Capitulo 27

4990 Words
Adonis acechaba hacia mí como una pantera, con los ojos fijos en su presa. Era todo gracia y belleza y se movía con la lánguida soltura de un depredador supremo, seguro de su lugar en el mundo. El sol de primera hora de la mañana proyectaba un resplandor dorado que resaltaba cada pliegue y contorno de su magnífico cuerpo. Los músculos se entrelazaban, creando un cuerpo que hasta Miguel Ángel habría llorado al esculpir. Un ligero mechón de pelo oscuro corría hacia el sur como una flecha que apuntaba directamente a la tierra prometida. Mis ojos bajaron hasta donde su bañador mojado se pegaba a su impresionante polla, dejando muy poco a la imaginación. Mi temperatura se disparó y la sangre zumbó por mis venas, ardiendo de calor. Ángelo ya me había dejado deseosa y necesitada, y me prometí a mí misma que eso era todo, pero sabía que no era así. Salvaje y peligroso, había algo en Adonis que me atraía desde lo más profundo de mi ser. Por loco que fuera, lo deseaba. Tenía el poder de construirme o derribarme, y odiaba eso. Y yo lo odiaba a él. Al menos, eso pensaba decirme a mí misma cuando dejara de babear. No había nada de el que me gustara. Quiero decir, el hombre había amenazado con matarme, y luego había ido y dicho que yo era hermosa y perfecta, y me había robado el aliento. Cada vez que pensaba en ello, me dolía la cabeza por sus cambios de humor. Eran mis hormonas, que ya me habían metido en muchos problemas, y ahora mi cerebro estaba al mando, lo que significaba que no habría más encuentros con el psicópata. Clavada en el sitio, congelada como un conejo aterrorizado, esperé a que se acercara y me pregunté si me había visto con Ángelo. —No te importa—, murmuré en voz baja, reprendiéndome por ser estúpida. ¿Qué me importaba si me había visto o no? Aparte del hecho de que quería que viera lo que se estaba perdiendo. Suspiré ante mi propia locura. Cada paso que daba lo acercaba más, y yo endurecía mi espina dorsal, especulando sobre cuál de sus personalidades ganadoras me honraría con su presencia. Enfrentarme a él ahora me ahorraría tener que cazarlo más tarde. Necesitaba hablar con él sobre Carina, y suponiendo que no me ahogara en la piscina, era un regalo. Contuve mi expresión, incluso cuando quería tirarle la laptop y salir corriendo. Una máscara remota y vacía me devolvió la mirada mientras estudiaba su rostro en busca de alguna pista. Mis ojos escudriñaron más abajo cuando se detuvo frente a mí, invadiendo mi espacio personal. A la altura de su pecho, vi cómo mi mano se acercaba como si perteneciera a otra persona sin el menor escrúpulo de autoconservación, y las yemas de mis dedos rozaban la dura e implacable extensión, explorando cada hundimiento y contorno. Demasiado pronto para achacar mi falta de sentido a una insolación, lo ignoré porque no había explicación, al menos no una que estuviera dispuesta a aceptar. Músculos duros y piel suave y tersa se deslizaban bajo las yemas de mis dedos. Mi dedo recorrió el tatuaje de su hombro derecho y su pectoral. Un diseño intrincado y atrevido. Crestas y protuberancias se deslizaron bajo la yema de mi dedo al explorar la piel fruncida, y miré más de cerca. Se me contrajeron los pulmones y aspiré con dificultad cuando me di cuenta de que el tatuaje cubría un grupo de heridas de bala. Mis ojos volaron hacia su rostro, donde los ojos oscuros de Adonis me estudiaron, no con hostilidad, sino con interés. —Todos tenemos cicatrices, Blanca—. La voz aterciopelada de Adonis me envolvió como una caricia tranquilizadora. —La cuestión es qué hacemos con ellas. —¿Qué ha pasado?— susurré mientras mi mano se apoyaba en su pecho, horrorizada de que algo malo le hubiera ocurrido. Odié al instante a la persona que había estropeado su piel perfecta. —Fui descuidado y aprendí una dura lección. Mis ojos buscaron los suyos. —Una mujer—. Adiviné. Una sonrisa sin humor jugó a través de sus labios pecaminosos. —¿No es siempre así?— Nos miramos fijamente, sin hablar, absortos en la tranquilidad de la mañana. No sé cuándo ocurrió, pero sus manos se posaron en mis caderas y me acercó hasta que nuestros cuerpos se rozaron. Olía a sal y a sol, y el agua de su cuerpo me humedecía la piel. Subió una mano y me tomó la cara, y su pulgar me acarició ligeramente el pómulo. Enredé los dedos en su muñeca mientras la conciencia se arremolinaba en el aire a nuestro alrededor, arrastrando los restos emocionales de nuestro último encuentro. Su corazón marcaba un ritmo lento y constante bajo las yemas de mis dedos. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? Mi corazón golpeó dolorosamente contra mis costillas mientras intentaba salirse de mi pecho, y me recordé a mí misma que no me gustaba. Atraída por él como una polilla a una llama, ni siquiera me importó que fuera mi destrucción. Necesitaba distancia, o iba a hacer algo estúpido. Aparté su mano de mi cara, di un paso atrás y él me dejó. Una parte de mí se alegró, la otra se decepcionó. —¿Puedes llamar a Carina por mí? Adonis bajó la cabeza. —Ángelo quiere que vaya a una gala benéfica y no sé qué ponerme. No estoy segura de por qué quiere que vaya. Probablemente voy a avergonzar a todo el mundo—. Mis palabras salieron disparadas y odié haber expuesto mi inseguridad. Sin duda lo usaría en mi contra. —No vas a avergonzar a nadie. Limítate a tomar ginger ale y finge que es un vodka con tónica. Sonríe mucho y haz ruidos de asentimiento de vez en cuando. Esta gente sólo necesita público. Ni siquiera se darán cuenta—. Su hombro se inclinó hacia arriba y una casi sonrisa jugó a lo largo de las comisuras de su boca. —Eso es lo que hago yo—. Se me escapó una carcajada inesperada antes de taparme la boca con la mano. —Lo siento—, balbuceé. Justo lo que necesitaba, que el psicópata pensara que me estaba burlando de él. Su casi sonrisa se convirtió en una mueca y, Dios, estaba segura de que Adonis se había convertido en mi nueva religión. La risa iluminó sus ojos y su rostro se transformó. Todos los ángulos duros se desdibujaron y me pareció más suave y joven. Hizo que me flaquearan las rodillas y que se me encendiera el fuego en el vientre. —No lo sientas. Me gusta tu risa. Una arruga frunció mi ceño y entrecerré los ojos, esperando el insulto. Algo que dijera que yo era demasiado ruidosa, demasiado grosera o que sonaba como un burro rebuznando. Adonis siguió sonriendo y frotó con el pulgar la arruga de mi entrecejo, alisándola. —Ve a ducharte y reúnete conmigo abajo. Hay algo de lo que tenemos que ocuparnos. —OK. Esperé a que se explayara, pero no lo hizo. Me rodeó y se dirigió hacia la casa. Un tigre al acecho cubría su hombro y su flanco derecho. Era hermoso y feroz, y me di cuenta de que las cicatrices de su frente sólo habían sido heridas de entrada. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, haciendo que me zumbaran los nervios. Adonis había vivido algo que habría matado a un hombre. Alguien en quien confiaba le había traicionado, y esa traición casi le había costado la vida. Le entendía un poco mejor. Su cautela, su cinismo. Aprecié el sabor amargo de la traición y la rabia que la acompañaba. Me pregunté si tendría algo que ver con la misteriosa Cecilia. —Vaqueros y botas—, me dijo Adonis mientras yo me quedaba con la boca abierta, viendo alejarse a un enigma. Uno que quería entender desesperadamente. Me di una ducha rápida y me puse los vaqueros que le gustaban a Adonis, prefiriendo no pensar por qué los había elegido y no otra media docena de pares. Me tapé la cabeza con una camiseta blanca lisa y me calcé las botas de motero que Adonis insistió en que Carina añadiera al pedido. Adonis me esperaba en la entrada. Vestido con unos vaqueros, una camiseta negra y una cazadora de cuero negra, con unos ojos oscuros y ardientes, me dejó sin aliento. Me concentré en no tropezar con mis propios pies mientras bajaba las escaleras, agarrándome a la barandilla como a un salvavidas. Su mirada me recorrió, deteniéndose demasiado tiempo en los vaqueros que se amoldaban a mi cuerpo como una segunda piel, haciendo que se me secara la boca. Cuando llegué abajo, di un par de pasos tímidos hacia él y me tendió una chaqueta de cuero n***o. Me giré y metí los brazos en ella, y él me acomodó el pesado cuero sobre los hombros. Dios, qué bien olía. A especias, café y cuero desgastado. Sus dedos me rozaron el cuello mientras me sacaba el pelo por debajo del cuello y mi vientre revoloteó como una mariposa atrapada bajo una red. Las cosas habían cambiado sutilmente entre nosotros y no estaba segura de que eso fuera bueno. Al menos no para mi cordura. Con la mano en la parte baja de la espalda, me empujó hacia una hermosa motocicleta. Le lancé una mirada dudosa cuando me entregó un casco. —¿Confías en mí?— Preguntó. Solté un bufido poco elegante y nada femenino. —Ni siquiera un poco—. Adonis echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Un sonido profundo, rico, que tartamudeó en mi pecho y me estrujó el corazón. —Chica lista. Me abrochó la correa bajo la barbilla, pasó la pierna por encima de la moto y esperó a que me subiera. Eché la pierna por encima y me acomodé detrás de él, poniendo tímidamente las manos en sus flancos, insegura de a qué agarrarme. Adonis se agachó, me tomó las manos y tiró de mí hacia delante hasta que mis brazos rodearon su cuerpo y mi pecho se apretó contra su espalda. —Agárrate fuerte. La potente máquina se puso en marcha y le agarré con más fuerza mientras el motor retumbaba entre mis muslos y bajábamos por el camino de entrada como un cohete. Adonis giró a la derecha para salir del camino de entrada, alejándose de la ciudad. —¿Adónde vamos?— Pregunté, sin saber si podía oírme. —Es una sorpresa, princesa—. Contestó la voz incorpórea de Adonis. Parecía demasiado como si Adonis estuviera realmente en mi cabeza. —¿No te gustan las sorpresas? —Sólo las buenas—, murmuré. La risita de Adonis me llenó, y no pude evitar sonreír, y le abracé un poco más fuerte. El viento azotaba a nuestro alrededor, mientras Adonis imprimía más velocidad a la potente máquina, y yo me relajaba contra su ancha espalda a medida que los kilómetros se consumían, y los suburbios daban paso a las tierras de labranza. Comprendí por qué le gustaba montar. Era una embriagadora combinación de euforia y miedo, unida a la libertad. Todos los sentidos me asaltaban simultáneamente. El zumbido de los neumáticos en la carretera, el viento azotando mi cuerpo, los olores que pasaban y cambiaban con cada curva. El cuerpo de Adonis apretado contra el mío, sus músculos ondulantes mientras manejaba la máquina con soltura. Era terror, adrenalina y paz en un paquete perfecto, pero lo que más me gustaba era la libertad. Adonis aparcó la moto en el aparcamiento de una pequeña y anticuada tienda. El miedo me recorrió la espalda cuando Adonis me soltó las manos de la cintura. Una imagen de Silvio y sus amigos del club de moteros me quitó la humedad de la boca. —Vamos princesa, baja de la moto—. insistió Adonis, incitándome a la acción. Me desenganché de él y me bajé de la moto, tanteando la correa de la barbilla del casco con los dedos entumecidos. Adonis se bajó de la moto con la misma elegancia con la que hacía todo lo demás y me desabrochó el casco con destreza. Me lo quité y me sacudí el pelo, sin preocuparme por el aspecto. Adonis alargó la mano y me colocó un mechón suelto detrás de la oreja antes de tomarme de la mano y tirar de mí hacia la entrada. El timbre de la puerta sonó cuando entramos, y mis ojos recorrieron el espacio poco iluminado. Las paredes estaban decoradas con bonitos diseños y me di cuenta de que era una tienda de tatuajes. Un hombre canoso salió del fondo de la tienda y esbozó una amplia sonrisa cuando vio a Adonis. Se dieron un complicado apretón de manos y el anciano lo abrazó. —Adonis, hijo mío—. El hombre le dio una palmada en la espalda y dio un paso atrás, sus ojos girando hacia mí. —Así que esta es la potrilla. Levanté las cejas. Estaba segura de que era la primera vez que alguien me comparaba con un caballo. —Aldo, esta es Blanca—. Adonis nos presentó, haciendo todo lo posible por no sonreír. Le tendí la mano y el viejo me abrazó como un oso. —Cualquier amigo de Adonis es amigo mío—. No me molesté en decirle que Adonis era más un enemigo que un amigo. Me dio una palmada en el hombro. —Adelante, quítate los pantalones y súbete a la silla. Iré a por mis provisiones. Aldo se dirigió al fondo y desapareció por la puerta. El pánico llenó mis fosas nasales y retrocedí, acercándome a la puerta, con mi respuesta de huida a flor de piel. En mi periferia danzaban visiones del médico y su orden de subirme a la camilla y abrirme de piernas. —Blanca—, la voz de Adonis era suave. —Sólo va a cubrir la marca de tu cadera. Nada más. ¿Te parece bien? Las palabras tranquilizadoras de Adonis penetraron en mi cerebro, exhalé un suspiro y asentí con la cabeza, enfadada por mi pánico. —Bien—, Adonis me dedicó una pequeña sonrisa de ánimo, y yo me relajé un poco. No estaba segura de lo que me pasaba, pero en las dos últimas semanas, mi tiempo con Thiago y Silvio había empezado a invadir mi vida cotidiana. Estaba libre de ellos, así que ¿por qué estaba paranoica ahora? —¿Por qué haces esto?— pregunté con la sospecha subyacente en mi pregunta. Sus ojos oscuros se centraron en un punto detrás de mi cabeza por un momento antes de que su mirada volviera a la mía. —Porque esa es la vieja Blanca. La tinta cubre lo viejo y deja que surja lo nuevo. No tienes que dejarte atrapar por el pasado—. Levanté la barbilla e hice un gesto con la cabeza. —¿Eso es lo que hiciste con tus tatuajes?— —Algo así. Dejé que eso quedara entre nosotros durante un minuto, pero no dio más detalles. —Gracias—. Finalmente respondí, totalmente insegura de lo que estaba pasando y de por qué estaba siendo amable. Adonis asintió y buscó el botón de mis vaqueros. Cuando lo abrió, todos mis pensamientos abandonaron mi cabeza. La cremallera se deslizó hacia abajo; el sonido rebotó en las paredes. Mi respiración resonaba en mi cabeza, lo único más fuerte. —Quítate las botas—, ordenó Adonis. Me agarré a sus antebrazos para apoyarme y me quité las botas. Los dedos de Adonis se deslizaron bajo la cintura de mis vaqueros, el corazón me dio un vuelco y el calor me subió por el cuello y me manchó las mejillas. Debería haberle dicho que podía quitarme yo misma los malditos vaqueros, pero no me atrevía a pronunciar las palabras. Sus dedos dejaron un rastro de fuego al acariciar la piel de mis caderas antes de bajarme los vaqueros, sus manos se deslizaron con ellos por mis piernas hasta que se agachó frente a mí. Adonis recorrió el borde superior de mis bragas y el sudor brotó a lo largo de la base de mi columna vertebral. Estaba tan cerca que podía sentir cada bocanada de su aliento revolotear sobre mi vientre como el batir de las alas de una mariposa. Aldo debió de subir la temperatura de la pequeña tienda. De repente parecía un horno. —Las manos sobre mis hombros—, ordenó Adonis, su voz aterciopelada áspera. Apoyé las manos en sus hombros y él liberó cada pierna de mis vaqueros. Pasó un rato y Adonis se levantó, me llevó a la silla y me puso una manta sobre las piernas desnudas mientras me acomodaba. Aldo regresó del fondo de la tienda y me entregó un papel. —Eso es lo que Adonis diseñó para ti, pero puedes echar un vistazo si quieres otra cosa. Estudié el dibujo y se me cortó la respiración. —Es precioso—. Mi dedo trazó el contorno. Era un Fénix. El cuerpo abarcaba la marca, utilizando las crestas y las hondonadas para crear interés, y la cabeza, las alas y la cola se extendían desde el cuerpo con delicados trazos. Era precioso y perfecto. La mitología, la leyenda y el diseño. —¿Tú dibujaste esto?— Mis ojos buscaron el rostro de Adonis. Asintió y nuestras miradas se cruzaron. El aire a nuestro alrededor chisporroteaba y chasqueaba, cargado como la atmósfera justo antes de una violenta y hermosa tormenta. —Vale, nena, empecemos—. Aldo interrumpió, apartando mi atención de Adonis. —¿Quieres eso? —Sí, me encanta—. Sonreí al viejo y él me devolvió la sonrisa. Cuando la aguja golpeó mi piel, jadeé y mi mano salió disparada involuntariamente, buscando a Adonis. El viejo se rio, y Adonis me tomó la mano y me dejó apretar la suya tan fuerte como necesitara, acariciando el dorso con el pulgar y murmurando palabras de ánimo. El roce caliente de la aguja me recordó el arañazo constante de un gato. Era doloroso, pero no insoportable. El tatuaje entero sólo medía unos cinco centímetros de largo y de ancho, y Aldo lo hizo rápidamente. El delicado diseño cobraba vida con cada pinchazo de la aguja, borrando la marca y el dominio de Thiago sobre mí. Adonis había tenido razón. Había algo catártico en cubrir lo viejo con lo nuevo. Poco menos de dos horas después, Aldo me puso una venda estéril sobre mi nuevo tatuaje y Adonis y yo volvimos a la moto. La curiosidad se disparó cuando llegamos a una zona de carretera y Adonis aparcó bajo un árbol. —Elige una mesa y vuelvo—. Con esa proclamación, Adonis se marchó. Elegí una mesa de picnic bajo un árbol cercano y esperé, ignorando el tatuaje de la cadera que me dolía como una quemadura de sol. Me pregunté a qué hora era mi cita en el spa y envié un mensaje a Víctor. Lo último que quería era faltar y arriesgarme a la ira de Ángelo. Parecía que habíamos dado un giro esta mañana y ansiaba pasar más tiempo con él. Una parte de mí incluso quería su aprobación. Educado y eficiente como siempre, Víctor me respondió. Aún me quedaban unas horas antes de tener que volver a casa, y me relajé, volviendo la cara hacia el cielo, absorbiendo la quietud del día, la luz del sol y el mordisco de la hierba recién cortada asaltando mi nariz. La semana siguiente era el primer día de la prórroga opcional de treinta días de mi contrato. Una vez que Ángelo transfiriera el dinero, trasladaría a Felipe y decidiría mis próximos pasos. El crujido de la grava me alertó de que Adonis se acercaba, y relegué mis planes a lo más recóndito de mi mente. Sabía qué hacer con Felipe a corto plazo, pero aún no había descubierto cómo mantenernos fuera de las garras de Thiago para siempre, pero un problema a la vez. Adonis me dio un vaso de poliestireno y una pajita y colocó una cesta de papas fritas sobre la mesa. Introduje la pajita y di un sorbo tentativo. Un cítrico ácido explotó en mi boca. Adonis De la Cruz me había comprado una limonada. Apreté los labios para no sonreír y miré a lo lejos, observando a un granjero en un tractor. Me pregunté cómo sería la vida en una granja. Tranquila, pensé. Adonis se metió una papa frita en la boca y masticó pensativo mientras me observaba. —Víctor dice que visitas a tu hermanito todos los días después de la escuela. Ante su pregunta, la tensión tiró de mi columna vertebral y endureció mis hombros. Puede que Víctor no hablara conmigo, pero estaba claro que mantenía informado a Adonis. Tomé la servilleta y decidí qué parte de la verdad quería compartir. —Felipe es un buen chico—. Di un rodeo y miré a todas partes menos a la cara de Adonis. —¿Son muy unidos? —Sí, prácticamente lo crie yo. Mi padre—, mi voz se entrecortó. —Tenía algunos problemas. Aún los tiene—. —Tu padre Oscar—. Era más una afirmación que una pregunta, pero asentí de todos modos y traté de no atragantarme al pensar en ese pedazo de mierda y en lo que me había hecho. La forma en que Adonis me estudiaba hizo que se me acalambraran las tripas. Adonis no era un tipo que malgastara las palabras, y me pregunté por qué estábamos jugando a las veinte preguntas. Su conversación con Ángelo me daba vueltas en la cabeza. —No vamos a matarla. —Todavía—. Adonis declaró. —Si descubro que no es lo que dice ser, no me arriesgaré. Adonis me estaba probando. Esa tenía que ser la respuesta. Era el jefe de seguridad de la mafia De la Cruz. Su trabajo era ser sospechoso, minucioso y vigilante. No había manera de que no hiciera una verificación de antecedentes. Adonis asintió. —¿Tienes mas familia? —No, mi madre y mi hermana murieron hace unos diez años. —¿Qué ha pasado? —Les dispararon, venganza por algo que hizo mi padre, supongo. —Eso es duro. Cada vez que pensaba en mi madre y mi hermana, mi sonrisa era un acto reflejo. —Mi hermana y yo éramos casi de la misma edad, y ella era mi mejor amiga. Mi madre era increíble. Inteligente, amable y hermosa. Era la mejor madre—. Parpadeé para contener unas lágrimas inesperadas. —¿Era tu hermana mayor? —No, más joven. El ceño de Adonis se frunció ligeramente antes de alisarse con rapidez, dejándome con la duda de si lo había visto. —Lo siento. Le dediqué a Adonis una sonrisa triste. —Yo también. —La familia no es cuestión de sangre. Si no por lo que viven. —¿Así es como tú, Ángelo, Andrés y Adán se convirtieron en familia? —Sí, todos nos conocimos cuando estábamos en el sistema. Estuvimos en el mismo hogar de acogida durante un tiempo. —Tienes suerte. No todo el mundo tiene familia. ¿Y tú? Alguna otra familia—. Pregunté, desesperada por apartar la atención de mí. —No, mi historia es simple. Una madre adicta a las metanfetaminas que vivía en la calle se quedó embarazada de un cliente o traficante de drogas. Intentó criar a un niño que no quería. Estaba resentida con el niño, odiaba su vida y murió de una sobredosis cuando yo tenía seis años. Entré en el sistema. Nadie quería a un niño con problemas de ira que ya había aprendido a mentir y robar para conseguir comida y dinero. Anduve dando tumbos por casas de acogida. De niño, era demasiado pequeño. Recibí muchas palizas, pero Ángelo puso fin a todo eso. Me tomó bajo su protección y cuidó de mí. Haría cualquier cosa por él. —Lo siento. Ningún niño debería pasar por eso. —Aprendí que podía recibir una paliza y, después de que Ángelo interviniera, aprendí a luchar y a controlar y dirigir mi ira. —Lo entiendo. El vínculo entre tú y Ángelo. Yo haría cualquier cosa por Felipe. —¿Es él la razón por la que fuiste a trabajar para Thiago? Un bufido incrédulo brotó de mi garganta. —No fui a trabajar para Thiago. Mi padre me vendió para pagar su deuda de juego. Thiago me marcó y me puso a trabajar en su club. Se me subieron los hombros y me encogí como si no fuera más que historia antigua que nunca se me había pasado por la cabeza. No le conté que Thiago y el puto enfermo de Silvio me habían violado, ni que todas las noches me tumbaba y me abría de piernas para una docena de hombres, y que ni una sola vez me resistía o me quejaba. Simplemente me abría y dejaba que me follaran, y a veces incluso me excitaba. Pensé que él podría arreglárselas solo, y no quería que me viera como una víctima rota. Aunque mis opciones podían haber sido limitadas, elegí trabajar para los De la Cruz, y sabía mejor que nadie en qué me convertía eso. Había hecho las paces con esa decisión, regateando y utilizando lo que tenía para salir adelante, encontré una salida por debajo de Thiago. No me arrepentí, ni por un momento, y una parte de mí sabía que Adonis lo entendería. Usó lo que tenía para ofrecer. Era un superviviente como yo. Todos la familia lo era. —Era yo o Felipe, y no iba a dejar que eso pasara. El músculo de la mandíbula de Adonis hizo un tic. —¿Has pensado alguna vez en hacer algo al respecto? —A veces—, me permití. Pensaba en la venganza todos los días, pero no tenía dinero ni poder, y pensar era lo máximo a lo que podía llegar. Si conseguía liberar a Felipe, tendría que ser suficiente. —¿Qué vas a hacer después?— Adonis hizo un gesto vago. —Después de que termine tu contrato. Se me retorcieron las tripas y un gran peso me oprimió el pecho. Era estúpido pensar que el día de hoy había significado algo o cambiado algo. Mi tiempo era limitado, siempre lo había sido. —Aún no lo sé—. Respondí con desdén, mientras el estómago se me revolvía y me dolía el corazón. Intenté cambiar de tema. —Andrés y Adán parecen muy unidos. Adonis levantó el labio. —Han estado juntos desde que éramos niños. —¿Y tú y Ángelo...? —No, nosotros no nos llevamos así. —¿Todos comparten mujeres? —A veces. —Pero tú y Ángelo nunca, ya sabes.— La vergüenza tiñó mis mejillas. —¿Cruzar espadas?— Adonis se rio de mi evidente vergüenza. —No a propósito. Adán y Andrés hacen lo suyo y está bien, pero eso es entre ellos dos. Di un gran trago a mi limonada para apagar el fuego que me quemaba al pensar en ellos juntos. —¿Nunca has querido experimentar?—. evadí. Los ojos de Adonis se clavaron en los míos. —Todo el tiempo, sólo que no con Adán y Andrés—. Dios mío. Iba a arder en llamas en unos sesenta segundos. Los ojos de Adonis se oscurecieron y bajó el timbre de su voz. —¿Por qué? ¿Es eso lo que quieres, Blanca? ¿Cuatro hombres al mismo tiempo? ¿Una polla en tu culo perfecto, otra en tu coño de clase mundial, mientras tus labios rosados envuelven a otro y acaricias a un cuarto, mientras ellos adoran cada centímetro de tu exuberante cuerpo, y te hacen correrte tantas veces que te quedas ciega del placer?. Su ronroneo gruñón y sexy me hizo vibrar. Mi coño se estrechó y una oleada de humedad humedeció mis bragas cuando las imágenes de aquello se agolparon en mi mente. Levanté el hombro. —Sólo curiosidad—. Intenté ser indiferente, pero mi voz ronca me traicionó. Adonis frunció el ceño. —Eso sonó más como una invitación que como una pregunta—. Puse los ojos en blanco y me retorcí en el banco mientras apretaba los muslos para sofocar la insistente palpitación entre mis piernas. Tenía la cara caliente y roja como un tomate, y me había quedado muda. —OK, Blanca.— Adonis me tendió una papa, abrí la boca y me la metió. ¿Qué significaba eso? Que le apetecía un cuarteto, o que me estaba dejando libre. Quise preguntar, pero decidí que no estaba preparada para Adonis y su locura particular. —Son sorprendentemente buenas para una choza en medio de la nada—, bromeé, ignorando el calor que corría por mis venas como un río de lava fundida. —Tienen las mejores hamburguesas de la zona. Como si su afirmación fuera una orden, un chico apareció junto a la mesa de picnic con nuestras hamburguesas. Me llegó el aroma celestial y mi estómago gruñó. Adonis señaló las hamburguesas, tomé una, la desenvolví y le di un mordisco. El jugo me goteó por la barbilla y no pude evitar un gemido. Tomé una servilleta y me limpié la cara. —Tienes razón. Están deliciosas. —Come. Esa comida para picar de esta noche no alimentaría ni a un pájaro, y la mitad de las veces saben a cartón. Medio resoplé, medio reí. —Buen consejo. Adonis me guiñó un ojo. Me guiñó el ojo y creo que me enamoré un poco. Demasiado pronto, las hamburguesas se habían acabado y ya estábamos entrando en la mansión De la Cruz.
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