Capítulo 4: Mi Luna se apaga.

1740 Words
Angelo estaba en la sala de espera, su paciencia agotándose con cada minuto que pasaba sin noticias de Luna, quería entrar a donde sea que la tenían, pero sabía que su propia desesperación solo entorpecería el trabajo de los doctores. Llamó a Luca para saber exactamente qué fue lo que le pasó a su esposa, pero el hombre solo dijo que la encontró desmayada junto a la mesa de noche, con sangre en la boca, quizás se golpeó al caer, pero él no vio ningún moretón en su cara, solo la sangre salir de sus labios. Las personas cruzaban de un lado a otro, el constante murmullo del hospital solo aumentaba su desesperación, él quería saber lo que pasaba con su esposa, pero sentarse a esperar lo hacía sentir como a un inútil. Era un hombre acostumbrado a enfrentar cualquier adversidad, pero ahora se sentía impotente, atrapado en la incertidumbre, sin saber qué le pasa a su Luna. Luna siempre había tenido una buena salud, pero le quedaba muy claro que algo pasaba. Algo malo. Pasó sus manos por su rostro y suspiró. Ni siquiera sabía si tenía que avisar a la familia Lucchese, en Chicago, porque todavía no sabía lo que le pasaba a su esposa. Finalmente, la puerta de la sala se abrió, y un doctor se acercó, sosteniendo una carpeta en sus manos. La expresión en su rostro no presagiaba nada bueno, era el mismo doctor que antes. —¿Puedo verla? —fue lo primero que salió de sus labios, sus ojos necesitaban estar sobre Luna, verla, verla bien. —Señor Queen —dijo el doctor, mirando los ojos grises preocupados de aquel hombre—. ¿Por qué no me informó de la condición de la señora Queen cuando llegaron? Dar este tipo de información es primordial y bastante relevante. Angelo sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Avanzó hacia el doctor, su mirada fija en él, buscando respuestas. —¿De qué condición habla? —preguntó, su voz baja pero cargada de tensión, como un animal a punto de atacar. El doctor lo miró nervioso y con cautela, antes de bajar la vista a la ficha médica. —Su esposa tiene un carcinoma pancreático en etapa avanzada. Según el historial, el diagnóstico fue confirmado hace poco. Señor Queen, estamos hablando de una enfermedad terminal. Por un instante, el mundo de Angelo se detuvo, se detuvo de golpe, dejándolo mareado, noqueado. Sus manos, que habían estado temblando ligeramente, se cerraron en puños. No podía creer lo que estaba escuchando, se negó a aceptar que algo tan grave le estuviera ocurriendo a Luna, y que ella no se lo hubiera dicho. Era imposible, eso no era cierto. Tenía que tratarse de un error de información, a lo mejor aquello era la información de otro paciente, no de su esposa. —¡Es un error! ¿Qué demonios estás diciendo? —gruñó Angelo, su voz llena de incredulidad y rabia. El doctor, sintiendo el cambio en la atmósfera, dio un paso atrás, pero no lo suficientemente rápido. En un movimiento rápido, Angelo lo agarró del cuello de la bata, acercándolo hacia él con una fuerza que hizo que el médico casi perdiera el equilibrio. —Señor Queen… cálmese, por favor. —¡Estás mintiendo! ¡Dime la verdad! —exigió Angelo, su rostro a centímetros del del doctor, sus ojos encendidos por la furia y el miedo. El doctor, aterrado, pero sabiendo que debía mantener la calma, levantó las manos en señal de paz. —Señor Queen, por favor, cálmese. No estoy mintiendo. Los registros médicos son claros, su esposa está gravemente enferma. Yo… lo siento mucho. No tenía idea de que usted no sabía nada de la condición de su esposa. Lo lamento. Angelo lo soltó, empujándolo hacia atrás mientras retrocedía, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Su mente no podía procesar la información, su corazón se negaba a aceptarlo. Luna, su Luna, estaba muriendo, y él no había sabido nada. La culpa y la desesperación se entrelazaban en su pecho, haciéndole difícil respirar. —No… —murmuró, sus manos ahora aferradas a los costados de su cabeza, tratando de detener la tormenta que rugía en su interior—. No puede ser… no puede ser verdad. El doctor, recuperando un poco de compostura, se acercó con cautela viendo lo afectado que estaba el hombre. —Entiendo que esto es devastador, pero necesitamos centrarnos en cómo podemos ayudarla ahora. Podemos ofrecerle cuidados paliativos para que no sufra más de lo necesario. Pero, señor Queen, su esposa no tiene mucho tiempo. Ahora vamos a contactar con su médico y nos aseguraremos de tener hasta el más mínimo detalle, pero todo indica que ella no lleva ningún tratamiento hasta ahora. Angelo sintió que sus piernas temblaban, primero pensó que el suelo temblaba, pero era él, su cuerpo tembloroso ante tal información. Quería gritar, romper algo, hacer que el dolor desapareciera. Pero en el fondo sabía que no había nada que pudiera hacer para cambiar la realidad que le acababan de revelar. —¿Cuánto tiempo? —preguntó finalmente, con la voz ronca, apenas controlando las lágrimas. —Su condición no es buena —respondió el doctor con sinceridad—. Semanas. Quizás menos, esto puede variar bastante. Angelo se quedó en silencio, mirando fijamente al doctor como si intentara ver a través de él. Finalmente, se giró hacia la pared, golpeándola con el puño cerrado en un arrebato de furia impotente. La fuerza del golpe hizo que la piel de sus nudillos se rompiera, pero él no pareció notarlo. —¿Por qué no me lo dijo? —se preguntó en voz baja, más para sí mismo que para el doctor. Angelo caminaba de un lado a otro en la sala de espera, su mente en un torbellino de preguntas sin respuesta. ¿Cómo era posible que Luna le hubiera ocultado algo tan devastador? Su esposa estaba muriendo, y él no tenía idea. En su lugar, habían hablado de tener hijos, de construir un futuro juntos, como si todo estuviera bien. La sensación de traición se mezclaba con un dolor profundo en su pecho, haciéndolo sentir como si el suelo se desmoronara bajo sus pies. El doctor, que había dado la noticia, se acercó de nuevo. —No puede verla ahora —dijo con voz firme, pero no había compasión en sus palabras que pudiera calmar la tormenta que se estaba gestando en el interior de Angelo. Sin pensarlo dos veces, Angelo lo ignoró y pasó a su lado, decidido a ver a Luna, a enfrentarse a la realidad, sin importar lo que eso significara. Cuando se acercó a la puerta de la habitación de Luna, una enfermera intentó detenerlo, colocándose frente a él con las manos alzadas. —¡No puede entrar! —gritó, la urgencia en su voz tratando de detenerlo. Pero Angelo la miró con una frialdad que hizo que se apartara de inmediato. —Quítese —ordenó con una voz tan helada y firme que la enfermera no tuvo más opción que retroceder. Sin perder un segundo más, Angelo abrió la puerta y lo que vio al otro lado lo dejó paralizado. Luna estaba en la cama, rodeada de varios doctores que trabajaban frenéticamente a su alrededor. La habitación, usualmente un refugio de calma para los enfermos, ahora era un centro de actividad desesperada. Los monitores emitían pitidos constantes y alarmas suaves que se mezclaban con el murmullo de voces médicas intercambiando términos que Angelo no entendía. El aire estaba impregnado de la estéril mezcla de desinfectante y preocupación. Luna, la mujer que había sido su roca, su amor, y su vida, ahora yacía en esa cama, con su rostro más pálido que nunca. Su cabello, normalmente brillante, caía sin vida alrededor de su cabeza. Su cuerpo, que había sido fuerte y vibrante, estaba ahora cubierto por una sábana blanca hasta el pecho, con tubos y cables conectados a su piel. Un tubo de oxígeno salía de su nariz, mientras una línea intravenosa estaba insertada en su brazo, suministrando fluidos y medicamentos que mantenían su cuerpo funcionando, aunque solo de manera superficial. Era grave… era una situación muy grave. La imagen de Luna en ese estado fue como un golpe directo al corazón de Angelo. Sintió que algo dentro de él se rompía irremediablemente. Toda la fuerza que siempre había sentido, toda la determinación, se desvaneció en un instante al ver a su esposa tan frágil, tan vulnerable, y tan alejada de la vida que habían soñado juntos. Sin decir una palabra, se acercó a la cama, ignorando las miradas preocupadas de los doctores. Se arrodilló junto a ella, su corazón latiendo dolorosamente en su pecho. Tomó la mano de Luna con delicadeza, como si temiera romperla, y la llevó a sus labios, besándola con la suavidad y el amor que sentía por ella desde el primer día que la había conocido. —Luna… —susurró, su voz apenas un eco de lo que solía ser, quebrada por la realidad que lo aplastaba. Los ojos de Luna estaban cerrados, su respiración era superficial, sostenida por la máquina a su lado. Angelo sintió un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarlo. No podía entender cómo había llegado a este punto, cómo era posible que la mujer que amaba con todo su ser estuviera en esa cama, luchando por cada respiro. —Estoy aquí, mi amor… —continuó, su voz temblando mientras acariciaba su mano—. No me iré a ninguna parte. No dejaré que te vayas… El dolor en su pecho era insoportable, como si cada latido fuera un recordatorio de lo que estaba perdiendo. Pero más que el dolor, era el miedo lo que lo consumía. Angelo inclinó la cabeza, apoyándola en la mano de Luna mientras sus lágrimas caían silenciosamente sobre la sábana. En ese momento, se dio cuenta de que todo lo que había creído importante en su vida, todo el poder, el control, la fuerza… nada tenía sentido si no podía salvarla. —Te amo, Luna… —dijo, con una voz rota—. Y haré lo que sea, lo que sea, para que sigas aquí conmigo. Pero mientras lo decía, sabía que las palabras eran insuficientes. Sabía que estaba enfrentando una batalla que no podía ganar con su fuerza o su voluntad. Y eso lo aterraba más que cualquier otra cosa en el mundo. La perdía.
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