—Vale, Blanca—. Su voz se tiñó de escepticismo al pronunciar mi nombre. —¿Cuáles son tus límites?
No tenía ni idea de lo que estaba hablando. La tensión se apoderó de mí y el sudor se acumuló en mi, y resistí el impulso de limpiarme las manos húmedas en el vestido. ¿Tenía que decirle que no haría algo? ¿Y si cancelaba el contrato o le costaba dinero a Thiago?
—¿Ninguno?— Dije
Sus cejas se fruncieron mientras la confusión se reflejaba en su rostro. —¿No tienes?— Preguntó, perplejo.
Negué con la cabeza, temiendo que mi voz sonara como la de un animal estrangulado, traicionando el hecho de que no sabía de qué estaba hablando.
—¿Cuál es tu palabra de seguridad?— Me preguntó cuando no le di más detalles.
—¿Palabra de seguridad?— Repetí como un idiota.
Exhaló un suspiro exasperado, acompañado de un giro de ojos. —¿Cuánto tiempo llevas siendo puta, Blanca?—. espetó.
Puede que fuera porque llevaba ropa de verdad por primera vez en dos meses, o porque alguien había sido amable conmigo, pero estaba fuera de juego. Desprevenida cuando me llamó puta, sus palabras me golpearon con la misma fuerza que un puñetazo en el estómago, y se me saltaron las lágrimas. Desvié rápidamente la mirada y miré al suelo, fingiendo fascinación por el intrincado diseño de la costosa alfombra heredada. Apreté los labios y me obligué a no llorar mientras la desesperación caliente y amarga se arremolinaba a mi alrededor.
—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?— Repitió. Probablemente fue mi imaginación, pero su voz sonaba más suave.
Tragué más allá del nudo en la garganta que amenazaba con robarme la voz. —Cincuenta y cinco días—, susurré.
Apenas oía mi voz, pero supe que me había oído cuando se pasó una mano agitada por aquella melena rebelde. El calor de su mirada me abrasó, pero no me atreví a levantar la cabeza y mirarle a los ojos. No dejaría que me viera llorar. No era la primera vez que me llamaban puta, y desde luego no sería la última. Sólo era la primera vez que me dolía. La verdad era simple. Por mucho que mi mente luchara contra la realidad, yo era una puta. No importaba si me vestía con ropa cara de diseño y bebía champán en copas de cristal en la parte trasera de una limusina. Eso es todo lo que tipos como este siempre me verían. Es todo lo que siempre seré.
—Alba, tu palabra segura será alba. Si no quieres hacer algo, o se vuelve demasiado intenso, usa tu palabra de seguridad y parará inmediatamente.
Ni por un minuto creí que no habría consecuencias por decir que no. Si metía la pata en un contrato con los De la Cruz, era como si estuviera muerta, o al menos desearía estar muerta cuando Silvio me pillara.
—¿Entiendes?— Me pinchó como si pensara que no estaba del todo segura.
Su presencia me hizo sentir más pequeña, menos de alguna manera, así que asentí con la cabeza, incapaz o no dispuesta a responderle porque no lo entendía. Por mucho que lo intentara, no podía imaginar por qué querría engañarme para violar el contrato, pero nada de lo que decía tenía sentido.
—Usa tus palabras, Blanca.
—Sí, lo entiendo—. Me atraganté con la garganta contraída.
—Firmaste el contrato—. Había más preguntas en esa afirmación de las que me hubiera gustado.
Me estudió y el terror ardió como ácido caliente por mis venas, y resistí el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho. Aquellos ojos veían demasiado y, si seguía mirándome, descubriría la verdad. Me cuadré de hombros, incliné la barbilla y le lancé una mirada desdeñosa, esperando que la bravuconería y la mala leche taparan la verdad.
—Sabes que sí.
—Bien—, espetó.
Bien no sonaba realmente bien en este caso. Sonaba como si estuviera debatiendo sobre medirme para una bolsa de cadáveres. No estaba segura de lo que me había pasado, pero tenía que controlar mis reacciones, o algo malo iba a pasar. Ponerle un cebo a Ángelo De la Cruz era un suicidio. Me hizo un gesto para que lo acompañara y lo seguí obedientemente por el pasillo. Mis zapatos hacían un ruido sordo en el suelo de mármol pulido y, de repente, el lugar me recordó más a un mausoleo que a una casa. Decidí que la frialdad y el presentimiento encajaban con la personalidad de Ángelo. Menos mal que era rico, porque no ganaría ningún premio a la simpatía.
Ángelo atravesó unas pesadas puertas de madera y entramos en lo que yo podía describir como una enorme "man cave". El débil olor a puros impregnaba el aire. Mis ojos escudriñaron los alrededores, asimilándolo todo. Sólo había visto algo así en las películas. Lo primero que me llamó la atención fueron los ventanales de seis metros que, cuando miré más de cerca, contenían una serie de puertas francesas que daban a un porche. Entre cortinajes de pesadas cortinas de terciopelo, gritaban nobleza del viejo mundo. A mi izquierda había una chimenea con una repisa de madera oscura ornamentada. El calor penetraba en la habitación y combatía el frío, pero de todos modos me froté los brazos instintivamente.
A mi derecha había una mesa de billar cubierta de fieltro rojo y una barra de madera oscura bien surtida de licores de primera calidad. Unas preciosas alfombras en tonos joya cubrían el suelo de baldosas y amortiguaban el sonido. Cómodos muebles de gran tamaño, de telas y texturas variadas, se habían colocado estratégicamente por toda la sala, creando espacios de conversación. El efecto general era de decadencia masculina. Me pregunté cómo sería vivir en un lugar así. ¿Tendrías siempre miedo de derramar algo sobre la lujosa alfombra, o te envolvería en su lujo y alejaría todas tus preocupaciones?
Ángelo se sentó en la barra y dos hombres se acercaron a mí al unísono. Su gracia felina me recordaba a la de los gatos domésticos mimados. Uno era ligeramente más alto que el otro, pero ninguno era bajo. Ahí acababan las similitudes.
El más bajo lucía un cabello castaño muy bien peinado, con toques de castaño rojizo, que brillaba bajo la luz tenue diseñada para hacer que la enorme sala resultara acogedora. Vestido con pantalones oscuros y una camisa azul abotonada abierta por el cuello, parecía un tipo aburrido y serio. Yo apostaba por un abogado. Sus ojos agudos me recorren de pies a cabeza y viceversa, evaluándome. A medida que se acercaba, me di cuenta de que sus ojos eran de un azul brillante que me recordaba a un día despejado de primavera. Eran más oscuros que los de Ángelo e infinitamente más cálidos, pero había un borde afilado en él. Su cuerpo esbelto y duro y su porte grácil sugerían que estaba en forma. Era una contradicción interesante. Correr o artes marciales, supuse, mientras mi confuso cerebro se preguntaba por qué me importaba. Era guapo de una forma aburrida, si te gustaban los tipos corporativos.
Su compañero era todo lo contrario. Mientras que todo en el Sr. Abotonado estaba exprimido a la perfección, éste era un espíritu libre. Derrochaba despreocupación. Desde el desgreñado pelo rubio oscuro, que parecía haberse peinado con los dedos, hasta la barba de dos días que adornaba su fuerte mandíbula, me hizo pensar que estaría más a gusto haciendo surf que en esta mansión palaciega. Sus vaqueros desgastados probablemente habían visto más cumpleaños que yo, y la sudadera con capucha verde oscuro era claramente una de sus favoritas, si los puños deshilachados servían de indicación. Se le notaba un aire relajado y tranquilo, y me dedicó una sonrisa fácil mientras se acercaba.
Me di cuenta de que le estaba devolviendo la sonrisa, una genuina, y no una que hacía que sintiera que mi cara iba a resquebrajarse por el esfuerzo. Me recordé a mí misma que las apariencias engañaban y que el —surfista— aún podía hacerme daño.
—Soy Andrés—, dijo el tipo con aspecto de abogado corporativo. —Y este es Adán—. Señaló a su amigo.
—Blanca—, respondí como si estuviéramos teniendo una conversación normal y no estuviera aquí porque hubieran pagado por sexo. Todo era un poco surrealista.
—Hermoso nombre para una hermosa chica—. Andrés respondió y me sonrió.
Levantó la mano e instintivamente me estremecí cuando me tocó la cara. Sus labios se aplanaron en una línea sombría y contuve la respiración, esperando no haberle ofendido. En lugar de gritarme, me pasó las yemas de los dedos desde la sien hasta la mandíbula con un suave toque susurrante que me hizo revolotear el estómago como mil mariposas atrapadas bajo una red. Casi suspiré ante el lujo de aquel tacto suave.
—¿Quieres tomar algo, hermosa Blanca?
—No, gracias.— Ahí estaba otra vez, esa refinada cortesía que no encajaba conmigo en absoluto.
Levantó el labio, como si supiera mi secreto. Adán se colocó detrás de mí y me rodeó la cintura con un brazo, acariciándome el cuello. La sudadera era suave contra mi espalda desnuda y me relajé con él sin pensarlo demasiado.
Por el rabillo del ojo, un movimiento captó mi atención, y mi corazón dio un tartamudeo vicioso cuando un hombre se materializó silenciosamente en la pared. ¿Había estado allí de pie todo el tiempo? Necesitaba dominar mejor mi entorno o acabaría muerta por estúpida. Se acercó, como una pantera acechando a su presa, y algo parecido a un gemido burbujeó en mi garganta. Sus ojos se clavaron en mí, y estaba claro que yo era la presa. La inmensa habitación me pareció pequeña, reducida a nosotros dos. Su presencia me hipnotizó, y todo el oxígeno parecía haber sido succionado del espacio que me rodeaba mientras luchaba por respirar superficialmente.
Era grande como Ángelo, con los mismos hombros anchos que se estrechaban hasta una cintura estrecha y piernas largas y musculosas, pero éste era completamente salvaje. El sedoso pelo n***o le rozaba la parte superior de los hombros, enmarcando sus pómulos afilados, y sus ojos oscuros e hipnóticos estaban bordeados por las pestañas oscuras más hermosas y largas que jamás había visto en un hombre. Era absolutamente impresionante, todo ángulos afilados y poder masculino en bruto que me atraía a un nivel primario. Se me aceleró el pulso en la base de la garganta y mis costosas bragas se humedecieron vergonzosamente.
Aspiré desesperada y mis ojos se desviaron hacia su boca, posándose en aquellos labios carnosos y exuberantes que sentía un deseo casi incontrolable de besar, sólo para comprobar si eran tan suaves y talentosos como parecían. Espabila, gritó mi cerebro racional, pero mi cuerpo no me escuchaba.
Lo escudriñé de pies a cabeza, sin molestarme en ocultar mi descarada evaluación. Follármelo no sería una dificultad, decidí rápidamente. Unos vaqueros desgastados, una camiseta negra pintada que mostraba sus impresionantes abdominales y unas botas negras de motorista completaban su imagen de chico malo. Un tatuaje asomaba por la manga de su camiseta, y todo lo que pude distinguir fue la hoja de una daga con sangre goteando de la punta. Me dio la impresión de que sería un tipo duro de pelar, pero maldita sea si no pensaba que podría merecer la pena.
—Alba Blanca—, combinó mi nombre y la palabra de seguridad asignada. Su voz era como el terciopelo, pero contenía una lejanía que hizo que mis fantasías carnales frenaran de golpe. Parecía cabreado de que estuviera aquí, o tal vez de que Ángelo me hubiera dado una palabra de seguridad. Esta noche estaba a punto de pasar de lo extraño a lo absurdo, y la ansiedad hizo que se me cerraran las tripas.
Sus ojos recorrieron mi cuerpo, devolviéndome el favor de una evaluación descarada, y mi piel se calentó bajo la intensidad. Cuando sus ojos se deslizaron hacia mis pechos, mis pezones traidores se erizaron y se tensaron contra el vestido. Sus ojos se posaron en los picos tensos y su labio se levantó.
—Parece bastante robusta, pero intenten no romper su juguete nuevo, chicos—. Era una mezcla entre una burla y una advertencia.
—Que te den, Adonis—, respondió Adán con buen humor.
Adonis enarcó una ceja en señal de desafío, acompañada de una sonrisa burlona, y acto seguido giró sobre sus talones y se marchó. Me quedé mirando cómo se alejaba, pensando que aquellos vaqueros tan desgastados abrazaban su culo de primera clase.
Ángelo estaba sentado en la barra, observando toda la escena, y tuve la sensación de que observar era lo suyo. Le dio una copa a Adonis y Ángelo volvió a escribir algo en su teléfono. No paraba de trabajar y era el líder indiscutible de la manada. También sospeché que era el mayor, pero todos parecían tener más o menos la misma edad. Supuse que rondarían los treinta. Eran un grupo ecléctico y me pregunté cómo se desarrollaría la velada. Hasta ahora, Ángelo no había mostrado ningún interés por mí y Adonis parecía hosco. Andrés y Adán estaban decididos a divertirse, pero el comentario de Adonis, junto con los requisitos del contrato, me preocupaban. Esperaba que no me esperara una noche larga y dolorosa.
Adán me apartó el pelo y besó el punto sensible donde se unían mi cuello y mi hombro, haciendo que la piel se me pusiera de gallina. Sus manos se deslizaron hacia mis caderas y apretó su creciente erección contra mi trasero.
Empezó el juego, pensé.