Capitulo 29

3529 Words
La limusina se detuvo frente al local, donde una multitud de personas esperaba retenida por una barrera de cuerdas, de esas típicas que se ven en las galas por televisión. Víctor abrió la puerta y Ángelo salió el primero. Un silencio inundó a la multitud, y luego una energía frenética. Preguntas a gritos, destellos cegadores, mientras la gente se revolvía para conseguir una posición mejor. Una cacofonía de caos controlado. Mis hombros se tensaron y se me revolvieron las tripas cuando me di cuenta de que yo también aparecería en la página seis de los periódicos de cotilleos por la mañana. Sin duda, todo el mundo se preguntaría quién era aquella mujer incómoda y por qué los De la Cruz estaban con ella, o mejor dicho, por que estaba yo con ellos. Tendría treinta segundos de intriga, en los que los desconocidos desmenuzarían mi aspecto, mi cuerpo y mi ropa, y luego volvería a caer en la oscuridad cuando los De la Cruz tuvieran un nuevo juguete. Al menos no me importaba lo de la oscuridad. Ángelo sonrió a modo de saludo, provocando un rugido que se propagó entre la multitud. Se volvió y me ofreció la mano. Una ligera gota de sudor me empapó la piel mientras deslizaba los dedos entre los suyos y me las arreglaba para salir del auto sin enseñar mi ropa interior. Adonis salió detrás de mí y me flanqueó por la derecha, mientras Ángelo lo hacía por la izquierda, con la mano en la parte baja de la espalda, impulsándome. Los destellos cegadores y los gritos de las mujeres me desconcertaron, pero esbocé una sonrisa y me concentré en no tropezarme con mis propios pies como un potro descoordinado de piernas tambaleantes. Adonis escudriñó a la multitud mientras la energía nerviosa se desprendía de él en oleadas. Sólo podía imaginarme la pesadilla de seguridad que esto suponía para él. Lo único que entendía de Adonis era que no le gustaba dejar las cosas al azar. Un local casi sin control, flashes cegadores que te robaban la visión y cámaras que podían ser fácilmente una pistola. Me impresionó. Sólo la tensión de sus hombros y el gesto de su mandíbula le delataban, de lo contrario, habría pensado que Adonis estaba relajado y en su elemento. Hipervigilantes, Adonis y Víctor se movieron justo delante de Ángelo y de mí, y Andrés y Adán se metieron detrás de nosotros. Víctor no exageraba cuando dijo que esta noche sería un poco diferente. Se podría pensar que los De la Cruz eran estrellas de rock o miembros de la realeza por la forma en que las mujeres gritaban y la prensa clamaba por fotos. Supongo que en cierto modo lo eran. Dirigían la ciudad. Ángelo me ofreció su mano y me ayudó a subir las escaleras. Agradecí de inmediato la abertura hasta los muslos del vestido y tomé nota mentalmente de que debía dar las gracias a Carina por su brillante elección entre lo chic y lo práctico. Subí los escalones con facilidad a pesar de los destellos cegadores. Atravesamos la puerta principal y el caos dio paso a un murmullo de voces y al suave tintineo de la música clásica. Nunca me había sentido tan fuera de mi elemento como en aquel mar de riquezas y privilegios, rodeada de hombres y mujeres impecablemente vestidos y bañados en diamantes. En cuestión de segundos, los clientes rodearon a mis acompañantes por todas partes. Esperaba que Ángelo me dejara sola, pero me mantuvo pegada a él mientras sus dedos me acariciaban la espalda y los brazos con ligeros toques tranquilizadores. Ángelo me presentó a otro hombre que me dedicó una sonrisa cortés pero desdeñosa e inmediatamente se lanzó a una conversación de negocios con Ángelo. Le dediqué una sonrisa inocente y fingí no estar atenta a cada palabra, sobre todo cuando mencionó el nombre Santana. Al otro lado de la habitación, una rubia de enormes pechos descendió sobre Adonis. Me recordaba a una piruleta. Tan delgada que su cabeza parecía más grande que su cuerpo, y con esas ridículas tetas falsas, me sorprendió que no se derrumbara. Pagaría dinero por ese espectáculo. Cuando echó la cabeza hacia atrás y se rio de algo que dijo Adonis, entrecerré los ojos y luego bajé hasta donde su mano descansaba sobre su pecho, mientras se colgaba de él como el accesorio perfecto. Se me apretaron las tripas y una oscura emoción que no quise nombrar me recorrió cuando él le devolvió la sonrisa. ¿Y a mí qué me importaba? Adonis era libre de follarse a quien quisiera y probablemente lo hacía a menudo. Si le gustaba follarse a una muñeca de silicona, bien por él. Quizá ella lo asfixiara con esas tetas enormes. Por la forma en que sobresalían, no me parecían más que una pesadilla logística. Tragué saliva contra el sabor amargo de mi boca. Por lo que yo sabía, se follaba a una chica distinta cada noche, y eso no era asunto mío. Cuando levantó los ojos y los clavó en los míos, aparté la mirada y fingí que no me importaba, aunque mi interior hervía de rabia por mi propia estupidez. El hecho de que pareciera saber exactamente en qué parte de la habitación me encontraba no alivió mi irritación. Llegó un garzón y me ofreció un trago. —Señorita. —Gracias—, respondí automáticamente. Fruncí el ceño y me quedé mirando la copa que tenía en la mano como si contuviera los secretos del universo. A pesar de mis esfuerzos, mis ojos se desviaron hacia Adonis, que me hizo un pequeño saludo con su copa. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía una copia. Las comisuras de mis labios se curvaron en una sonrisa antes de recordar que estaba enfadada y que no me importaba mucho Adonis. Ángelo y yo seguimos haciendo la ronda y entramos en el salón de baile, donde estaban celebrando una subasta silenciosa. Ángelo me entregó su ficha con un número impreso. —Ve a pujar por las cosas que quieras—. Ángelo hizo un gesto hacia la habitación. —No sé lo que te gusta—, dije moviendo negativamente la cabeza. Una sonrisa indulgente me aceleró el pulso. —No para mí. Para ti. Lo que tú quieras. Es por una buena causa, después de todo. Mis ojos bailaban por la habitación. No tenía ni idea de lo que costarían la mitad de las cosas que había aquí. Autos, joyas, una semana en algún complejo de lujo. —Puja alto—, me guiñó Ángelo. Me tomó por los hombros y me giró hacia el salón de baile. —Ve, diviértete—. Me dio un empujoncito. Me quedé clavada en el sitio otros treinta segundos mientras Ángelo se dirigía a otro grupo de hombres. Prefería estar escuchando a escondidas que pujando por cosas frívolas. Se me estaba ocurriendo un plan para conseguir la independencia económica cuando los De la Cruz me echaran a la calle. Cuanto más aprendiera, más probabilidades tendría de tener éxito. Deambulé por el salón de baile y eché un vistazo a las ofertas. Lo único que me llamó la atención fue un Ford Bronco. Práctico y lo suficientemente espacioso para transportar cosas. Incluso para dormir. No iba a volver a casa de mi padre cuando me fuera. Suspiré y pujé. Las joyas eran bonitas pero poco prácticas, aunque las empeñara. Una botella de vino de diez mil dólares parecía una tontería, y unas vacaciones exóticas sonaban a soledad. —Buena elección—. Una voz grave me sobresaltó, y me giré para encontrar a dos hombres. Padre e hijo, si tuviera que apostar. El parecido familiar era fuerte. Buenos rasgos aristocráticos y profundos ojos azules. El más joven rondaba los cuarenta y tantos, y el mayor se acercaba a los setenta. En forma y a gusto con su riqueza. El hombre mayor me tendió la mano. —Soy Enzo y éste es Gael—. Su apretón era firme pero cortés mientras me estudiaba con interés. No con interés s****l, sino más bien con confusión. Una advertencia me recorrió el brazo y se me erizaron los pelillos de la nuca. —Soy Blanca—, respondí, y me zafé de su agarre. —Estás aquí con Ángelo.— No era realmente una pregunta. No sabía cómo responder a su afirmación. Llegué con Ángelo y el resto de los De la Cruz, pero no quería que pensara que éramos pareja. Me di cuenta demasiado tarde de que debería haberle hecho más preguntas a Ángelo. En concreto, cómo describir mi relación con ellos a los demás. Asentí con la cabeza, pero no di más detalles. Enzo siguió estudiándome y el silencio se volvió incómodo. —¿Está disfrutando de la velada?— pregunté por fin, sólo para tener algo que decir mientras el escrutinio se intensificaba y yo empezaba a inquietarme. Aquello pareció sacarle de sus casillas. La vergüenza parpadeó en su rostro y sonrió disculpándose. —Sí, es una multitud interesante. Me pregunté si se refería a mí. Sus ojos se posaron en mi copa casi vacía. —¿Puedo traerle otra? —No, gracias—. Decliné no queriendo prolongar el encuentro más de lo necesario. Gael parecía totalmente desinteresado y había gruñido el más escueto de los saludos mientras sus ojos permanecían fijos en Ángelo y los otros hombres con los que hablaba. Una expresión de desdén se dibujó en su hermoso rostro cuando Andrés y Adán se acercaron. Di las gracias en silencio por salvarme de este intercambio cada vez más extraño. —Enzo, Gael.— Adán los saludó. La tensión en la sala aumentó y el zumbido del odio se extendió entre ellos. Los ojos de Enzo volvieron a los míos. —Fue un placer conocerte, Blanca. Enzo y Gael se marcharon. Observé sus espaldas mientras desaparecían entre la multitud e intenté averiguar qué demonios acababa de ocurrir. —Retozando con el enemigo—, bromeó Andrés. —¿Quiénes son?— pregunté. —Enzo y Gael Santana—. Adán proporcionó ayuda. Se me cayó el estómago como si acabara de subirme a una montaña rusa. —Mierda, no lo sabía—. Aterrorizada, había cometido un horrible paso en falso que haría que me despidieran. Adán se encogió de hombros. —Ahora mismo, tenemos una paz delicada. —¿Qué pasa con los De la Cruz y la familia Santana?— En cuanto salió de mi boca, quise golpearme en la cabeza. Levanté la mano. —No importa, no es asunto mío. Adán parecía imperturbable ante mi curiosidad. —Es una larga historia. Érase una vez... los De la Cruz y los Santana tenían una alianza, pero creen que les tendimos una trampa. —¿Lo hicieron? Adán se rio, pero con poco humor. —No a propósito. Eso fue bastante críptico, pero me mordí la lengua. Ya había tentado mi suerte una vez esta noche. Miré a Adonis, que me observaba con aquellos ojos oscuros y cómplices. La intimidad de la conexión me dejó sin aliento. Me miraba como si conociera todos mis profundos y oscuros secretos, y después de lo de hoy me di cuenta de que así era. El revoloteo de mi estómago se convirtió en un apretón. El calor manchó mis mejillas y mi yo racional me dijo que apartara la mirada, pero mi parte desesperada y necesitada anhelaba esa conexión. Una morena se acercó y lo rodeó, y aparté los ojos, furiosa por haber caído otra vez en esa mierda. Dios, por que ando tan idiota. Ángelo se unió a nosotros en la mesa. —¿Por qué pujaste? Mi hombro se inclinó hacia arriba. —El bronco—, admití. —¿Eso es todo?— Ángelo parecía sorprendido. Me tendió la mano. —Vamos, echemos un vistazo. Tomados de la mano, pasamos por las mesas, donde Ángelo insistió en que pujáramos por un par de pendientes de diamantes y un Rolex. La gente seguía acercándose a él para entablar conversación, pero Ángelo nos apartó cortésmente, reservándose esta vez sólo para nosotros. Bromeamos y nos reímos sobre lo que haríamos con la mitad de las cosas, inventando historias extravagantes sobre la marcha. Al cabo de media hora, Ángelo me empujó hacia la escalera. —Tengo algunos asuntos que atender. Sé que será aburrido, pero prefiero que vengas conmigo y no dejarte aquí abajo sola. El corazón me dio un vuelco y me esforcé por mantener el rostro inexpresivo. —No pasa nada. Mis pies necesitan un descanso, de todos modos. Prefería estar arriba escuchando los asuntos de los De la Cruz que deambulando por un mar lleno de mujeres medio hambrientas que intentaban ocultar que iban por el décimo canapé y seguían hambrientas mientras bebían a sorbos su vino blanco y me lanzaban miradas mordaces. Todas y cada una de ellas se habrían cambiado por mí mentalmente, y la forma posesiva en que la mano de Ángelo se posaba en mi cadera me emocionaba en secreto. Tendría que estar ciega para no saber que al final de la noche estaría desnuda debajo de él. Una oleada de humedad destruyó mis bragas inútiles al pensarlo. Ángelo y yo subimos a una sala privada que me recordó al club de Thiago, pero con más clase. El aroma del humo de los puros y del bourbon cosquilleó mis fosas nasales mientras recorría la habitación. La única mujer en un mar de hombres poderosos. Me lanzaban miradas apreciativas, pero no me consideraban más que un caramelo. No era una amenaza para su poder y su riqueza. Reprimí la más pequeña de las sonrisas. Todavía no. Mis ojos se posaron en un hombre al otro lado de la habitación. No muy alto, pero con una presencia imponente que dominaba el espacio. Pelo rubio oscuro y unos ojos avellana sorprendentes. Se volvió para mirarme, y el espacio y el tiempo se detuvieron. Había algo claramente familiar en él, pero por mi vida, no podía identificarlo. Nos miramos fijamente durante unos largos segundos. Atraída por él al instante, di un paso adelante. —Artem—, la voz de Ángelo nos sacó de nuestra burbuja. —Ángelo—, le saludó cordialmente, y se dieron un abrazo de hombre con la preceptiva palmada en la espalda. —Me alegro de verte, viejo amigo. —Blanca, este es Artem Volkova—. Ángelo nos presentó. Artem se volvió hacia mí con una cálida sonrisa que le llegaba hasta los ojos. —El placer es mío—. Se llevó la mano a los labios y me dio un beso cortés en el dorso. —Te pido disculpas por mirarte. Te prometo que no soy un viejo verde. Te pareces tanto a alguien que conocí. Creí haber visto un fantasma—. Dijo con una risita de autodesprecio. Se me escapó una carcajada antes de que pudiera contenerme. —Encantada de conocerte. No hace falta que te disculpes—. Su sonrisa se convirtió en una mueca y sentí como si compartiéramos un secreto. La conexión instantánea me confundió. Era como si fuéramos viejos amigos y le conociera de toda la vida. Le devolví la sonrisa, pensando que me gustaba Artem, sin saber por qué. Era mayor de lo que pensaba en un principio, más de la edad de mi padre que de Ángelo. El tiempo había sido bueno con él. Sólo una tenue red de líneas alrededor de los ojos y un puñado de canas delataban su edad. En forma y musculoso, podría haberse confundido fácilmente con un hombre quince años más joven. —Querida, siento tener que pedirte prestado a Ángelo un rato—, me dijo Artem con una sonrisa de disculpa. —Por supuesto, lo entiendo—. Un pequeño escalofrío de decepción me recorrió el pecho, pero lo aparté. No formaba parte del círculo íntimo, pero aún podía aprender algo. Me volví hacia Ángelo y me miró a la cara. —Estaré bien—, le aseguré. Ángelo se inclinó y me dio un beso inesperado. —No tardaré. Artem inclinó la cabeza. —Buenas noches, Blanca. Espero volver a verte alguna vez. Me senté en uno de los sillones de cuero acolchados e ignoré a los hombres que me lanzaban miradas inquisitivas. Al cabo de un par de minutos, decidieron que yo no era tan interesante. Sólo era una tonta vacua y volvieron a hablar de negocios. Di un sorbo a mi copa y fingí que no escuchaba, aunque seguía atenta a cada palabra. Eran el equipo de Artem Volkova y enseguida se olvidaron de que yo estaba allí mientras hablaban de la familia Santana. Los agentes, los territorios y los envíos. Se estaba gestando una guerra por el territorio, ya que la familia Santana seguía invadiendo otras zonas, inclinando la balanza del poder. Mientras hablaban, un plan que no había sido más que una semilla echó raíces y floreció. Memoricé cada uno de sus rostros, pero presté especial atención al que se llamaba Iván. Era la mano derecha y el lugarteniente de mayor confianza de Volkova. Estaba claro por la deferencia con la que mandaba y, lo que era más importante, odiaba a Antón Navaza, uno de los lugartenientes clave de los Santana que había estado expandiéndose por los territorios vecinos y suministrando armas y drogas. Mientras la conversación pasaba a otros temas, especulé sobre por qué Iván no había sido invitado a reunirse con Ángelo y Artem. Lo que estuvieran hablando debía de ser importante. Si la exclusión le irritaba, no lo demostraba. Parecía completamente a gusto y al mando. Casi olvidada, me acerqué a la barra y tomé una soda. Puse un par de cubitos de hielo y dejé que el efervescente líquido se derramara, observando cómo estallaban las burbujas, antes de rellenarlo. Otro hombre se había unido al grupo. Alto, delgado y bañado en colonia. El olor empalagoso me golpeó primero cuando me di la vuelta para encontrarlo en mi espacio. Demasiado cerca para ser extraños, resistí el impulso de dar un paso atrás. Aunque había llegado con Ángelo, sabía que estos hombres eran socios. Ángelo había dejado claro cuando firmé el contrato que podría ofrecerme a otros hombres. Sería estúpido cabrear al tipo sólo para descubrir que me iban a pasar de mano en mano. Los tipos así te castigaban por cualquier desaire, y no tenía por qué empeorar las cosas más de lo necesario. Una sensación de malestar se instaló en la boca de mi estómago y la aparté. Para esto había firmado. Servir a hombres poderosos y aliados de los De la Cruz. Las últimas semanas me habían adormecido con una falsa sensación de pertenencia y había olvidado lo que era. Extendió la mano y me acarició la clavícula. —Bonito vestido. Luché contra el impulso de atragantarme cuando todo el peso de su colonia se asentó sobre mí, y me mareé un poco al contener la respiración. Forcé una sonrisa. —Gracias. —Soy Sergio—, dijo el hombre. Tragué saliva mientras mis ojos se humedecían por su colonia. —Blanca. —¿Te gusta divertirte, Blanca? ¿Quizás podríamos trasladar esta fiesta a otro sitio? Mierda, qué rápido había sido. Su dedo bajó y me quedé inmóvil, sin saber qué decir. Agarré la copa con tanta fuerza que pensé que se me rompería en la mano cuando sus dedos rozaron mi pecho. Me obligué a respirar. Un cuerpo se colocó detrás de mí, tan cerca que pude sentir el calor al rozarme el trasero. Instintivamente, supe que era Adonis y retrocedí hacia él mientras una mano protectora se posaba en mi cuello. —No—, prácticamente gruñó Adonis, haciendo que se me erizara el vello de la nuca. Sergio levantó las manos y dio un paso atrás. —Lo siento, no sabía que... —Ahora sabes—. El brazo de Adonis se deslizó alrededor de mi cintura y su mano se apoyó en mi abdomen. —Tú o cualquiera de los hombres de Volkova, la tocan o le faltan al respeto otra vez, y responderán ante mí—. El alivio me invadió tan rápido que casi se me doblaron las piernas, cuando me di cuenta de que nadie iba a pasar de mí, al menos esta noche. —Entendido. Fue sólo un malentendido. Nada más—. Los ojos de Sergio parpadearon hacia mi cara. —Mis disculpas. Asentí con la cabeza y Sergio se alejó. Se había hecho el silencio en la sala mientras los demás hombres observaban el espectáculo. Cuando quedó claro que el derramamiento de sangre no era inminente, empezó un murmullo bajo que se convirtió en ruido al reanudarse las conversaciones como si Adonis no hubiera estado a punto de matar a un hombre por tocarme. Me entraron ganas de desplomarme contra Adonis, pero mantuve la espalda recta y resistí el impulso de preguntarle adónde habían ido sus fanáticas. Me aparté y me volví hacia él, tomando la distancia que tanto necesitaba. Sería una tontería olvidar que, bajo aquella sonrisa seductora y aquel barniz de civismo, una cosa seguía siendo cierta. Tenía el poder de ser mi perdición.
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