Luna abrió los ojos lentamente, sintiendo el peso de su cuerpo, la opresión en su pecho, y la luz tenue de la habitación que apenas lograba atravesar la niebla en su mente.
Lo primero que vio fue a Angelo, sentado a su lado, su mano sosteniendo la suya con una fuerza suave y muy decidida. Su corazón se contrajo al verlo allí, al darse cuenta de que él lo sabía todo, y un dolor profundo la atravesó al imaginar cuánto estaría sufriendo en ese momento. Ella no sabía del todo cuando llegó allí, pero se imaginaba lo que pudo haber pasado. Y si estaba en el hospital, lo más probable es que él supiera todo.
Los días posteriores había intentado ponerse fuerte, resistir… al menos hasta que decidieran tomar una mujer que llevara a su hijo en su vientre, pero ya parecía ser tarde, Angelo lo sabía.
Angelo notó que ella despertaba, y su rostro, marcado por el cansancio y la preocupación, se suavizó un poco. Se inclinó hacia ella, su mano libre acariciando su mejilla con ternura antes de besar suavemente su frente.
—Te pondrás bien —dijo, con la voz quebrada, esforzándose por mantener la calma mientras el nudo en su garganta lo asfixiaba—. Vamos a buscar todas las salidas que existan, Luna. Te pondrás bien, te lo prometo.
Las lágrimas se acumularon en los ojos de Luna, pero no porque creyera en esas palabras, sino porque sabía que él lo hacía. Lo miró, notando la desesperación en sus ojos, en su rostro, en cada gesto que hacía para intentar convencerla, y eso la destrozaba más que cualquier otra cosa.
No quería verlo así, no quería que él pasara por eso, haría lo que fuera para evitarle ese dolor… pero ella sabía que la verdad traía consigo el dolor que ahora Angelo estaba sintiendo.
—Quiero ir a casa —susurró ella, su voz temblando antes de que los sollozos comenzaran a escapar de su pecho. Le dolía más hacerlo sufrir, que el mismo hecho de que su muerte se acercara—. Llévame a casa.
Angelo sintió su corazón romperse al escucharla. Si se iban a casa… ¿Cómo los doctores iban hacer algo por ella?
Se inclinó hacia ella, rodeándola con sus brazos en un intento desesperado de sostenerla, de no dejar que la vida se le escapara de entre las manos. Su cuerpo estaba tenso, rígido, porque sabía que esas palabras significaban una rendición, una aceptación de lo que él no estaba dispuesto a aceptar.
—No, Luna, por favor, no digas eso —susurró él, la angustia reflejada en cada palabra.
—Estoy segura de que escuchaste a los doctores y si es así… sabrás que estoy en la etapa terminal, Angelo.
—Ya estoy haciendo un par de gestiones, mi padre también está involucrado… Vamos a encontrar una solución, vamos a luchar…
Pero Luna lo interrumpió, con la voz quebrada, decidida a hacerle entender que lo que pasaba no tenía remedio, no había ya una solución.
—Angelo, por favor… No quiero pasar mis últimos días en una cama de hospital, no quiero.
Él se apartó un poco, mirándola a los ojos, buscando alguna señal de esperanza, algo que pudiera aferrarse para seguir luchando. Pero lo que vio en los ojos de Luna fue resignación, una aceptación dolorosa que lo dejó sin aliento.
—Podemos intentarlo, Luna. Por favor… Por favor… —insistió Angelo, su voz implorante, como si pudiera convencerla solo con la fuerza de su amor.
Sus labios temblaron, se mordió el labio inferior, y suspiró profundamente. La idea de perderla era inimaginable, un abismo que no estaba dispuesto a enfrentar. La idea de que ella muriera lo estaba matando a él también. No podía, no quería aceptar que su vida, su amor, todo lo que eran, pudiera terminar de esa manera.
Luna miró hacia otro lado, incapaz de sostener la mirada de Angelo mientras sus propias lágrimas rodaban por sus mejillas.
Finalmente, con un susurro que contenía toda su tristeza, volvió a mirarlo.
Jamás había visto tanta tristeza e impotencia en su esposo.
—Solo lo diré una vez más, Angelo… Quiero ir a casa.
Las palabras resonaron en el silencio de la habitación, aquella desesperanza que lo golpeó como un martillo. Angelo se quedó en silencio, su mente negándose a procesar lo que ella acababa de decir.
—Luna… —murmuró, aquella voz rota y desesperada, su mundo tambaleándose mientras intentaba encontrar alguna forma de seguir luchando—. No puedo, no puedo dejarte ir.
Angelo apretó los labios, su corazón retumbando en su pecho. No podía, no quería aceptar lo que ella le estaba pidiendo. No podía dejarla ir.
Se inclinó hacia ella, su voz llena de una desesperación apenas contenida.
—Luna, no puedes irte a casa ahora. Podemos seguir intentando, podemos buscar una salida, una cura… Aún no tomas ningún tratamiento y… Podemos hacerlo—dijo, casi rogando, mientras sus manos temblaban al sostener las de ella—. No puedo dejarte ir, no de esta manera. Tenemos que intentarlo.
Luna, agotada y abrumada por la tristeza, negó con la cabeza, sintiendo las lágrimas comenzar a quemar sus ojos.
—No, Angelo… no quiero seguir… no quiero más… —respondió—. No me someteré a un tratamiento que… no servirá de nada. ¡Y no se puede hacer nada! Me muero, Angelo.
Angelo se negó a ceder.
—Por favor, amor, no digas eso… Podemos intentarlo, podemos encontrar la manera de… —Su voz se quebró, sus palabras ahogadas por el nudo que le estrangulaba la garganta.
Verla rendirse era más de lo que podía soportar.
Luna no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar, su cuerpo temblando bajo la carga de todo lo que estaba sucediendo. Ver a Angelo luchando contra lo inevitable le rompía el corazón, y cada palabra que decía solo la hacía sentir más culpable, más impotente.
Angelo vio el dolor en sus ojos y, finalmente, dejó de hablar, su voz muriendo en su garganta mientras el silencio caía sobre ellos como una pesada manta.
—Esta es una de las razones por las que no podía decirte nada aún —dijo finalmente, con la voz apenas un susurro—. Sé que no lo aceptarías, que no te resignarías… pero la verdad es esta, Angelo. —Sus palabras lo atravesaron como una daga, pero ella continuó, sabiendo que debía hacerlo, que debía ser honesta con él—. Yo estoy muriendo. —Cada palabra salió con un dolor indescriptible, pero también con una claridad que hizo que la habitación pareciera congelarse—. Lo siento, lo siento mucho, pero me muero.
Angelo sintió como si el mundo se desmoronara a su alrededor. Cada palabra de Luna era como una bofetada brutal de realidad, una realidad que había intentado negar con todas sus fuerzas. Pero ahora, esas palabras lo golpearon con una fuerza tan abrumadora que lo dejó sin aire, sin fuerzas.
—No… —murmuró, pero la verdad ya estaba allí, ineludible, devastadora.
Su cuerpo, incapaz de soportar el peso de esa realidad, cedió, y Angelo cayó al suelo frente a la cama, sus piernas ya no sosteniéndolo.
La fuerza que siempre había sido su sello distintivo desapareció, dejándolo desmoronado, roto. Las lágrimas que había intentado contener comenzaron a caer, una tras otra, mientras su mente se inundaba con la imagen de un futuro sin Luna, un futuro que no podía ni quería imaginar.
—No… no… —repetía entre sollozos, su cuerpo temblando, el dolor demasiado grande para ser soportado.
Luna lo miró, su propio corazón hecho pedazos al verlo así. Quería consolarlo, pero sabía que no había palabras que pudieran aliviar el dolor que él estaba sintiendo, porque era el mismo dolor que la consumía a ella, solo que en direcciones opuestas. Sabía que estaba rompiendo su corazón, pero no podía seguir adelante con falsas esperanzas.
—Angelo… —susurró, queriendo que él sintiera su amor, incluso en medio de tanto dolor—. Estoy aquí contigo, ahora… eso es lo que importa. —Pero ¿por cuánto tiempo?
Angelo levantó la vista hacia ella, su rostro bañado en lágrimas, su mirada llena de desesperación y amor. Se arrastró hacia la cama, tomando su mano con ambas de las suyas.
—No puedo… no puedo perderte, Luna… —murmuró entre sollozos, su voz apenas un hilo de sonido—. No sé cómo vivir sin ti.
—No me perderás, Angelo —dijo suavemente, tratando de calmar su alma rota—. Siempre estaré contigo, en cada recuerdo, en cada rincón de tu corazón. Pero ahora… ahora necesito que me dejes ir. No quiero que me ates a una cama… tratando de alargar mi vida solo poco más. No es la manera en la que quiero morir. Y necesito que lo entiendas, por favor.
—No vas a morir…
—¡Angelo! Reacciona, por favor. —Observó esos ojos grises que aún después de todo, no querían aceptar la realidad.
—No vas a morir, Luna. No lo voy a permitir.
—Te estoy matando conmigo—dijo en medio de un sollozo—. ¡No lo soporto! Por favor, detente, Angelo. ¡Ya detente!
—Lo intentaremos… Dame una oportunidad al menos, que intentemos algo, no puedes rendirte.
—Y tú no puedes luchar sabiendo cuál será el resultado.
—¡Cambiaremos el maldito resultado, Luna!
—Llamaré a mi padre… y le diré que me saque de aquí, Angelo, no me hagas llegar a eso, porque lo único que deseo es tenerte a mi lado, convencerte de que de todos modos tengamos un hijo en un vientre de alquiler, incluso si yo no estoy. Es una parte nuestra, de los dos, una que quiero que conserves, porque eso puedo dejártelo. Pero si lo que quieres es condenar mis últimos días a una cama de hospital, entonces no me dejas opción.
Él guardó silencio y ella creyó que él no escuchó nada de lo que ella dijo, entonces él se pone de pie, desconecta todo lo que hay en su cuerpo y luego la toma en sus brazos, dirigiéndose hacia la puerta mientras las débiles manos de Luna se aferran al cuello de su esposo.
—Lo siento. —Se había dejado cegar por el dolor, había… dejado que su cuerpo fuera consumido por esa bola de tristeza que lo cegó por un par de minutos, hasta creer que podía obligarla a tomar un tratamiento que no podría retrasar lo inevitable. Ella se moría, él no podía hacer nada. La realidad se reducía a eso. Quedaba aceptarlo—. Iremos a casa.
—Gracias. — Sus labios fríos besaron la mejilla de Angelo y luego dejó caer su cabeza en su hombro.