La imponente presencia de Ángelo dominaba el espacio, haciendo que la limusina redujera su tamaño a la mitad. Intenté hacerme pequeña. Me aparté de él y centré mi atención en la ventanilla mientras pasaban las escenas del centro de la ciudad. Un tipo paseando a su perro, un corredor y tres hombres trajeados. Gente normal haciendo cosas normales. Una inesperada punzada de nostalgia se apoderó de mí y la aparté. Así era mi vida, comprada y vendida por hombres poderosos.
Fingí que no estaba pendiente de cada palabra de Ángelo ni le miraba de reojo. Lo último que necesitaba era que me mataran y me tiraran a una cuneta en algún lugar por haber escuchado accidentalmente un asunto ilegal de la mafia. De su parte de la conversación deduje que estaba negociando una adquisición hostil de otro negocio. No había gestos agitados ni movimientos bruscos, sólo un control férreo. Su voz profunda, llena de mando y confianza, me produjo un escalofrío inesperado. Pensé que me gustaría que aquella voz me ordenara arrodillarme.
El caro traje azul marino que llevaba no ocultaba en absoluto su musculatura. Se levantó y se aflojó la corbata, y el bulto de sus bíceps llamó mi atención. Puede que dirigiera un imperio empresarial, pero estaba claro que pasaba bastante tiempo en el gimnasio. Ángelo De la Cruz no tenía nada de blando. Mis ojos siguieron sus elegantes manos mientras deshacían hábilmente el nudo de la tira de tela, tirando de ella y dándole una sacudida despreocupada antes de que se desabrochara el botón superior de la camisa de vestir, revelando el mechón de pelo oscuro. Sus anchos hombros se estrechaban hasta formar una V perfecta y sospeché que bajo aquella camisa de diseño lucía unos abdominales de infarto.
Mis ojos se deslizaron hacia su rostro, donde unos rasgos angulosos y afilados trabajaban en perfecta armonía con unos labios exuberantes que, sin duda, podían ser crueles en un momento y sensuales al siguiente. Una cicatriz le atravesaba la ceja izquierda, la única imperfección que se atrevía a estropear su rostro, por lo demás perfecto, y el único indicio de que llevaba una vida fuera de los límites de la urbanidad normal. Se movió en el asiento y el traje se tensó sobre sus muslos gruesos y musculosos al estirar sus largas piernas. Era alto, probablemente un metro noventa, pero era difícil de decir, ya que se recostaba en el asiento de cuero afelpado como si fuera el dueño del mundo. No era un hombre con el que se pudiera jugar, y la inquietud palpitó como un tamborileo constante en la base de mi columna vertebral.
Aún no había mirado hacia mí, así que continué con mi subrepticia observación. Llevaba el pelo corto, castaño oscuro, peinado con maestría pero, a pesar de sus esfuerzos, un poco rebelde. Tenía un encanto inesperado cada vez que se apartaba el mechón rebelde de la frente. Podría haber sido devastadoramente atractivo si no fuera por su carácter duro y peligroso. Algo que me recordaba que su domesticidad no era más que una fachada y que lo que había debajo era un depredador dispuesto a aprovechar cualquier debilidad para eliminar a la competencia. El sonido de mi deglución parecía desmesuradamente alto en aquel espacio reducido.
Su mirada se dirigió a la mía y me clavó los ojos. Separé los labios con una inhalación de sorpresa y me obligué a no encogerme en el asiento y hacerme un ovillo de nervios. Unos penetrantes y gélidos ojos azules capturaron mi mirada, manteniéndome prisionera y sacando a la luz todos mis pequeños y sucios secretos. Aparté rápidamente la mirada, rezando para que no hubiera visto demasiado, ya que leía mis pensamientos más íntimos con facilidad. No quería que Ángelo conociera mi debilidad. Sus ojos eran como el resto de él, fríos y calculadores. Ni una pizca de calidez brillaba en sus profundidades, y el miedo me arañó la garganta como un animal salvaje. Aferré el pie de la copa de champán con tanta fuerza que me sorprendió que no se rompiera.
Cuando la llamada atrajo su atención, sentí alivio, pero el tono acerado de sus respuestas no contribuyó a calmar mis nervios. Rebuscando en mi memoria, intenté precisar lo que sabía sobre los De la Cruz. Sobre todo, había visto fotos de ellos en algún acto benéfico, codo con codo con políticos y otros ricos. Se me cerraban los ojos cuando sacaba las imágenes y las estudiaba gracias a mi memoria casi perfecta.
Cuatro hermanos, no de sangre, sino de circunstancias. Escaparon del sistema de acogida, se unieron y construyeron un imperio que abarcaba el sector inmobiliario, el transporte marítimo, las finanzas, los clubes nocturnos y una docena de industrias más. Para consolidar su vínculo, todos adoptaron nombres que empezaban por A y el apellido De la Cruz. Sus orígenes y nombres originales eran un secreto muy bien guardado, o tal vez simplemente se perdieron en la historia por cortesía del disfuncional sistema de acogida. Ahí se acabaron los hechos y los rumores tomaron el relevo.
Incluso en lugares como el club de Thiago corrían rumores de sus brutales tácticas. Eran los dueños de la ciudad, de los políticos y de la policía. Todos se sometían a su voluntad o pagaban el precio. Los De la Cruz nunca transigían y nunca perdían. Mafia con una brillante capa de respetabilidad, cortesía de algunos frentes de negocios legítimos. La leyenda decía que habían traficado con drogas para la mafia y habían ascendido hasta ganarse la confianza del jefe. Se habían hecho con el control de la organización en un sangriento golpe que dejó muertos al líder y a todos sus lugartenientes. Se abrieron camino hasta la cima desde la nada, y eran tan brillantes como despiadados.
Siempre corrían rumores de que los federales andaban husmeando y de que faltaban testigos. La hermandad De la Cruz era insular y temida por todos, desde el alcalde hasta la escoria de los bajos fondos como Silvio y Thiago. Lo que me devolvió a mi pregunta sin respuesta. ¿Por qué me pagaron la noche?
Los rascacielos del centro de la ciudad se habían convertido en suburbios con mansiones rodeadas de verjas y situadas a una distancia respetable unas de otras, lo que garantizaba la intimidad. Un temblor sacudió mi cuerpo cuando me di cuenta de que nadie podía oírme gritar. ¿Y si cruzaba esas puertas y no me volvían a ver? ¿Lo sabría alguien alguna vez, o sólo sería una estadística más? ¿Le importaría a alguien?
—¿Tienes frío?— La voz grave de Ángelo me sobresaltó, y se me escapó un pequeño chillido, mostrando el ratón indefenso que era.
Le dirigí una mirada y sus cejas se fruncieron, esperando una respuesta, y yo hice un gesto negativo con la cabeza. Sacó el sobre de Thiago y examinó su contenido. Sospeché que era mi contrato firmado, que le daba licencia para hacer lo que quisiera, y un certificado del médico que me daba el visto bueno y me declaraba inminentemente follable sin protección.
Me invadió la ira, pero la reprimí. Era una noche más en la que tenía que buscarme la vida, y mañana escaparía o moriría en el intento. Thiago iba a seguir la recomendación del médico. Podía sentirlo en mis huesos. Era sólo buena economía, y Thiago era todo dinero. Había sido una tontería pensar que la emoción podría influir en su decisión, porque Thiago era incapaz de sentir nada. Thiago podía cobrar más por dejar que los hombres me follaran desnuda y, suponiendo que el médico tuviera razón y yo empezara a producir leche, tenía hombres dispuestos a pagar mucho dinero por una pequeña perversión. Thiago ganaba y yo perdía. Me quedaba preñada, me obligaba a abortar y me ponía a hacer de nodriza de un puñado de enfermos.
Atravesamos un conjunto de puertas ornamentadas y me fijé en los guardias que custodiaban la caseta junto con un pastor alemán de aspecto feroz. Reprimí un escalofrío y luché por mantener a raya los recuerdos del tiempo que pasé a merced de Silvio. La limusina recorrió un largo y sinuoso camino hasta llegar a una magnífica mansión neoclásica que destilaba estilo y gritaba riqueza.
La limusina se detuvo bajo un pórtico, Víctor corrió a su alrededor y abrió la puerta del auto. Ángelo salió y Víctor me ofreció la mano. A pesar de que quería esconderme en la limusina, sabía que no era una opción real. Su mano, grande y cálida, envolvió la mía, me sacó del auto y seguimos a Ángelo como los dos sirvientes que éramos. La mano de Víctor se posó en la parte baja de mi espalda y el calor quemó el fino material de mi vestido.
Entramos en lo que supuse que era el despacho de Ángelo. Todo en la habitación era sobredimensionado y masculino. El suelo de madera noble reluciente estaba cubierto de gruesas alfombras persas que amortiguaban nuestros pasos y calentaban la estancia. En una de las paredes había estanterías del suelo al techo repletas de libros encuadernados en piel que me hicieron pensar que estaba en una lujosa biblioteca universitaria. Un enorme escritorio dominaba el espacio. Oscuro e imponente, sospeché que era aquí donde Ángelo aplastaba a sus enemigos y planeaba su muerte. Al otro lado de la sala había un elegante bar de madera con taburetes de cuero. Los ventanales daban a los jardines y a la enorme piscina. Si viviera aquí, nunca trabajaría. Me pasaría todo el tiempo contemplando los hermosos jardines, que me recordaban a un país de hadas encantado, con sus fuentes burbujeantes y miles de luces parpadeantes. Era precioso. Y probablemente comprado con sangre y traición, me recordé a mí misma.
—Únete a nosotros, hermano—, le dijo Ángelo a Víctor mientras le daba una palmada en el hombro como si fueran viejos amigos.
Cualquiera que fuese la relación, Víctor era mucho más que un simple chófer y guardaespaldas. El calor surgió al pensar que podría unirse a nosotros. Me sorprendió el auténtico deseo que sentí ante esa posibilidad.
—Esta noche no—. Víctor se negó y Ángelo se rio como si fuera una broma interna y ninguno de los dos hubiera esperado que dijera que sí. Me invadió un hilillo de decepción.
Víctor se volvió hacia mí e inclinó la cabeza a modo de despedida. —Volveré a por usted por la mañana, señorita.
Se marchó y me quedé sola en la boca del lobo, con el rey de la manada. Ángelo destapó una de las jarras de cristal y se sirvió un vaso de whisky.
—¿Quieres?— Preguntó.
El corazón se me aceleró y el pulso casi me dio un vuelco cuando dirigió su atención hacia mí.
—No, gracias.— No estaba segura de cuándo me había vuelto tan educada. Tal vez era estar rodeada de toda esta riqueza. Tal vez el dinero podía comprar cualquier cosa, incluyendo la clase.
Devolvió el whisky y observé la suave columna de su garganta mientras tragaba. Era fascinante y aterrador.
—¿Te has follado a alguien en los últimos dos días?
El repentino giro de la conversación me pilló desprevenida y el calor me subió por el cuello y me manchó las mejillas. Elegí un lugar en la pared detrás de él y me quedé mirándolo, mirando a todas partes menos a su cara. La vergüenza y la humillación me invadieron como un lodo tóxico. No iba a decirle que me había tirado a alguien, y desde luego no iba a admitir que ese alguien había sido mi padre. Conociendo mi suerte, Ángelo me mataría por violar los términos del contrato que creía que había firmado o, peor aún, mataría a Thiago y me dejaría sola con Silvio.
—No—, murmuré y recé para que no se diera cuenta de que mentía.
Le eché un vistazo y sus ojos se entrecerraron ligeramente al estudiarme. Me moví de un pie a otro antes de obligarme a quedarme quieta.
—¿Cómo te llamas?— preguntó por fin, y yo exhalé un suspiro tembloroso e ignoré la debilidad de mis rodillas que hacía que quisieran doblarse de alivio.
—Como tú decidas—, respondí automáticamente.
Ángelo soltó un bufido burlón. —Intentémoslo otra vez. Me llamo Ángelo, ¿y tú?.
Enarcó una ceja oscura y esperó.
—B..., Blanca.— Tartamudeé.
Su expresión decía que no me creía, pero me importaba un bledo si pensaba que era mi nombre o no. Mis cejas se alzaron antes de que consiguiera controlar mi expresión. Ambos sabíamos que era irónico que un hombre con un nombre falso se preocupara porque yo usara uno.