Capítulo 8:Un lugar en la mafia

2382 Words
La mañana amaneció gris, las nubes cubrían el cielo sobre Catania, como un presagio de los días oscuros que se avecinaban. Ginevra estaba despierta desde hacía horas, su mente atrapada en una maraña de pensamientos mientras contemplaba el techo de la habitación. Sabía que el tiempo corría en su contra; la cita en Palermo estaba a solo unos días de distancia, y cada minuto que pasaba significaba un paso más hacia su última oportunidad de libertad. El crujido de la puerta la sacó de sus pensamientos. Simone entró en la habitación, su presencia llenando el espacio como de costumbre. Sin decir una palabra, se desvistió con la misma seguridad arrogante que lo caracterizaba, y se acercó a la cama. Ginevra sintió el peso de su cuerpo al inclinarse sobre ella, su respiración pesada junto a su oído. Su corazón latía con fuerza, no por la pasión que alguna vez sintió, sino por el miedo y la determinación que bullían en su interior. De todos modos… sabía que a Simone no le interesaba mucho lo que ella pensara o quisiera. Si pudiera matarlo, era consciente de que lo haría, no porque fuera una asesina, no porque lo quisiera muerto, sino porque esa era la única manera de librarse de él, pero no por un tiempo, sino para siempre. Simone la besó, rudo, como si estuviera reclamando lo que consideraba suyo, no pedía permiso, no pregunta y mucho menos quería saber qué pensaba ella. Sus manos recorrían su cuerpo con la familiaridad de quien se sabe dueño de cada centímetro de piel. Ginevra, sabiendo que cualquier resistencia sería inútil, se dejó llevar, mientras su mente trabajaba febrilmente en su plan. Cada caricia, cada embestida era una cuenta regresiva hacia su oportunidad de escapar, ser libre de nuevo, poder largarse de allí sin tener miedo de quien la siguiera o en qué momento él iba a dar con ella de nuevo. El sonido del teléfono de Simone sonando interrumpió el brutal encuentro. Simone se detuvo, maldiciendo en voz baja, y rodó fuera de la cama para contestar. Mientras hablaba, su rostro se endureció, mostrando la seriedad de la conversación. Ginevra, fingiendo aún estar inmersa en el éxtasis forzado, prestó atención a cada palabra. Simone maldijo otra vez, comenzando a vestirse apresuradamente mientras continuaba la llamada. Algo urgente lo llamaba, y Ginevra supo que esta era su oportunidad. Si dejaba el sexo a medias… es porque era algo realmente importante. —Devo andare —dijo Simone mientras se abrochaba la camisa—. Volveré pronto. Se inclinó para darle un último beso, sus labios presionando los de ella con esa posesividad ineludible, y luego se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Ginevra escuchó el sonido del cerrojo activándose desde el otro lado, confirmando que, una vez más, la había dejado encerrada. Pero esta vez, estaba preparada. Esperó unos minutos, asegurándose de que Simone y sus hombres estuvieran lejos. Luego, se levantó rápidamente, su cuerpo aun temblando por la mezcla de emociones que la embargaban. Su mente estaba clara, enfocada en lo que debía hacer. El plan era arriesgado, quizás s*****a, pero era la única opción que le quedaba. Se dirigió al armario, ignorando las prendas lujosas que colgaban como trofeos de su captura, y buscó entre ellas hasta encontrar una falda larga y una blusa sencilla, las prendas más discretas que Simone le había permitido tener. Se vistió rápidamente, atando su cabello en un moño bajo para no llamar la atención. Luego, deslizó el pequeño teléfono que había escondido bajo la cama en el bolsillo interior de la falda, su único vínculo con el mundo exterior. El primer paso era salir de la habitación. Con el sillón aún bloqueando la puerta, sabía que nadie podría entrar sin que ella lo escuchara. Se arrodilló junto a la cama, deslizó la mano debajo del colchón y sacó un pequeño estuche de herramientas que había logrado robar de uno de los hombres de Simone hace un par de días, esperando este momento. Trabajó con rapidez, utilizando una horquilla y un alambre para intentar manipular la cerradura desde dentro. Sus manos temblaban, pero su mente estaba centrada. Sabía que había visto a los hombres de Simone usar ese truco varias veces, y se había asegurado de memorizar cada movimiento. Tras unos momentos de tensión, escuchó el chasquido del mecanismo cediendo. Contuvo un grito de alivio mientras retiraba el sillón y abría la puerta lentamente, asomándose al pasillo. El silencio en la casa era total. Con Simone fuera, los hombres de seguridad solían relajarse, confiados en que nadie podría entrar o salir sin su autorización. Ginevra sabía que esa confianza sería su ventaja. Se movió con sigilo, deslizándose por los pasillos de la mansión como una sombra sin ser escuchada, sin ser vista. Sabía que la mayoría de los guardias estaban en la parte frontal de la casa, por lo que se dirigió hacia una de las ventanas traseras del segundo piso. Una vez allí, utilizó las herramientas para abrir la ventana y miró hacia abajo. La caída no era fatal, pero dolería. No tenía otra opción. Tomó una profunda respiración, y se dejó caer. El impacto en el suelo la dejó sin aliento, pero se levantó de inmediato, ignorando el dolor en sus tobillos. No podía detenerse, no ahora. Las lágrimas salían de sus ojos su piernas dolían, pero no pretendía detenerse. Corrió hacia el borde de la propiedad, donde una pequeña puerta en la pared perimetral ofrecía la posibilidad de escapar. Simone la había subestimado, creyendo que ella nunca intentaría algo tan audaz. Al otro lado, la calle estaba desierta. Ginevra comenzó a caminar rápidamente, asegurándose de no llamar la atención. Tenía que llegar a la estación de tren y tomar el primer tren a Palermo, pero sabía que Simone no tardaría en notar su ausencia, todo dependía cuánto le durara ese asunto urgente. Había dejado todo atrás, todo lo que conocía, pero esta era su única oportunidad. El infierno que Simone le ofrecía ella no lo quería, que se lo regalara a su esposa. Finalmente, llegó a la estación. Compró un billete con el poco dinero que había logrado esconder y se subió al tren que ya estaba en la plataforma, tratando de mezclarse entre los pasajeros. Se sentó junto a una ventana, su corazón aún latiendo desbocado. Sabía que no podía relajarse, no aún. El tren comenzó a moverse, alejándola de Catania, y Ginevra permitió que una pequeña sonrisa cruzara su rostro. Había logrado escapar, al menos por ahora. Entre una huida y otra, no había pasado mucho tiempo, así que Simone estaría más furioso, no podía llegar a sus brazos otra vez. (…) Angelo no lo tomaba como algo inesperado, a unos días del funeral de Luna… era como los buitres volaran sobre él para tomar su cabeza, o más que ella, corromper su alma, un alma débil herida, justo eso era lo que la partida de Luna había dejado. Las paredes adornadas con retratos de generaciones pasadas parecían observar con severidad el encuentro que estaba a punto de desarrollarse. En el centro de la habitación, Angelo estaba sentado en un sillón de cuero oscuro, sus manos entrelazadas sobre su regazo. Frente a él, su madre, Alessandra Rizzo, se mantenía erguida, irradiando una autoridad que solo una mujer nacida y criada en el corazón de la mafia siciliana podría tener. A su lado, Vito Lucchese, el padre de Luna, un hombre con una presencia igualmente imponente, observaba a Angelo con ojos que revelaban expectativas y un dolor apenas contenido. La pérdida de su hija no lo desviaba de su función. Alessandra Rizzo no era una mujer que aceptara la debilidad en su familia. Hija de jefes mafiosos, había sido criada para entender el poder, la lealtad, y la importancia de mantener la sangre fuerte. Había permitido que Angelo, su único hijo, tomara un camino diferente, uno más "respetable", porque de cualquier modo su papel como fiscal contribuía a la familia y, al tener el apellido de su padre, facilitaba más las cosas, misma razón que lo llevó a un matrimonio con Luca Lucchese, la princesa de Chicago quería una vida alejada de los susurros de la mafia en la que creció y Angelo Queen le ofrecía eso y más. Pero ahora, con Luna fuera de la ecuación, los planes de Alessandra para su hijo volvían a tomar el centro del escenario. —Angelo —comenzó Alessandra, su voz firme, resonando en la habitación con la calma de quien controla todos los aspectos de su vida—, es hora de que aceptes quién eres realmente. Has hecho tu parte en el mundo legal, has servido a un sistema que, como bien sabes, no tiene el poder real para cambiar las cosas. Ahora, sin Luna a tu lado, es el momento de que hagas honor a tu sangre, a tu legado. Angelo tensó la mandíbula ante la mención de su esposa. Vito Lucchese asintió, sus ojos oscuros clavados en Angelo. Era un hombre curtido por los años, y la muerte de su hija había endurecido aún más su corazón. Pero sabía que el dolor que sentía no podía desviar la necesidad de asegurar el futuro de su familia. —Mi hija amaba a un hombre fuerte, un hombre que tenía la capacidad de proteger lo que era suyo. Angelo, no puedes seguir siendo el hombre que Luna quería que fueras, porque ella ya no está. Debes ser el hombre que ella necesitaría ahora si estuviera viva, uno que tome el control. Angelo levantó la mirada, enfrentando a los dos titanes que se alzaban sobre él. Las palabras de su madre y Vito pesaban sobre sus hombros, y el conflicto interno lo consumía. Había jurado proteger la ley, había dedicado su vida a la justicia, pero la muerte de Luna había cambiado todo. Había visto de cerca la impotencia del sistema legal, había sentido el frío abrazo de la corrupción, y la realidad de la vida en un mundo donde el poder y la fuerza eran las únicas monedas que contaban. Si era sincero… como fiscal pudo haber hecho más, pero allí la justicia no gobernaba, y de alguna manera solo fue utilizado por su familia. Era inevitable que la sangre y el deber que conllevaba ser un Rizzo no lo atrajera. —Entiendo lo que dices, Vito —dijo Angelo mientras luchaba contra la marea de emociones que lo invadía—. Y tú también, madre. Pero no es fácil para mí dejar atrás lo que he sido, lo que he representado. Luna quería una vida diferente, quería que yo fuera diferente. Alessandra avanzó un paso, su mirada intensa, una mezcla de fuerza y determinación que nunca había mostrado antes a su hijo de manera tan directa. —Angelo, te he permitido jugar a ser fiscal porque Luna lo deseaba, porque pensaba que podrías protegernos mejor desde adentro, esa es la realidad, te he dejado, por mucho tiempo, jugar al héroe. Pero ahora, ella ya no está, y el mundo en el que vivimos no permite debilidades. Eres mi hijo, y tienes una responsabilidad con esta familia, con los Rizzo. No puedo permitir que sigas viviendo bajo la sombra de un sueño que ya no existe. Además… te has dejado contaminar demasiado por el apellido Queen, aquello no es más que una fachada. ¡Eres un Rizzo! Vito intervino, su voz grave como el trueno. —Las familias Lucchese y Rizzo han mantenido un equilibrio de poder que pocos entienden. Luna era el lazo que nos unía, pero con su muerte, debes tomar su lugar en ese equilibrio. Si no lo haces, otros lo harán, y no serán tan misericordiosos como nosotros. Angelo respiró profundamente, sus pensamientos corriendo entre el deber, el amor perdido, y la realidad que lo rodeaba. Sabía que su madre y Vito tenían razón. Vito se acercó a él y dejó una mano en su hombro. —Te entregué a mi hija, te entregué a mi Luna, mi vida… no la conservaste, no me diste nieto y, como si fuera poco, mi hija está muerta. ¡Tú tomas su lugar! O la familia Lucchese puede buscar otros caminos hacia la gloria. —Su madre se aclaró la garganta ante las insinuaciones de Vito—. Si quieren seguir con las amistades entre nuestras familia… Angelo debe tomar una posición de poder. También es mi hijo. No me ha dado nietos, he perdido a mi hija. Tiene una gran responsabilidad conmigo, con mi familia. —¿Qué es lo que esperas de mí? —preguntó Angelo finalmente—. ¿Qué papel tendría yo en todo esto? ¿Por qué demonios? ¿Creen que sirvo para algo? Ahora mismo… Solo quiero dejar de existir. —¡Tendrás un nuevo propósito! —dijo su madre sin perder la oportunidad. Alessandra lo miró, y por primera vez, una pequeña sonrisa apareció en sus labios, aunque no había alegría en ella—. Tienes dos opciones, Angelo. Puedes convertirte en consigliere, consejero principal. O, si tienes la voluntad para ello, puedes ser underboss, mi segundo al mando. Vito lo observó, esperando una respuesta. Sabía que, cualquiera que fuera la elección de Angelo, estaría tomando un paso decisivo hacia su verdadero destino. La muerte de Luna había abierto una puerta que ya no podía cerrarse, y ahora Angelo debía decidir si cruzarla o no. Angelo miró a su madre y luego a Vito, sus pensamientos un remolino de dolor, rabia, y la certeza de que el mundo había cambiado irrevocablemente para él. —Angelo, puede ser aquí o irte conmigo a Chicago, tendrás los mismos tratos que le daría a mi hija. —Necesito a mi hijo aquí, Vito. No intentes llevártelo. —Deja que el muchacho decida, por favor. No lo presionemos, sabe que los Lucchese lo aceptaremos, valoraremos como se merece. —Angelo… Italia es tu lugar, este es tu sitio. Los dos se quedaron a la espera de la respuesta de Angelo. La puerta se abrió de golpe y por ella entró Theo Queen. Angelo se puso de pie y caminó apresuradamente hacia su padre, abrazándolo, detrás de él llegó Renata, su hermana menor y, junto a la puerta, el resto de los Queen. Recién se enteraban de lo que había sucedido con Luna.
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