Acomodé la cabeza bajo la barbilla de Ángelo y él me acarició la espalda suavemente. Deshuesada, me acurruqué contra él como una gatita, dejando que me llevara a un estado relajado de pura felicidad. Estar abrazada era como estar en el paraíso. Protegida del mundo, me olvidé de todos mis problemas y de que sólo era una puta a sueldo. Alejada del mundo real, fingí que lo nuestro era auténtico.
A Ángelo parecía no importarle en absoluto que siguiéramos fusionados y que nuestra humedad combinada se convirtiera en un desastre pegajoso que manchaba su caro esmoquin. No hizo ningún esfuerzo por apartarme de él. En lugar de eso, me acercó y me besó en la cabeza.
—¿Cansada, Blanca?— Su voz profunda retumbó en su pecho.
—Un poco—, admití.
Sonrió contra mi cabeza. Atónita, me di cuenta de que el auto se había parado y el motor estaba apagado. Me pregunté cuánto tiempo habíamos estado aparcados. Mi sospecha de que Víctor había oído mi orgasmo de primera clase se confirmó cuando no abrió la puerta de un tirón. Discreta, como siempre, agradecí haber evitado aquel incómodo momento.
—¿Cuánto tiempo llevamos en casa?— Pregunté, demasiado relajada para preocuparme de que acababa de llamar casa tan despreocupadamente a la mansión De la Cruz.
—Un rato—. Ángelo se rio. —¿Estás lista para salir?
—No—, susurré, y presioné suaves besos a lo largo de su escultural mandíbula.
Los labios de Ángelo encontraron los míos y me besó, lento y sensual. Su lengua exploró y cartografió mi boca y mis labios con movimientos dulces. La ternura se apoderó de una parte dormida de mí y se me empañaron los ojos de lágrimas. De mala gana, se apartó.
—Vamos. Entremos y limpiémonos. Te haré un sándwich. Nadie puede vivir de esa comida que sirvieron anoche.
Me reí. De verdad, me reí como una adolescente. Lo achaqué a mi estado de éxtasis postorgásmico, que me había dejado medio descerebrada. Ángelo me sonrió. Una buena sonrisa que le llegó hasta los ojos.
Con un movimiento fluido, me sentó suavemente sobre él como si no pesara nada. Hice lo que pude para alisarme el vestido mientras él se acomodaba. Ángelo tomó la caja de terciopelo y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.
—No olvidemos esto.
Ángelo desbloqueó la puerta y Víctor la abrió. Ángelo salió y me ofreció la mano, y con un poco de forcejeo conseguí salir. Me temblaban las piernas cuando entré. Víctor me dedicó una sonrisa apreciativa y yo me ruboricé de un tono bermellón intenso. Me pregunté si aquellas paredes se resquebrajarían alguna vez, o si Víctor seguiría siendo un misterio para siempre.
Muy pegajosa y un poco dolorida, me excusé para ir al baño mientras Ángelo se lavaba y empezaba a preparar los bocadillos. Limpiándome lo mejor que pude, mis ojos se desviaron hacia el espejo. Me veía exactamente como me sentía. Bien jodida. Ojos brillantes, labios rojos e hinchados de tantos besos gloriosos, piel enrojecida con un par de mordiscos de amor visibles y una sonrisa boba. Me di cuenta de que era feliz, y eso me asustó muchísimo. La felicidad no era más que una frágil ilusión que no tenía cabida en mi vida. Era sólo el preludio de la inevitable caída.
Tomé una toallita, la mojé en el fregadero y me restregué furiosamente el maquillaje de la cara. Yo no era aquella chica. La que asistía a galas benéficas, pujaba por pendientes caros y se follaba a su novio en la parte trasera de una limusina tras una noche de diversión y negocios. No, yo era sólo una chica del lado equivocado de las vías. Una intrusa en un mundo de riqueza y privilegios. Una puta a sueldo.
Una parte de mí se preguntaba si Thiago y mi padre habían tenido razón. Yo pertenecía a un club como el de Thiago. Después de todo, había dejado que esos hombres me follaran, y a veces ni siquiera lo odiaba. Incluso antes de que me vendieran, me había tirado a bastantes hombres. Aunque puede que no obtuviera demasiados orgasmos de primera clase, solía excitarme una o dos veces. Me gustaba el sexo y, desde luego, no me importaba follarme a los De la Cruz. Eran una droga que ansiaba y para la que me abría de piernas siempre que querían. Incluso los buscaba, los seducía y les rogaba que me follaran. Era posible que este trabajo me gustara demasiado. Había perdido de vista mis objetivos y necesitaba perspectiva.
Mi padre siempre decía que yo tenía sueños estúpidos. Yo pensaba que eran medidos y razonables. Quería que me conocieran por mi cerebro y mi visión para los negocios, no por mis pechos. Era posible que tuviera razón. Yo era una niña tonta que no sabía cuál era su lugar. Él había decidido lo que yo era mucho antes de venderme. No era su hija; era una puta. Una a la que no tenía ningún reparo en follarse. La duda me asaltó. ¿Y si eso era lo único para lo que serviría? La parte verdaderamente jodida, si todos eran como los De la Cruz, no estaba segura de que me importara siquiera.
Con un resoplido, me quité las sandalias, salí del baño y caminé descalza hacia la cocina. Mi estómago se quejó. Nunca sería uno de esos insectos palo de largas extremidades y nula grasa corporal. Robusta, eso es lo que era. Puse los ojos en blanco y aparté los pensamientos sobre Adonis de mi cabeza. Había terminado con ese imbécil. Podía guardarse su preciosa polla para él solo. Química y hormonas. Eso era lo que metía a una chica en problemas. De aquí en adelante, todo eran negocios. Sí, ¿a quién estaba engañando? Ya había hecho alguna estupidez. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que ya estuviera un poco enamorada de todos ellos.
Al acercarme a la cocina, la voz agitada de Adonis me saludó y tragué un suspiro, preguntándome qué había hecho ahora. Ángelo y él estaban enzarzados en una acalorada discusión. Me refugié en las sombras y escuché.
—Vamos, Ángelo, no estás ciego. Viste lo mismo que yo—, imploró Adonis.
—¿Qué? Vi a un hombre cautivado por una mujer hermosa.
Adonis resopló burlón.
—Empieza a usar la cabeza de arriba. El parecido está ahí. La conexión. Te lo digo, ella no es quien crees que es—.
Un miedo helado me recorrió. ¿Adonis se referia a mí? ¿Quién se creía que era?
—¿Y qué es ella entonces, Adonis?— La voz cansada de Ángelo rompió el tenso silencio que se había instalado entre ellos.
—Problemas—, replicó Adonis. —De los que podrían meternos en medio de una guerra.
Ángelo se pasó una mano agitada por el pelo. —¿Por qué iba a mentir? ¿Ocultar la verdad a todo el mundo? ¿Crees que está tramando algún tipo de venganza?— El desafío era evidente en su tono.
—No creo que lo sepa. Creo que no lo sabe.
—Mierda.
—Exacto—, confirmó Adonis.
—¿Qué propones?
—Termina el acuerdo. Págale.
—Si es verdad, está en peligro. No seremos los únicos que lo descubran—.
Adonis suspiró. —Lo mantendremos entre nosotros por ahora. Déjame confirmarlo. No quiero crear el caos a menos que nos obliguen.
—¿Por qué? El caos es algo tuyo.
—Que te den—, respondió Adonis, pero no había calor en sus palabras. —Lo mejor es que esto termine. Sabes que tengo razón. No te metas en medio—.
—Lo sé—, confirmó Ángelo. —Pero me parece que ya estamos en el medio de todo.
No sabía con certeza si se referían a mí, pero la sensación de presentimiento me oprimía el pecho y me dificultaba la respiración. Necesitaba un poco de aire antes de enloquecer, exigir respuestas y ponerme una diana en la espalda. Fuera lo que fuese, no sonaba bien, pero por mi vida, no podía entender de qué estaban hablando. Yo no era nadie. Sólo un pedazo de basura cuyo padre la había vendido como juguete a un psicópata. Si yo tuviera poder, ¿de verdad creían que habría dejado que Silvio y Thiago me maltrataran? Seguramente me había equivocado y hablaban de otra persona. Me pregunté si tendría algo que ver con la reunión supersecreta de Ángelo con Artem Volkova. Eso tenía más sentido que algo relacionado conmigo.
Necesitaba aguantar unas semanas más, luego cobraría mi dinero y pondría fin a mi acuerdo. Marcharme. Salvar a Ángelo de sí mismo. Felipe y yo empezaríamos una nueva vida con nuevos nombres, y lo que fuera que nos acechaba, lo dejaríamos atrás.
En silencio, avancé por el pasillo, con los pensamientos revueltos y fuera de control. Ni siquiera estaba segura de adónde iba y acabé perdida. Estaba a punto de volver sobre mis pasos cuando la voz de Víctor captó mi atención.
—Necesito hablar con el agente especial a cargo. Dígale que soy Víctor Camarena. Sí, agente Víctor Camarena—. Enunció cada palabra como si le hablara a un niño. Su irritación saltaba con cada sílaba.
Mi cerebro chirrió hasta detenerse y retrocedió. Agente Víctor Camarena. Las piezas encajaron en su sitio con una claridad cegadora. Era un agente de la ley. Por eso me resultaban tan familiares sus modales. Al igual que mi padre y sus amigos, tenía esa voz de mando. La expectativa de que sus órdenes serían acatadas sin rechistar. El distanciamiento, y la facilidad con la que llevaba un arma. Mierda, no sabía cómo no me había dado cuenta antes.
La ira burbujeaba en mi garganta y amenazaba con ahogarme. Víctor era una rata que delataba a los De la Cruz. Un hombre al que acogieron y en el que confiaron como amigo y empleado leal. Un hombre que me había gustado y respetaba. Estaba claro que mi gusto por los hombres no había mejorado.
Me agaché junto a las plantas y me obligué a escuchar. Miedo y rabia a partes iguales me enrojecían la piel y me revolvían las tripas. ¡Cómo se atrevía a hacer daño a los De la Cruz!
—Sí, tengo los datos. Entregaré el pendrive esta noche, pero necesito una confirmación sobre la ubicación y el protocolo.
Pasaron unos segundos más mientras Víctor escuchaba la otra parte de la conversación y conspiraba contra sus jefes.
—Vale, entendido. Voy para allá—, ladró y pulsó el botón de apagado del teléfono con más fuerza de la necesaria.
—Mierda—, murmuró Víctor, y se frotó la nuca para aliviar la tensión.
Sí, yo también estaría tenso si fuera un bastardo traidor. Necesitaba pensar. Víctor estaba de camino para entregar pruebas incriminatorias al FBI. No tenía tiempo para encontrar a Ángelo o Adonis y contárselo. Podrían no creerme, de todos modos. ¿Por qué iban a hacerlo? Yo no era nadie para ellos, y Víctor había estado con ellos durante años. Lo llamaban hermano. Se había convertido en mucho más que un simple empleado. No, tenía que detener a Víctor yo misma, y tenía que hacerlo ahora. La ventana se cerraba rápidamente.
Puse cara de distraída, rodeé las plantas y utilicé la única arma que tenía en mi arsenal. Víctor levantó la cabeza y sus ojos se clavaron en los míos.
Le dediqué una tímida sonrisa y tartamudeé un poco al andar. —Hola, no sabía que había alguien por aquí.
Me adentré más en la habitación, obligando a mis pies a avanzar aunque quería darme la vuelta y salir corriendo. La adrenalina zumbaba por mis venas como mil hormigas de fuego y mi corazón se aceleraba, golpeando dolorosamente contra mis costillas. Pensé que era posible que me desmayara o que me diera un infarto, pero seguí adelante con la intención de salvar a los De la Cruz. Me dije que tenía que proteger mi inversión y que esa era la única razón por la que me jugaba el cuello por ellos, pero sabía que no era así. Estaba demasiado metida.