El retumbo de los golpes resonaba por toda la sala de entrenamiento, cada impacto era un estallido seco que parecía desgarrar el aire. Angelo golpeaba el saco de boxeo con una intensidad que bordeaba la violencia. No se detenía. No podía detenerse. Cada puñetazo era una descarga de todo lo que estaba enterrado dentro de él: la rabia, el vacío, el dolor que se había instalado en su pecho desde que Luna había muerto. Ahora, la única cosa que lo mantenía en pie, que lo hacía sentir algo, era la adrenalina, el peso de su nuevo puesto como underboss. Golpeó con el puño derecho, luego con el izquierdo, su respiración marcada y entrecortada. Pero no sentía cansancio. No. El agotamiento físico era lo único que lo distraía del dolor más profundo, el que no podía descargar sobre un saco de boxe