Angelo no había dormido en toda la noche. Había estado en su despacho, sumido en pensamientos oscuros que giraban en torno a Luna y el hijo que esperaba nacer, un hijo que lo unía a ese fantasma que seguía persiguiéndolo.
Pero la llamada interrumpió su silencio como un disparo en medio de la calma, rompiendo cualquier ilusión de paz que pudiera haber tenido.
El teléfono sonó de forma aguda, y Angelo, con el ceño fruncido, lo tomó sin pensarlo dos veces.
—¿Qué pasa? —preguntó con una voz tensa, por la hora, por quién llamaba.
La noticia llegó directa, los dos hombres que vigilaban la casa de Ginevra habían sido asesinados en medio de la noche, sus cuerpos encontrados sin vida dentro del coche, probablemente asesinados allí o colocados, aún no sabían.
El silencio que siguió a la inf
