—Señorita Blanca—, reconoció Víctor, aún distraído por la traición que pesaba sobre él.
Me acerqué un poco más. Sus ojos estudiaron mi rostro, y yo me relamí los labios y bajé las pestañas, rogando que fuera seductora y no engañosa. Sería un maestro leyendo el lenguaje corporal, así que mantuve la postura relajada y la expresión de mi rostro inexpresiva. No podía dejar que viera mi odio hacia los de su clase. Me acerqué un poco más, me detuve frente a él e incliné la cabeza para mirarle a la cara. La cara de un maldito traidor.
Sus ojos se entrecerraron cuando mi mano se posó en su pecho y, con las yemas de los dedos, tanteé un poco.
—¿Qué estás haciendo, Blanca?— Había una buena cantidad de advertencia en su tono.
Bajé la mano y se la metí por dentro del pantalón. Su polla se sacudió y sus músculos abdominales se contrajeron. —¿Tú que crees?
Sonreí seductoramente y froté su creciente erección. —Ángelo está ocupado y...— Dejé que mi hombro se inclinara hacia arriba y mi voz se entrecortara, rezando para que no apartara mis manos de su cuerpo.
—No es buena idea—, advirtió Víctor, pero no se apartó ni detuvo mi exploración.
—¿Por qué?
Intenté no distraerme con los músculos ondulantes, su impresionante polla o el amargo sabor de la traición que se asentaba en mi lengua con cada palabra. Mis manos se deslizaron alrededor de su cintura y apreté mis pechos contra él, mientras su respiración se volvía agitada y perdía la batalla por controlar su reacción. Una pequeña sensación de victoria me recorrió cuando su mano subió y me tocó el pecho, pasando el pulgar por el pezón duro como una roca.
—No podemos hacer esto—. Su voz tenía un tono suplicante.
Su garganta se estremeció al tragar y la vena de su sien palpitó salvajemente.
—Lo sé—, susurré mientras le arrancaba la pistola de la funda del hombro y retrocedía.
Sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos. —¿Qué...?—, ladró Víctor y levantó las manos.
El arma pesaba y se agitaba erráticamente en mis manos mientras intentaba estabilizar mis temblorosos brazos. —Lo siento, pero no puedo dejar que les hagas daño—. Unas lágrimas inesperadas picaron mis ojos y mi voz vaciló. La traición de Víctor me atravesó como un cuchillo sin filo.
—Blanca, baja el arma antes de que dispares accidentalmente—. Víctor mantuvo su voz calmada y razonable.
Le sacudí el cañón. —No, dame el pendrive o juro por Dios que te pego un tiro.
—Está bien, está bien—, calmó Víctor. —Esto no es lo que parece.
—Me parece que eres un agente de la DEA o del FBI espiando a los De la Cruz.
—Vale, sí. Soy del FBI, pero esto no es lo que piensas—.
—Te he oído—. Siseé. —No me mientas. Ahora, dame el pendrive.
—Blanca, no les haré nada. Te lo prometo.
Mi bufido incrédulo resonó en la habitación inmóvil. —Lo prometes. Como si fuera a fiarme de lo que digas.
Mi voz estaba teñida de histeria, pero la pistola ya no se agitaba salvajemente en mis manos. Estaba firme como una roca. El miedo cargado de adrenalina había dado paso a la concentración.
—Dame el pendrive—, repetí, enfatizando cada palabra.
Víctor se llevó la mano al bolsillo del traje. —Despacio—, le advertí.
Víctor asintió, se metió la mano en el bolsillo, sacó el pendrive y lo levantó.
—Tíralo al suelo.
Víctor cumplió. —Estás cometiendo un error, Blanca.
Tenía malas noticias para Víctor. Había cometido demasiados errores en mi vida, ¿qué era uno más? —¿Cómo pudiste? Te tratan como de la familia, y así es como se lo pagas—.
La bilis me subió por la garganta, amarga y venenosa. Si yo tuviera una familia así, nunca la traicionaría.
—No es así.
—Entonces, ¿cómo es? Explícamelo.
El sufrido suspiro de Víctor me hizo entrecerrar los ojos. Él no estaba al mando y tenía que entenderlo. Yo era la que tenía el arma.
—¿Qué vas a hacer, Blanca? ¿Dispararme?
Deseaba que dejara de usar mi nombre. Que dejara de intentar sacar provecho de nuestra conexión y de manipularme.
—Sí, si tengo que hacerlo, Víctor—. Dejo que todo mi desdén se derrame en su nombre. —No dejaré que les hagas daño.
Víctor ladeó la cabeza y me estudió. —¿Por qué?
Los dos sabíamos la patética razón, pero yo no quería admitir la verdad, así que me limité a mirarle fijamente y me negué a contestar.
Los ojos de Víctor parpadearon detrás de mí. —Ya te has divertido, Ángelo, ahora ven aquí y controla a tu pequeña gata infernal antes de que me dispare—, dijo Víctor.
Tenía que estar tratando de engañarme. No le quité los ojos de encima, aterrorizada de que, en cuanto perdiera la concentración, me dominara y tomara el arma. Era más grande, más rápido y estaba entrenado. Lo único que tenía a mi favor era la adrenalina.
El aroma de Ángelo me envolvió y su enorme cuerpo se amoldó a mi trasero. —Tranquila—, me indicó Ángelo, y me pasó la mano por el brazo, quitándome la pistola. —No pasa nada—, me tranquilizó.
—Es del FBI. Va a dar a los federales información sobre ti—. Eché un vistazo y miré a Ángelo como si estuviera loca.
—Lo sé, pero Víctor también es un De la Cruz. Los datos del pendrive fueron intervenidos por Adán.
Arrugué las cejas y sacudí la cabeza para poner en marcha mi cerebro. —Es un De la Cruz—. Mi voz había subido una octava y parecía una cabra balando.
Una sonrisa se dibujó en la comisura de los labios de Ángelo. —Sí—. Su brazo libre me rodeó la cintura. —¿De verdad ibas a dispararle para protegernos?.
Exhalé un suspiro. —Tal vez—, dije con un deje de indignación.
Ángelo me dio un beso en la cabeza. —Siempre me mantienes adivinando.
El teléfono de Ángelo sonó y miró la pantalla.
—Tengo que lidiar con esto—. Sus ojos se cruzan entre Víctor y yo. —Víctor te lo explicará. Mientras tanto, me quedo con el arma.
Ángelo sonrió. —Nos vemos en la cocina.
Asentí y Ángelo se marchó. Víctor se agachó y tomé el pendrive, y yo me crucé de brazos, pensando que enfrentarme a mi guardaespaldas armado y amenazarlo de muerte no había sido la idea más brillante que había tenido en mucho tiempo.
—Voy a darte esto a grandes rasgos. Si quieres más detalles, tendrás que preguntar a Ángelo o Adonis. ¿Entendido?
Asentí con la cabeza. —Sí.
—No hace falta decir que lo que voy a decirte no sale de esta habitación. Si Ángelo confía en ti, yo también.
Un cálido hilillo de pertenencia me recorrió el pecho y lo expulsé sin piedad. Las palabras de Adonis resonaron en mi cabeza. —Lo mejor es que esto termine. Sabes que tengo razón—.
Fuera lo que fuese, no era bueno para los De la Cruz, y no era bueno para mí. Cuanto más tiempo me quedara y más me dejaran entrar, más difícil sería irme.
—Entiendo—, respondí. La curiosidad mató al gato. Sólo esperaba no correr la misma suerte.
—Cuando yo tenía cinco años y mi hermano doce, entramos en el sistema de acogida después de que mi madre y mi padrastro murieran en un accidente de barco. Nos trasladamos aquí a vivir con nuestra abuela, pero era demasiado mayor para cuidar de nosotros. Lo intentó, pero sufría demencia y nos retiraron de su cuidado. Al final, nos separaron. A mí me adoptaron, pero mi hermano Levi ya era un adolescente y la familia que me adoptó no creía que pudiera hacerse cargo de un adolescente. Eran buenas personas, pero no estaban preparadas para formar una familia. Enviaron a Levi a un hogar de acogida y allí fue donde conoció a Ángelo y Adonis. Ellos ayudaron a Levi a escaparse y a verme, para que no perdiéramos el contacto—. Víctor sonrió al recordarlo. —Levi era mi héroe.
Quería decirle que sentía mucho lo de sus padres, pero me di cuenta de que sacar a relucir el pasado le resultaba difícil.
—De todos modos, Levi, Ángelo y Adonis formaron —De la Cruz—. Con el tiempo, llegaron Adán y Andrés, y se unieron como hermanos. Yo no formaba parte, por aquel entonces, era más bien el hermano pequeño de todos. Con el tiempo, me gradué y volví a casa para ir a la universidad. Por esa época, Adonis conoció a una chica. Cecilia Vinsennau.
El pecho se me oprime y el miedo se me agolpa en el vientre.
—Adonis estaba enamorado, o al menos eso creía. Cecilia era todo lo que un hombre podía desear. Inteligente, ingeniosa y hermosa. Sólo había un problema. Ella no era quien decía ser, y no estaba enamorada de Adonis.
No podía imaginarme a ninguna mujer que no estuviera enamorada de Adonis, pero me mordí la lengua.
—La unidad de crimen organizado reclutó a Cecilia nada más salir de Quantico con el propósito expreso de infiltrarse en los De la Cruz. ¿Qué mejor manera de hacerlo que utilizar un dossier para adaptarte a los gustos particulares de tu objetivo?—. Víctor se rio; un sonido amargo y hueco, carente de todo humor. —Cecilia se fijó en Adonis y le hizo creer que eran la pareja perfecta. Adonis le propuso matrimonio y trasladó a su nueva prometida con él y el resto de los De la Cruz, dándole pleno acceso. Deseosa de hacerse un nombre, se aprovechó de ello—.
Sentí un retortijón en el estómago y me entraron náuseas. Me dolía el corazón por Adonis, y le comprendí un poco mejor. Una vez quemado, era difícil confiar.
—Cecilia pasó unos meses recopilando información sobre los negocios de la familia con los Santana y luego tendió una trampa a Adonis, pero su afán fue su perdición. La redada no salió como ella pensaba. Levi fue asesinado y casi matan a Adonis. Su propia prometida le disparó seis veces.
—Oh, Dios mío—, respiré mientras mi corazón se rompía por Adonis. Por todos ellos. —¿Qué ha pasado?
—La operación se llevó por delante buena parte del negocio de la familia Santana. Enzo y Gael fueron acusados, pero al final se desestimaron los cargos cuando desaparecieron las pruebas. Martín, sobrino de Enzo, no tuvo tanta suerte. Le cayeron cinco años por posesión de armas, y varios lugartenientes de los Santana fueron enviados a prisión. El imperio Santana casi se derrumbó, ya que los acusados se apresuraron a hacer tratos y las operaciones se estancaron. Con el tiempo, el caso contra los De la Cruz se vino abajo, pero el daño ya estaba hecho. Estaban en guerra con los Santana, sufrieron un golpe financiero y su reputación se fue a la mierda—.
Víctor se encogió de hombros. —Ahora ya sabes por qué son tan cautelosos. Especialmente Adonis. Se culpa de todo, incluida la muerte de Levi.
—¿Le culpas?
—No, lo que pasó no fue culpa de Adonis. Le dispararon intentando salvar a Levi. Estaba dispuesto a cambiar su vida para salvar a mi hermano, y ahora yo estoy dispuesto a cambiar la mía para salvar la de ellos.
—¿Y Cecilia?
Víctor puso los ojos en blanco de una forma muy poco propia de él. —A esa zorra la han ascendido. Dirige la unidad a la que estoy asignado.
Si eso no era ironía, no sabía qué lo era. —Entonces, ¿cómo encajas?
—Ángelo sabía que el FBI no dejaría de venir. Cecilia sabía más de lo que debía sobre el negocio de los De la Cruz y, aunque no podía presentar un caso, no iba a dejarlo pasar así como así. Estaba en la universidad y Ángelo urdió un plan. Me graduaría y solicitaría el ingreso en la academia, y dejaría claro que culpaba a los De la Cruz de la muerte de mi hermano, aunque yo tuviera una familia nueva y respetable, Levi seguía siendo mi hermano. Como Levi era un De la Cruz, el FBI reconoció que yo estaba en una posición única para ganarme la confianza. Mi primera misión al salir de la academia fue ir de incógnito con los De la Cruz. Y aquí estamos.
—¿Y le das información al FBI?
—Sí, trabajo con Ángelo, Andrés y Adán para reunir información que perpetúe aún más la creencia de que todo el negocio de la familia es legítimo. Robo algunos archivos y se los entrego. Los contables forenses los revisan y se entusiasman un poco, sólo para descubrir que todos los caminos llevan a ninguna parte. Eso debilita a Cecilia y ayuda a construir el caso de que los De la Cruz están siendo acosados y atacados injustamente por culpa de una agente demasiado entusiasta que puede haber ocultado la verdad para conseguir su gran oportunidad y que claramente tiene una venganza personal. A medida que la familia se hace más poderosa y compran a más funcionarios públicos y jueces, se vuelven intocables.—
—¿Y los Santana?
Víctor hizo un gesto con las palmas hacia arriba. —Mala sangre. Los De la Cruz podrían haber acabado con ellos, pero Ángelo no lo hizo. El viejo, Enzo, lo reconoció, pero Gael es un poco comodín. Se han acostumbrado a tolerarse, al menos por ahora. La mayoría de los días, la paz es tenue en el mejor de los casos.
Arrugué la nariz y pisé la baldosa. —Lo siento. Por todo, pero especialmente por suponer lo peor y no confiar en ti.
—¿Pero no lamentas haberme retenido a punta de pistola con mi propia arma? Víctor se rio entre dientes.
—Vale, sí, eso también—. Sonreí tímidamente.
—No lo estés. Interviniste sabiendo que era del FBI, sabiendo que iba armado, y me aceptaste de todos modos para defender a la familia. Ese es el tipo de mujer que necesitan. La lealtad que se merecen. Puede que no siempre sigan las reglas, pero son buenos hombres. Todos ellos. Me alegro de que te tengan.
Negué con la cabeza y levanté la mano. —Sólo soy temporal. Demonios, ni siquiera le gusto a Adonis.
Víctor sonrió, una buena sonrisa, y parte de la tensión de mis hombros se alivió. —No estés tan segura de eso. Has devuelto a esta casa algo que llevaba mucho tiempo desaparecido. Serían tontos si te dejaran marchar.
Víctor dio un paso hacia mí y me obligué a no retroceder. Era más grande de lo que recordaba cuando incliné la cabeza hacia arriba mientras invadía mi espacio. Extendió la mano, me tomó la cara y me acarició el labio inferior con el pulgar.
—La próxima vez que te me eches encima, más te vale que sea en serio—, me advirtió Víctor, y mi estómago empezó a dar volteretas, y el sudor se acumuló en la base de mi columna vertebral.
—¿Y si lo hiciera?— Susurré, sabiendo que estaba tirando a un tigre por la cola.
Vector se inclinó hacia abajo y me besó larga y profundamente, robándome el aliento, mientras el deseo y caliente se precipitaba hacia abajo Mierda, el hombre sabía besar. Un gemido de descontento se escapó cuando se apartó.
—Guau—. Eso fue todo lo que se me ocurrió. —Eres un De la Cruz—. Mi voz se entrecorta, la implicación es clara.
Víctor levantó el labio. —Lo soy, pero usted, señorita Blanca, es mi responsabilidad. Por mucho que quiera, no puedo.
—¿Por qué?— pregunté. Bajo mi pregunta bullía la decepción.
—Mi trabajo es protegerte, y no puedo hacerlo si me distraigo. Si estoy ocupado pensando en ti, no estoy centrado en buscar amenazas. Nos pone a los dos en peligro.
—¿Y cuando ya no me protejas?—. Mis manos se deslizaron alrededor de su cintura.
La media sonrisa de Víctor se transformó en una sonrisa de lobo. —Vamos a tener una cita. Te llevaré a un restaurante de lujo y te mimaré con pasta, mucho vino tinto y un precioso pastel de chocolate. Luego te llevaré a casa y te hare el amor tan larga y profundamente que no podrás andar en una semana.
Demasiado aturdida y excitada para decir nada, me quedé mirándole como si le viera por primera vez. Inteligencia, determinación y lealtad brillaban en aquellos hermosos ojos.
—Eso es una promesa. Y Blanca, siempre cumplo mis promesas.
Con un último y fuerte beso, Víctor se marchó.
Aturdida y más que un poco confusa, me llevé las yemas de los dedos a los labios, tratando de encontrarle sentido a toda aquella noche loca. Un cosquilleo inesperado me recorrió la espina dorsal, gritando peligro. Había echado un vistazo detrás de la cortina y me había enterado del funcionamiento interno de una organización insular. Ese conocimiento me dejó en conflicto. Víctor, al ser de la familia y un agente del FBI, nos hacía a ambos vulnerables. Que me confiaran los secretos de la familia era emocionante y aterrador. Y me convertía en un cabo suelto. Un temblor helado me recorrió el cuerpo y me froté los brazos para protegerme del frío. Llegado el momento, ¿me dejarían marchar o me matarían para proteger sus secretos?
Ángelo salió de entre las sombras, y casi me trago la lengua cuando se detuvo justo delante de mí y me rodeó la garganta con la mano, usando el pulgar bajo mi barbilla para obligarme a levantar la mirada. Me tembló el pulso, pero le miré a los ojos. Me recibió con una profundidad y una calidez que no esperaba.
—Te reconciliaste con Víctor—, dijo Ángelo. Una pequeña sonrisa jugó a lo largo de las comisuras de su boca mientras la vergüenza sonrojaba mis mejillas cuando me di cuenta de que había visto y oído todo el asunto. —Me alegro.
Su consuelo alivió un poco el nudo que tenía en la boca del estómago. Puede que Ángelo no se enfadara porque besara a Víctor, pero eso no significaba que no fuera a matarme.
Ángelo pareció percibir mi preocupación. —Premiamos la lealtad y el silencio. Nunca te castigaremos por ello. Sabes más de nosotros que la mayoría, pero nadie te hará daño—. Me apartó el pelo de la cara y sus ojos buscaron mi rostro. —Cuando llegue el momento, saldrás por la puerta principal y serás libre para seguir con tu vida. Mientras guardes nuestro secreto, estarás a salvo. Te doy mi palabra.
El alivio, mezclado con la decepción, se abatió sobre mí como una ola rebelde. Estaba a salvo porque nunca traicionaría el secreto de los De la Cruz. ¿Quién iba a creerme? ¿Cecilia? Odié al instante a esa zorra, después de lo que le había hecho a Adonis. Lo había traicionado e intentado matarlo. No, era el fin de mi contrato lo que me provocaba un dolor sordo en el pecho. Por mucho que deseara que las cosas hubieran cambiado, no lo habían hecho. Ángelo lo hizo saber. Mi fecha de caducidad era un límite duro.
Una parte de mí anhelaba que Ángelo me pidiera que me quedara, aunque comprendía que eso no era más que una locura. Aparté esos pensamientos e ignoré la presión que sentía en el pecho, que me impedía respirar mientras aspiraba oxígeno y me obligaba a no suplicar ni llorar. Aquí, por ahora, aprendería lo que pudiera para no tener que estar nunca a merced de otro hombre.
—¿Sabes por qué le pedí a Víctor que te contara la historia?— preguntó Ángelo.
—No.
—Porque el trabajo de Víctor es mantenerte a salvo, y eso significa que tienes que confiar en él. Ya has demostrado tu lealtad, y necesitaba que Víctor te mostrara la suya.
Ángelo se inclinó y rozó sus labios con los míos. —Eras un espectáculo para la vista esta noche. Blandiendo esa pistola y defendiendo nuestro honor, descalza y en traje de noche—. Sonrió contra mis labios. —Fue ardiente.
Contra mi voluntad, mis labios se inclinaron en una sonrisa contra los suyos, y Ángelo empujó su dura longitud contra mi vientre.
El dolor sordo que sentía entre los muslos se convirtió en una auténtica palpitación.
Ángelo me hizo girar para llevarme en brazos, le rodeé el cuello con los brazos y hundí la cara en él. Un suspiro de satisfacción se escapó mientras me acomodaba contra su duro cuerpo y absorbía su fuerza. Todo en él empezaba a resultarme familiar, y eso empujaba la aguja del peligro hacia la zona roja. Pero por esta noche, decidí que no me importaba.