Thiago me señaló su despacho, donde esperaba el doctor, y me sorprendió que Thiago me siguiera dentro.
—Tenemos una fiesta VIP pasado mañana. Quieren los resultados de sus análisis para demostrar que está limpia—. le dijo Thiago al doctor.
El médico frunció el ceño y asintió con la cabeza, acercándose a su maletín y rebuscando en él.
Thiago se volvió hacia mí. —Es tu día de suerte—. Lo dudaba, pero esperé a que continuara. —Van a follarte sin condón y no quieren que lo hagas con nadie más durante las cuarenta y ocho horas previas a la sesión. Pagaron muy bien, así que acepté.
Sentí calor y luego frío. No estar obligada a follar con nadie durante un par de días sonaba bien, pero hacerlo sin condón no. ¿Acababa de utilizar Thiago la palabra generosamente, como si no fuera un matón callejero? Mi mente se fracturó en diferentes direcciones, tratando de determinar lo que realmente estaba pasando porque era más de lo que Thiago estaba diciendo.
—¿Cuántos?— le pregunté. Pensé que no me contestaría, pero lo hizo.
—Cuatro.
Follar sólo con cuatro hombres no sonaba tan mal, pero sospechaba que lo pagaría de otras maneras. Con suficiente dinero, Thiago dejaría que me hicieran daño. No era tan estúpida como para pensar que no lo haría.
Thiago se volvió hacia el doctor. —Pero aún puede usar la boca—. Me guiñó un ojo e hice lo posible por no reaccionar. —Mándala fuera cuando termines. Tiene clientes.
El médico asintió y Thiago nos dejó. Intenté que no se me notara el odio en la cara mientras observaba su retirada.
Extendí el brazo, el médico me hizo un torniquete y apreté el puño hasta que encontró una vena. Deslizó la aguja con pericia y soltó la banda, llenando un par de viales de sangre. Sacó la aguja, me puso un algodón en el brazo y me lo vendó.
—Vamos a ver—. Palmeó el escritorio de Thiago.
Me subí al escritorio, sin saber exactamente qué quería o si intentaría follarme, aunque Thiago le dijo que no lo hiciera.
—Túmbate y abre las piernas—. La irritación se apoderó de su voz e hice lo que me dijo, bajando con cuidado de no golpear nada.
Me pregunté vagamente cuántas veces me habían dado esa orden en los últimos dos meses. Si no lo supiera, podría haber pensado que abrir las piernas era mi nombre, y tal vez ahora lo era. A eso me habían reducido. Tres agujeros. No era una persona, era un juguete. Uno que ni siquiera se había resistido. Aunque me habría hecho daño, habría hecho daño a mi hermano y habría sido inútil, las náuseas seguían recorriéndome por lo débil y estúpida que había sido. Debería haber huido la noche que Thiago apareció en el apartamento. Me habría dado la oportunidad de encontrar una forma de atrapar a Felipe, pero había estado tan paralizada por el miedo y la negación que no había hecho nada para evitar mi destrucción.
Mi padre nunca había sido un hombre cariñoso, pero lo había subestimado. Ni en un millón de años pensé que me vendería a Thiago para salvar su propio culo. Demasiado tarde, me di cuenta de que no era sólo apatía lo que mi padre sentía por mí; era odio. Siempre lo había sido. No tuve ninguna conexión con él mientras crecía. Ni siquiera me parecía a él. Tenía el pelo oscuro, los ojos oscuros y una piel dorada que delataba su herencia italiana. Era alto y ágil. Yo era un calco de mi madre. Menuda, rubia, con curvas y ojos avellana. Mi hermana pequeña y Felipe habían salido a él, y aunque no era el padre del año, parecía tolerarlos. Mi madre y yo siempre habíamos sido el blanco de su furia de borracho. El amargo remordimiento me había perseguido todos los días desde aquella fatídica noche. Si hubiera huido, habría tenido opciones. Ahora era impotente.
El médico me subió la falda y me abrió las piernas. Reprimí un suspiro. Ya parecía un hueso de la suerte y si me separaba más las piernas, podrían romperse.
—Pareces cruda—. Comentó y me metió tres dedos con una mano y presionó mi abdomen con la otra. Me estremecí ante la brusca intrusión. Sin duda estaba dolorida, y ni siquiera se había molestado en ponerse lubricante o guantes, como si me estuviera castigando por algo. No era culpa mía que Thiago no le dejara follarme.
—Te daré un antiinflamatorio, y eso debería ayudar. Y un supositorio para ayudar a calmar la crudeza.
Pasó más tiempo masajeándome por dentro de lo que era clínicamente necesario, y el bulto en sus pantalones delataba que lo estaba disfrutando. Tiró de sus dedos hacia delante, golpeando ese punto placentero justo dentro, y yo cerré los ojos e incliné las caderas, cabalgando sobre su mano, fingiendo que era otra persona y que no estaba desparramada sobre el escritorio de Thiago. Si podía hacerle creer que me gustaba, acabaría bajando la guardia o incluso podría ayudarme. De los tres hombres, él era el eslabón más débil. Pervertido pero no cruel. Nunca convertiría a Thiago o Silvio, pero el doctor podría ser una posibilidad.
Su otra mano me acarició el clítoris, me estremecí al contacto y él me penetró más profundamente con los dedos, cubriendo su mano con mi creciente humedad. Gemí de un placer que no sentía y cabalgué sobre su mano, agitándome contra ella.
—Eso es—. Elogió.
La frustración me inundó con otro chorro de excitación. Sus dedos abandonaron mi clítoris y estuve a punto de gritar de decepción, pero me contuve. No se trataba de excitarme, sino de convencerle de que no era una amenaza y de que confiara en mí.
Un zumbido captó mi atención y abrí los ojos justo cuando me tocaba el clítoris con un vibrador. Un placer inesperado me recorrió y el calor se extendió por mi vientre.
—Oh sí,... que bien.— Me follé a mí misma con sus dedos en serio. Sonidos guturales de apreciación masculina brotaron desde lo bajo de su garganta ante mi pequeño espectáculo.
Si fingía que era otra persona y que no era la sexagésima vez que me violaban, podría excitarme. Sus dedos se deslizaron dentro y fuera de mí con facilidad y, casi sin previo aviso, el cosquilleo en la base de mi columna estalló en placer y me contraje alrededor de su mano mientras me desgarraba sobre el escritorio de Thiago. Me recorrió una oleada tras otra de placer, y utilicé el puño para ahogar un grito cuando el último temblor sacudió mi cuerpo. Una parte de mí odiaba haber orgasmeado por ese asqueroso bastardo, pero la otra sabía que no significaba nada.
El doctor apagó el vibrador, lo dejó a un lado y sacó los dedos. Me los tendió para que los examinara. Estaban untados y brillaban por mi excitación, y me los acercó a los labios. Saqué la lengua y lamí sus dedos, chupando cada uno de ellos y haciéndolos girar hasta que quedaron completamente limpios. Sus ojos se dilataron y su erección se tensó contra la parte delantera de sus pantalones.
Rebuscó en su bolso y encontró un frasco, sacudió un par de pastillas y las colocó sobre el escritorio. Esperaba que no fueran nada adictivo, pero mi cuerpo estaba magullado y maltrecho por lo de ayer, y si iba a entretener a clientes VIP durante toda la noche, necesitaba algo.
Rebuscó un poco más en su bolsa y sacó unos cuantos suministros. Puso un supositorio con aspecto de bala en algo parecido a un aplicador de tampones, pero mucho más largo. Me lo introdujo en la v****a. Debía de medir al menos veinte centímetros, probablemente más, deslizando lentamente la larga varilla de plástico dentro de mi canal húmedo. Era imposible saber si intentaba colocarla o si simplemente disfrutaba follándome con el aplicador de plástico o con cualquier otra cosa que encontrara. Sospeché que simplemente era un pervertido y que le excitaba. Mientras lo deslizaba dentro y fuera, era una sensación extraña, pero no me dolía, así que le dejé hacer. No fingí que me gustaba, pero no me aparté. Simplemente dejé que pasara. Parecía como si estuviera en trance, viendo cómo se deslizaba lentamente y desaparecía de mi vista. Empezaba a pensar que mi sospecha de que el doctor no estaba del todo bien podía ser cierta.
No se me había pasado por alto la expresión de enfado que cruzó su cara cuando Thiago dijo que no le estaba permitido follarme, y no quería que hiciera algo peor. Al cabo de un par de minutos, introdujo el aplicador de plástico hasta el fondo y los dedos de mis pies se curvaron en respuesta cuando me rozó el cuello del útero y sentí el correspondiente calambre. Apretó el émbolo y se tomó su tiempo para sacármelo, prefiriendo dejarlo dentro mientras volvía a guardar el material en su maletín. Tendida sobre el escritorio de Thiago, con las piernas abiertas y el aplicador de plástico colgando de mi coño, me pregunté brevemente si sería posible tomar suficientes pastillas para hacerme olvidar o, si tenía suerte, matarme. Ahora mismo, ni siquiera me importaba.
Después de guardar sus cosas, me quitó el aplicador y me ayudó a sentarme, con el culo desnudo sobre el escritorio de Thiago, esperando que no derramara sobre él lo que acababa de inyectarme. El doctor tomó las pastillas y me las tendió. Abrí la boca y me las puso en la lengua. Abrió una botella de agua y me la acercó a los labios. Bebí un trago y me tragué las pastillas. Abrí la boca y se las enseñé.
—Súbete la camisa.
Me la subí y me examinó los piercings de los pezones, retorciéndolos de un lado a otro. Era más una sensación de tirón que de incomodidad.
—Estos parecen casi curados. Creo que podemos empezar—. Me quitó la camiseta y la sacudió.
Metió la mano en el bolso, sacó un artilugio de aspecto extraño y lo enchufó a la pared. Dos botellas estaban conectadas a una bomba eléctrica. Cada botella estaba provista de lo que parecían ventosas.
—Sacaleches—. Dijo a modo de explicación. —Thiago quiere hacerlo, pero cuesta mucho—. El médico negaba con la cabeza. —Tendría que hacerlo veinte minutos al día, varias veces al día, durante semanas, si no meses. El embarazo sería mucho más fácil.
Hablaba sobre todo solo, pero la parte del embarazo me asustó mucho. Seguramente Thiago no me dejaría preñada, pero no le veía dejándome tanto tiempo libre para llevar esta cosa.
—Thiago podría cuidarte y, a tu edad, tu cuerpo se recuperaría rápidamente—. Agitó la mano en un gesto despreocupado. —Sería fácil encontrar un comprador para el bebé, y entonces no tendríamos que liarnos con todo esto—. Señaló con enfado el sacaleches. —Ni siquiera perdería tanto dinero. Podrías seguir follando hasta dar a luz. Quiero decir, Thiago podría tener que poner algunos límites. Pero sólo sería durante unos meses.
Tenía la boca abierta, pero no emitía ningún sonido. Cerré la boca con un chasquido audible de dientes, paralizada por el miedo y la repulsión que me robaban la voz. ¿Criarme y vender mi descendencia? ¿Cómo ganado? Qué mierda. Estaba claro que el doctor no estaba del todo bien, y la probabilidad de que pudiera convencerlo de que me ayudara a escapar parecía disminuir a medida que su locura se hacía más evidente. Esperaba que no hablara con Thiago sobre su idea. Utilizaría el estúpido artilugio tantas veces como hiciera falta si con ello evitaba que Thiago me impregnara.
El doctor sacó una jeringuilla de un vial que ahora reconocía. Eran las hormonas que me había estado inyectando durante los dos últimos meses. Me hizo un frotis en la cadera y me puso la inyección.
—Si Thiago sigue adelante con esto, al menos ya no necesitarás estas inyecciones—. Dijo conversando.
—¿Por qué?— pregunté, con auténtica curiosidad.
Sus ojos de halcón se clavaron en los míos y traté de aparentar que no me importaba lo más mínimo. Fingí que sólo estaba conversando, no recabando información.
—Hace que tu cuerpo piense que estás embarazada. Luego dejamos las inyecciones y tu cuerpo piensa que hay un bebé al que tiene que alimentar. El cuerpo femenino es una obra de arte—.
Murmuré mi asentimiento, pensando que una obra de arte debía ser respetada, no criada como un animal. No sabía cuál era la historia del doctor, pero era fácil adivinarla. Había sido un médico respetado que tenía debilidad por el juego y las prostitutas, y se había metido demasiado con Thiago. Ahora Thiago era su dueño, como lo era de mí. Cada vez que agredía a una de las chicas de Thiago, su humanidad se deslizaba un poco más hacia la depravación y se hundía más.
El médico encendió la máquina y un suave zumbido rompió el silencio. Intenté apartarme cuando me colocó uno de los vasos de plástico en el pecho, pero emitió un sonido de advertencia. Si no obedecía, me llevaría a Thiago o, peor aún, a Silvio.
Una suave succión tiró de mi pezón. Era incómodo, ya que mi pezón se estiraba para llenar el vacío. tomó el segundo y lo colocó en mi otro pecho. Subió el dial y la suave succión se convirtió en un fuerte tirón. Miré hacia abajo y jadeé al ver cómo se alargaban mis pezones. Asombrada por el estiramiento, me aterrorizaba que se quedaran así. El zumbido aumentó, y con él la presión.
El doctor se bajó la cremallera, indicándome que me pusiera en el suelo. Intenté mantener la mano en el dispositivo clavado en mis pezones, tirando de ellos mientras me arrodillaba frente a él, ignorando la dureza del suelo de madera presionado contra mis rodillas. Parpadeé y traté de concentrarme. Por primera vez desde que había empezado este calvario, me sentía inhumana, como ganado y no como una persona. Ni siquiera cuando me empalaron con un taco de billar me había sentido tan degradada. Cuando aquel motorista me había metido una bola de billar en el coño, lo había sentido como lo que era, una agresión, pero ahora me sentía invisible. Menos que humana. Una vaca siendo ordeñada.
Solté los biberones y dejé que colgaran de mis pechos. El peso aumentaba la incomodidad mientras colgaban sin apoyo. Levanté el brazo y tomé al doctor con la mano, le lamí la parte inferior y le pasé la lengua como a él le gustaba. Lo bombeé con la mano y me lo metí en la boca hasta la garganta. Sus manos se enredaron en mi pelo y sus caderas se impulsaron con avidez contra mi cara. Cada empujón hacía que los biberones que colgaban de mis pezones se sacudieran.
Mi lengua tanteó la pequeña hendidura de su pene y el sabor ácido y ligeramente salado golpeó mi lengua. Me obligué a respirar por la nariz y dejé que mi garganta se relajara, permitiéndole deslizarse más profundamente. Se me humedecieron los ojos cuando sus embestidas se volvieron más duras y erráticas, pero se estaba acercando. Levanté la mano y le acaricié los huevos, masajeándolos y tirando de ellos con suavidad. No sabía por qué nunca me había fijado en eso ni qué importancia tenía. Unos cuantos empujones más y entró en erupción. Estaba tan metido en mi garganta que no tuve más remedio que tragarme cada oleada que salía caliente y espesa en mi boca. Se la chupé hasta que se ablandó y luego me retiré, asegurándome de limpiarle hasta la última gota. Los estúpidos biberones seguían colgando de mis pezones mientras la malvada máquina bombeaba rítmicamente cada pecho.
—De vuelta en el escritorio.
Me levanté y el alivio de estar arrodillada sobre la madera fue instantáneo. Volví a sentarme en el escritorio mientras él ajustaba el sacaleches. Accionó el dial una vez más y la succión aumentó. Me agarró la mano y tiró de ella cuando intenté quitar el accesorio. El dolor se estaba volviendo insostenible.
—Unos minutos más. Puedo estimularte—. Metió la mano entre las piernas, pero moví la cabeza negativamente, me mordí el labio y apreté los puños. Pensé que me tocaría de todos modos, pero dejó caer la mano.
Cuando se acercó y apagó la máquina, estaba a punto de desmayarme. El alivio fue instantáneo, pero mis pechos palpitaban dolorosamente con cada latido de mi corazón. El médico rompió el precinto y retiró la bomba. Mis pezones estaban extrañamente distendidos e hinchados. La zona circundante estaba roja e hinchada.
—Le dejaré esto a Thiago. Tendrás que hacer esto veinte minutos cada tres horas—. Dijo.
No podía imaginarme pasar por eso varias veces al día ni que Thiago me dedicara tanto tiempo, pero conociendo a Thiago, se las ingeniaría para que alguien me follara mientras lo hacía. El médico retomó y salimos del despacho de Thiago.
—Blanca, habitación dos—, llamó Thiago. Asentí con la cabeza y atravesé la puerta, con los pechos palpitantes y los pezones tan sensibles que la tela de la camisa me rozaba, haciéndome apretar los dientes.
Un par de horas más tarde, salí de la habitación. Me dolía la mandíbula después de ocho mamadas, y tenía náuseas por haber tragado tanto, pero nadie me había follado, y eso ya era algo. Levanté la mano y me masajeé la mandíbula mientras me dirigía al baño. Lo que sea que me hubiera insertado el médico me había aliviado el dolor del coño, y me di cuenta de que hacía semanas que no sentía un dolor sordo entre las piernas que me recordaba que me acababan de follar.
Tras cerrar la puerta del baño, me arrodillé frente al retrete y me metí el dedo en la garganta, obligándome a vomitar. Tuve un par de arcadas y luego vomité, vaciando el estómago. Tiré de la cadena y descansé unos minutos sobre las rodillas, pensando que no era un día tan malo. Me di cuenta de lo estúpida que parecía esa afirmación. Literalmente, acababa de chupársela a ocho desconocidos y de vomitar su semen, pero de algún modo eso me parecía menos violación que el hecho de que me follaran. Por un minuto, pensé que era posible sobrevivir a esto. En retrospectiva, debería haberlo sabido.