“Me ha atrapado, me ha atrapado.” Eran las palabras que se repetían una y otra vez en la cabeza de Ginevra. Las lágrimas corrían silenciosas por el rostro de Ginevra mientras miraba el vacío que se extendía tras ella. No había escapatoria. Frente a ella estaba Simone, el hombre que había convertido su vida en una jaula dorada. Su mirada verde, penetrante y oscura, estaba fija en ella, como si quisiera devorarla con sus propios ojos. Él se acercó lentamente, hasta que su mano grande y cálida se posó en su mejilla húmeda, acariciando su piel con una suavidad que no combinaba con el peligro que irradiaba su presencia. —Deja de temblar, Ginevra —le dijo Simone con una voz grave, que se deslizó en su oído como una advertencia—. Deja de llorar. Si quieres que me calme, mejor bésame. Qui