¿Italia o Chicago? ¿La familia Rizzo o los Lucchese? La simple idea de elegir lo había dejado paralizado, atrapado entre el legado de su sangre y el amor perdido por Luna.
Pero ver a su padre entrar por esa puerta… fue como la cuerda que necesitaba para aferrarse a algo e intentar salir de ese abismo.
Cuando los brazos de su padre lo rodearon, Angelo sintió como si ese pequeño hilo de fuerza que le quedaba… se esfumara, sus brazos, el calor de estos, el contacto con su padre, todo aquello lo hizo sentir realmente el peso de la situación, las decisiones que lo rodeaban y aquello que había perdido… y que jamás regresaría.
No pudo avisar a su familia paterna, los Queen. Todo había sucedido tan rápido. Luna había enfermado, luego empeorado, y ahora... no estaba. Era como si su mundo hubiera colapsado antes de que tuviera tiempo de siquiera respirar.
En lo que menos pensó fue en avisar a alguien, su vida se debió a Luna, a cada segundo de vida que le quedaba.
Sentía que se había ido con ella, pero se daba cuenta que estaba allí… que seguía allí, sin ella, era la sensación más terrorífica que había sentido jamás, enfrentarse a la vida sin Luna.
Había creído que una gran parte de él se fue con Luna, y era cierto, una parte muy esencial de él pertenecía a Luna y ella se lo llevó consigo.
¿Qué quedaba? Un cascarón que podía llenarse con cualquier cosa, menos paz, menos amor. Con nada bueno, porque lo bueno que podía haber en él, se fue con ella.
Detrás de Theo, con el rostro demacrado y la preocupación pintada en sus ojos, estaba Renata, su hermana menor, hija de Theo y de otra madre, pero el único m*****o de esa parte de la familia con quien Angelo había compartido un lazo verdadero, ella y Luna habían sido amigas, a pesar de no verse con frecuencia. Junto a ellos, los primos, Daniele, Dante, Nico y Elio Queen.
Aunque compartían la sangre de los Queen, Angelo nunca había sido cercano a ellos. Su vida en Milán era distante, como si pertenecieran a un mundo completamente diferente.
Theo acarició su espalda, sus ojos encontrándose con los de su hijo, intentando descifrar el torbellino que veía en su mirada. Sabía que algo estaba muy mal con Angelo, más allá de la devastación lógica de haber perdido a su esposa.
—Angelo… —empezó Theo, su voz baja, cargada de una tristeza que no podía ocultar—. Lo siento. Lo siento tanto.
Angelo asintió, pero no respondió. Se sentía desconectado, como si la realidad a su alrededor estuviera envuelta en un velo borroso. Las palabras de su padre llegaban a él como sonidos lejanos, apagados por el caos en su mente. Theo lo miraba con preocupación creciente.
Su hijo no era el hombre fuerte que siempre había conocido. Angelo había sido siempre controlado, incluso frío en ocasiones. Pero ahora, se veía frágil, vulnerable, como si el peso del mundo hubiera caído sobre sus hombros y lo estuviera aplastando.
Renata, con sus ojos llenos de lágrimas, se acercó a su hermano, ignorando por completo las formalidades. Lo abrazó con fuerza, su cuerpo pequeño pero decidido envolviendo a Angelo como si quisiera sostenerlo mientras todo a su alrededor se derrumbaba. El contacto fue lo único que lo sacó, aunque solo por un momento, de su trance.
—Estoy aquí, Angelo —susurró Renata, con la voz rota—. Lo siento mucho.
Angelo cerró los ojos, sintiendo las lágrimas acumularse detrás de los párpados. Quiso hablar, decir algo, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Su hermana menor, la única persona con quien había mantenido un vínculo real, estaba ahí, consolándolo, pero él no sabía cómo lidiar con el consuelo. No sabía cómo lidiar con nada. Todo en su vida se había desmoronado.
Los primos, Daniele, Dante, Elio y Nico se acercaron de igual manera a dar el pésame.
—No es solo Luna, ¿verdad? —dijo Theo en voz baja cuando tomó la mano de su hijo y se apartó de los demás, sus ojos clavados en los de Angelo, buscando una respuesta.
La mirada que le devolvió a su padre estaba llena de dolor, pero también de algo más, confusión, impotencia, y una sombra de algo que Theo no había visto antes en su hijo. Había una lucha interna en Angelo que Theo no podía ignorar.
—No sé qué hacer… —murmuró Angelo, con una voz tan baja que casi no fue audible.
Theo dio un paso hacia adelante, acercándose más a su hijo.
—Angelo, estamos aquí. No tienes que enfrentarlo solo.
Pero Angelo sabía que esas palabras, aunque bien intencionadas, no resolvían el problema. No era solo el duelo lo que lo quebraba; era el peso de las decisiones que se acumulaban sobre él. Decisiones que no podía evitar, que tenía que tomar, y que cambiarían su vida para siempre.
Su mirada se desvió hacia el suelo, incapaz de sostener el peso de la preocupación en los ojos de su padre. ¿Cómo podría explicarle que no solo estaba enfrentando la pérdida de Luna, sino también el llamado implacable de su sangre? La muerte de Luna había desatado a los buitres: su madre, la familia Lucchese, y las obligaciones que nunca quiso aceptar. ¿Italia o Chicago? ¿La familia Rizzo o los Lucchese? ¿Cómo podría elegir? Y peor aún, ¿cómo podría vivir con la elección que fuera que tomara?
—No tienes que hablar ahora, Angelo. Solo queremos que sepas que estamos aquí.
—Los Queen… están aquí—dijo Alessandra, sus ojos posando en aquel hombre que alguna vez amó. Theo no le devolvió la mirada. Los ojos de Alessandra siguieron el recorrido, deteniéndose en Renata, por alguna razón no soportaba a esa joven, quizás por el parecido que tenía a su madre, aunque si la miraba dos veces, también se parecía a su padre, era como una combinación de los dos. Siguió hacia los demás hombres, era como un desfile de… figuras llamativas, incluso para una señora como ella, no podía ocultar lo que destilaban ellos.
Caminó lentamente hacia ellos.
Los demás no la conocían, era la primera vez que la veían.
—Es la madre de Angelo—dijo Renata en voz baja.
—Tú… eres hijo de Gio, ¿no? —dijo con voz fuerte frente a Daniele, su mano deteniéndose sobre su hombro.
—Sí, soy Daniele. Estos son mis hermanos, Dante y Nico—los presentó Daniele.
—Te pareces mucho a tu madre—dijo a Dante, dejando una mano sobre su mejilla—. Tienes su mirada, dulce y afilada, más que nada dulce. ¿Y este? Tus ojos gritan juventud, también mucho conflicto—se acercó a Nico y dejó un beso en su mejilla—. Vaya, vaya…— en dos pasos llegó hasta el rubio tatuado de cabello largo—. A este sí lo conozco bastante. Si te cambio el color de cabello… diría que te pareces mucho a mi hijo cuando tenía tu edad. Eres hijo de Franco. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Elio.
—Eres un rubio muy guapo. Te pareces a tu padre. No quiero ser grosera y seguro que Angelo agradece su presencia aquí, pero nosotros estamos en medio de algo importante. Pueden darse un paseo por la villa mientras nosotros acabamos con nuestra diálogo. Renata, querida, conoces el lugar, guía a tu familia a conocerlo mientras Angelo platica conmigo.
—Estamos hablando también, Alessandra—dijo Theo, primera vez dirigiéndose hacia ella.
—Y tendrán tiempo de sobra, desde luego, pero ahora mismo no.
—Les mostraré el lugar—dijo Renata, evitando la tención de ese momento entre su padre y la madre de Angelo.
Sus primos la siguieron de cerca, Theo le dio una última mirada a Alessandra y luego siguió a su hija fuera de allí.
—Hablamos luego—dijo a Angelo antes de irse con los demás.
La puerta se cerró detrás de los Queen, y el silencio volvió a llenar la villa. Un silencio denso, insoportable. Angelo se quedó en el centro de la habitación, mirando el suelo sin realmente verlo, sintiendo el peso de lo que estaba a punto de suceder. Sabía que su familia había venido con buenas intenciones, que querían ayudarlo en su dolor, pero no podían comprender la magnitud de la batalla interna que se libraba dentro de él.
En cuanto los pasos de su padre y Renata se apagaron en la distancia, sintió las miradas pesadas de su madre, Alessandra Rizzo, y de Vito Lucchese clavarse en él.
Los dos lo observaban como si fueran depredadores, estudiándolo, esperando a que cometiera el primer error. Sabían que estaba en su momento más vulnerable, y cada uno de ellos esperaba apoderarse de la parte más grande de lo que quedaba de Angelo. Era como si Luna, la única persona que lo había mantenido equilibrado, fuera la última barrera que se había desmoronado. Ahora, con ella muerta, los buitres venían a reclamar lo que sentían que les pertenecía.
—Angelo —comenzó Vito, su voz grave y cortante—, tienes un deber conmigo. Con los Lucchese. A falta de Luna, debes tomar su lugar, hacerte cargo de lo que ella dejó atrás.
Las palabras resonaron en la habitación, cada una de ellas hundiéndose como un puñal en el corazón de Angelo. No quería oír esto. No podía oír esto. No en ese momento.
Cerró los ojos con fuerza, tratando de contener la rabia y el dolor que lo consumían. Todo había sucedido demasiado rápido, y su mente estaba demasiado abrumada por la confusión.
—No ahora… —murmuró, su voz apagada—. Necesito estar solo. —Abrió los ojos y los miró a ambos, su mirada buscando un atisbo de humanidad—. Por favor —pidió educadamente, aunque su tono estaba teñido de agotamiento—. Déjenme solo. Solo un momento.
Pero no había compasión en los ojos de Alessandra ni en los de Vito. Su madre se sentó lentamente en el sillón más cercano, cruzando las piernas con una calma automatizada, como si cada gesto estuviera diseñado para demostrar su control. Mientras tanto, Vito se cruzó de brazos, su imponente figura bloqueando cualquier posible salida fácil.
—No puedes huir de esto, Angelo —dijo Alessandra, con una voz muy firme—. Esto es tu destino. Lo que has evitado durante años ahora te reclama. Tienes que elegir. ¿Qué camino vas a tomar?
Angelo sintió la presión en su pecho aumentar. Era como si el aire en la habitación se volviera más denso, imposible de respirar. Su mente corría en todas direcciones, pero no encontraba una salida clara. Sabía lo que querían de él, pero lo que no podían entender era que no podía tomar esa decisión ahora. No mientras aún sentía el peso de la muerte de Luna aplastándolo.
—Entonces me voy yo —dijo finalmente, su voz cargada de determinación repentina.
Antes de que pudieran reaccionar, Angelo se giró y salió de la habitación, su mente en blanco, pero su cuerpo moviéndose con una urgencia que no comprendía del todo. Apenas escuchó los gritos de su madre llamándolo o el gruñido de desaprobación de Vito. Todo lo que sabía era que tenía que escapar de allí, aunque solo fuera por un momento.
Al acercarse al coche, vio a Mattia, su chofer, que estaba parado junto al vehículo, esperando órdenes.
—Señor Queen —dijo Mattia con cautela, notando la tensión en la mirada de Angelo.
Angelo no respondió. En lugar de ello, extendió la mano y le arrebató las llaves del coche. El choque en el rostro de Mattia fue evidente, pero no se atrevió a protestar.
—Señor Queen… espera —intentó decir Mattia, pero Angelo ya había girado sobre sus talones y se dirigía al vehículo.
Entró en el coche, el cuero frío del volante bajo sus manos temblorosas. Giró la llave en el encendido, el motor rugió como una bestia liberada, y, sin mirar atrás, pisó el acelerador con fuerza.
Ahora quería escapar, dejarlo todo atrás, porque lo que dejaba no tenía importancia para él, lo que importaba en su vida ya no estaba, él ya no tenía nada.