobrepasarse conmigo. Como en este instante que observo al idiota con nariz de pinocho parado junto a mí en el comedor. Mueve los cubiertos cada uno según su posición, coloca las copas delante de los platos, y se prepara para hacer su movimiento.
–La servilleta jamás en nuestro cuello. Se dobla la servilleta por la mitad y la apertura viendo hacía nosotros, va sobre nuestras piernas. Enderézate y presta atención– señala con su voz de desdén y me quita de un tirón el trapo. Le clavo mis ojos y me ignora.
–¿Y esta cucharita? ¿Por qué debe estar tan solita? –replico con mi voz sarcástica sosteniendo la cuchara y me clava su mirada cansada y de reproche.
Me arranca la cuchara de la mano, no la coloca de nuevo en la mesa. Se pasa por detrás de mí, cuando percibo su aliento cerca de mi cuello y antes que se le ocurra ponerme la mano encima, me preparo para estamparle la cara. Aprieto mis nudillos y pierdo el control cuando quiere según él acomodar la servilleta, más bien roza mis piernas con disimulo.
–¡Cabrón! Aprovechado, ¿Cómo se te ocurre ponerme las manos encima? –lo insulto, le doy un codazo en la panza y de un brinco me levanto de la silla.
El idiota se queja adolorido mientras se agarra el abdomen, pero su voz sale disparada en un reclamo.
–¡Salvaje! Estoy enseñándote como compórtate en la mesa, ¿Cómo se te ocurre golpearme? –habla con su voz entrecortada y llena de cinismo, entonces lo enfrento mientras mi rabia es incontenible.
–¡Hijo de Puta! Yo te voy a enseñarte a comportarte, a respetar a las mujeres. ¡Sinvergüenza! –espeto con mi voz iracunda, me abalanzo para darle golpes en la espalda, cegada por la ira.
El idiota de nariz de pinocho, aún doblado por el dolor del codazo, intenta defenderse. Su rostro, contorsionado por la mezcla de dolor y sorpresa, se vuelve rojo de la ira, mientras sus ojos destilan odio.
–¡Estás loca! ¡No puedes comportarte así! Pareces un animal salvaje marcando su territorio– grita con su voz colérica, tratando de enderezarse y aumenta mi rabia por su descaro.
–¡Te mostraré cómo se comporta una salvaje! –respondo, mi voz llena de furia, mostrando mis dientes como una fiera.
Así mis puños siguen golpeándolo sin clemencia, pero el idiota intenta zafarse, moviéndose torpemente por el comedor, derribando una silla en el proceso.
–¡Basta! ¡Esto es inaceptable! –logra decir entre jadeos, su voz mezclada con el dolor y reclamo, sigue llevándome a mis límites por su desfachatez y su pose ofendida.
–¡Inaceptable es que pienses que puedes tocarme! –mi voz sale dispara en un rugido, clamor de mi indignación. De pronto, la puerta del comedor se abre de golpe y Caroline aparece, con su habitual aire de superioridad y una expresión de falsa sorpresa y escándalo.
–¡Tassia! ¿Qué demonios estás haciendo? –exclama Caroline, su voz teñida de desprecio y reproche, pero mantengo mi rostro tenso, mis ojos endiablados la fulminan sin detenerme.
–¡Ya basta, Tassia! –ordena Caroline, avanzando hacia mí con paso decidido, pero no me detengo, sigo dándole su merecido al idiota de nariz de pinocho.
–¡Tassia, cálmate! –dice Caroline, su voz dura, pero con un toque de súplica.
Me sacudo de su agarre y me alejo del tipo, que ahora está apoyado contra la mesa, respirando con dificultad. Mi pecho sube y baja rápidamente, mi corazón latiendo con furia.
–No voy a permitir que nadie me toque sin mi consentimiento –declaro sin amilanarme, clavándole mis ojos a la bruja de Caroline. Mi respiración sigue agitada, mis palabras se deslizan en un desafío, una declaración de guerra, pero lo que obtengo de la bruja es una sonrisa venenosa.
–Ves, esto es lo que obtenemos por ser indulgentes. Tassia necesitas aprender disciplina, y la aprenderás, te guste o no serás una dama de sociedad– indica la bruja con su mirada de desdén y aviva la rabia en mi interior.
Sin embargo, en lugar de abalanzarme sobre ella, tomo una respiración profunda, tratando de calmarme. No voy a darles la satisfacción de verme perder el control por completo.
–Haré lo que sea necesario para protegerme –sentencio con mi voz firme. –Sobre todo no seré una prisionera en esta casa, ni un peón en sus juegos, así que despide al idiota o no respondo.
No espero su contestación y doy vuelta para abandonar el comedor, dejando a la bruja y al idiota de nariz de pinocho atrás. Mis botas resuenan en el piso de mármol mientras me dirijo al jardín en busca de aire fresco y dejar atrás el mal rato. Sigo unos pasos adelante percibiendo los rayos del sol y la brisa, en mi rostro. De repente, en medio de mi agitación, tropiezo con alguien. Es un hombre que no reconozco de unos 25 años. Apuesto, varonil, rostro afable, con ojos azules que me contemplan de una manera extraña. Tiene el cabello castaño, desordenado, usa barba en forma de candado, nariz respingada, cejas gruesas, y cuerpo atlético por sus brazos anchos y fornidos, pero ahora mismo estoy aturdida, no logro apartar mis ojos de él.
–Perdón, no te vi venir– logro repetir, algo confundida por su mirada penetrante. –¿Quién eres y qué haces aquí? ¿Acaso eres otro maldito profesor? –pregunto con desconfianza y su silencio me confunde, sumergiéndome en mis pensamientos.