Capítulo 7:Te amaré siempre, mi Luna

1823 Words
Todo había sucedido demasiado rápido. El regreso a casa, las palabras vacías de los médicos, los arreglos para convertir el hogar que una vez fue un refugio de amor en un lugar donde Luna podría morir en paz. Pero no había paz, solo una sombra que se cernía sobre cada rincón, sobre cada pensamiento de Angelo, sobre cada respiro de Luna. Luna estaba en su cama, la misma en la que tantas veces habían compartido noches de amor, sueños de futuro, y ahora... ahora solo era un lugar de despedidas. La casa estaba en silencio, roto solo por el leve zumbido de los aparatos que monitoreaban sus signos vitales, asegurándose de que no sufriera, de que el dolor no la consumiera antes de que la vida misma lo hiciera. Angelo caminaba por el pasillo, sus pasos lentos, pesados, como si cada uno de ellos lo acercara más a un abismo del que sabía que nunca podría salir. No podía recordar la última vez que había dormido, pero no importaba. El cansancio físico no era nada comparado con el agotamiento emocional que lo asfixiaba. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Luna, no como era ahora, sino como había sido. Radiante, lleno de vida, de esperanza... de futuro. Pero esos recuerdos solo eran sombras que lo atormentaban, fantasmas de un tiempo que jamás podría recuperar. Al entrar en la habitación, lo primero que vio fue a Luna, su cuerpo frágil hundido en las almohadas, su piel pálida casi translúcida bajo la luz suave que filtraban las cortinas. Sus ojos, que alguna vez habían brillado con la luz del sol siciliano, ahora estaban apagados, opacos, como si la vida se estuviera escurriendo de ellos lentamente, gota a gota. Se acercó a ella, sus movimientos lentos, temiendo romper la frágil quietud que los envolvía. Se sentó en el borde de la cama, su peso apenas haciendo que el colchón cediera. Tomó la mano de Luna con una suavidad que casi le rompió el corazón, como si temiera que un toque demasiado fuerte pudiera llevarse lo poco que quedaba de ella. Luna entreabrió los ojos, lo suficiente para verlo, para sentir su presencia. No necesitaban palabras; las palabras no podían captar el abismo de dolor que compartían. Ella intentó sonreír, pero solo fue una sombra de lo que solía ser, un gesto que hizo que las lágrimas ardieran en los ojos de Angelo, aunque él se las tragó, como había hecho tantas veces en los últimos días. Ella era fuerte. Más fuerte de lo que él había imaginado. Y verlo intentarlo todo, agotarse en cada posibilidad, solo la hacía desear que todo terminara más rápido, no por ella, sino por él. Para que él no tuviera que seguir viendo cómo se desvanecía ante sus ojos, para que no siguiera aferrado a un amor que solo estaba destinado a romperle el corazón una y otra vez. —Angelo… —susurró Luna, su voz apenas un hilo de sonido, tan débil que él tuvo que inclinarse para escucharla—. Estoy… cansada. Sus palabras, tan simples, lo golpearon como un martillo. "Cansada". ¿Cómo podía siquiera empezar a entender lo que eso significaba? El dolor, la fatiga, la lenta desaparición de todo lo que había sido ella. No había respuestas, no había promesas que él pudiera hacer para aliviar su sufrimiento. —Lo sé, amor… lo sé —respondió, su voz quebrada, mientras su pulgar acariciaba la piel fría de su mano. No sabía qué más decir. ¿Cómo se despide uno del amor de su vida? ¿Cómo acepta que cada momento puede ser el último? Se inclinó hacia ella, besando su frente, sabiendo que cada beso podría ser el último, cada caricia la final. Luna cerró los ojos, no para dormir, sino para escapar por un momento del peso de la realidad. Sentía su cuerpo fallar, cada respiración era un esfuerzo, y aunque el dolor estaba controlado, el sufrimiento de saber que se acercaba al final no lo estaba. Quería consolarlo, quería decirle que estaría bien, que él estaría bien, pero no podía mentirle, no a él, no otra vez. Sabía lo mucho que él iba a sufrir por su partida. Angelo permaneció allí, al borde de la cama, viendo cómo el tiempo se les escapaba, cómo los momentos que compartían se volvían cada vez más preciosos y escasos. La casa, que antes había sido un paraíso que él construyó para su esposa, ahora era una prisión, una cárcel donde ambos estaban atrapados, uno viendo morir al otro, incapaz de detener lo inevitable. El sonido débil de la respiración de Luna era lo único que escuchaba y ya no sabía si era lo que quería escuchar. Un par de semanas atrás deseaba que ella se aferrara a la vida, que peleara, que se quedara a su lado, pero le dolía cómo en los últimos días ambos lo único que deseaban era que todo terminara, que ella descansara, que dejara de sufrir. Era como si el mundo hubiera dejado de girar, como si todo hubiera detenido su curso, esperando que lo inevitable se completara. Deseaban que llegara el final, nunca pensó desearlo, pero verla así, saber que sufría… Necesitaba verla en paz. No en la agonía que ella estaba. No había tristeza en los gestos de Angelo, solo un dolor tan profundo que era imposible de expresar. Su amor por Luna, un amor que lo había definido, ahora era la fuente de su mayor sufrimiento. A pesar de querer dejarla ir, no podía imaginar una vida sin ella, pero sabía que su amor por ella también significaba dejarla ir, liberar su sufrimiento. Luna, en su estado de semi-consciencia, podía sentir el amor de Angelo envolviéndola, un amor que era tanto su refugio como su tormento. Sabía que él no estaba preparado para dejarla ir, pero sabía que tenía que hacerlo, por ambos. No quería que él la recordara así, débil y moribunda, sino como la mujer que lo había amado con todo su ser, la mujer que había sido fuerte, viva, llena de sueños y promesas. Finalmente, Luna abrió los ojos de nuevo, miró a Angelo y con un esfuerzo que casi la agotó, apretó su mano. Era su manera de decirle que lo amaba, que siempre lo amaría, pero también de decirle adiós. No necesitaban palabras, porque todo lo que importaba ya estaba dicho, todo lo que importaba estaba en la forma en que se miraban, en la forma en que se sostenían el uno al otro, incluso mientras todo se desmoronaba a su alrededor. Angelo sintió el apretón de su mano, y supo, en ese instante, que se acercaba el final. Y aunque no estaba listo, nunca lo estaría, no podía hacer otra cosa más que estar allí con ella, sosteniéndola, amándola, hasta el último respiro. El reloj en la pared marcaba el tiempo con un ritmo lento, casi cruel. (…) Angelo estaba sentado en una silla junto a la cama de Luna, su cuerpo inclinado hacia adelante, como si quisiera acortar la distancia entre ellos, como si al acercarse pudiera evitar lo que sabía que estaba a punto de suceder. No había palabras que pudieran llenar el silencio pesado que caía sobre ellos, y ni siquiera las luces suaves de la habitación lograban disipar la oscuridad que sentía en su corazón. Luna, con los ojos entreabiertos, parecía estar en algún lugar entre la vida y la muerte. Su respiración era errática, cada inhalación era un esfuerzo, como si su cuerpo luchara por aferrarse a lo poco que le quedaba. Angelo podía sentir el frío en su mano, el frío que anunciaba la llegada del final. Él no había soltado su mano en todo el día. Era su ancla, su conexión con la realidad en medio de un mar de desesperación. Quería estar presente en cada uno de sus últimos momentos, quería que ella supiera que no estaba sola, que él estaba allí, hasta el final. —Luna… —susurró, su voz quebrada por el nudo en su garganta. Ella no respondió, pero sus labios temblaron ligeramente, como si quisiera hacerlo. Sabía que él estaba allí, sabía que su amor la rodeaba incluso en esos momentos en que la vida se le escapaba. Angelo se inclinó un poco más, acercándose a su rostro, buscando algún rastro de vida en esos ojos que había amado tanto. —Te amo… —dijo, las palabras escapando en un susurro desesperado—. Siempre te amaré. Luna parpadeó, un gesto casi imperceptible, pero suficiente para que Angelo supiera que lo había escuchado. Su mano, débil y fría, apretó la suya con la última fuerza que le quedaba, un gesto que le decía más que cualquier palabra. No era solo un adiós, era una promesa silenciosa de que su amor no moriría con ella. El aire en la habitación parecía detenerse, y Angelo sintió como su corazón latía con fuerza, cada golpe un nota del amor que sentía por ella, del dolor que lo consumía. Pero sabía, en lo más profundo de su ser, que no había nada más que pudiera hacer, salvo estar allí, sosteniéndola, amándola hasta su último respiro. El susurro final de la vida de Luna fue suave, casi inaudible, un leve suspiro que se desvaneció en el aire. Angelo sintió cómo su cuerpo se relajaba en la cama, cómo su mano se aflojaba en la suya. Y en ese instante, lo supo. Luna se había ido. El dolor que lo atravesó fue indescriptible, un vacío tan profundo que parecía arrancarle el alma. Se inclinó sobre ella, apoyando la cabeza en su pecho, buscando un latido que ya no estaba allí. Las lágrimas, esas que había intentado contener durante tanto tiempo, finalmente cayeron, silenciosas, mientras su cuerpo temblaba con sollozos que no podían salir. No había palabras para describir la pérdida, no había consuelo en ese momento. Solo el frío de la muerte y el peso abrumador de saber que la mujer que amaba se había ido para siempre. Angelo se quedó allí, abrazado a ella, incapaz de soltarla, incapaz de enfrentar el vacío que su muerte dejaba en su vida. El mundo, su mundo, había cambiado en un instante, y él no sabía cómo seguir adelante. Solo sabía que la había amado con todo su ser, y que ese amor ahora lo dejaba destrozado, solo en una habitación que alguna vez había sido un hogar. El silencio se volvió eterno, y en ese silencio Angelo se prometió que, aunque Luna ya no estaba, su amor por ella nunca moriría, la amaría para siempre, solo a ella. Era lo único que le quedaba, lo único que podía aferrarse mientras el resto de su vida se desmoronaba a su alrededor. Acarició su rostro y peinó su cabello, acercándose a ella para unir su frente con la suya mientras las lágrimas de Angelo se deslizaban también por el rostro sin vida de Luna. —Descansa… Mi Luna.
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