Andrés me acercó y su boca se posó en la mía. Antes de que me diera cuenta, su lengua se introdujo en mi boca y sus suaves labios se movieron suavemente contra los míos. No fue un beso frenético; fue sorprendentemente lento y sensual. Usó su boca para saborear y explorar, dejando que sus labios se entretuvieran. Pillada por sorpresa, le dejé entrar, saboreando el momento, y entonces hice una estupidez. Le devolví el beso. Nuestras lenguas se enzarzaron en su propia danza de apareamiento, mientras yo probaba y provocaba su boca. El sabor del whisky me hizo cosquillas en la lengua y empujé dentro de él, ansiosa y ávida de más. No parecía un polvo pagado. Sentí verdadera atracción y me dejé llevar. Los hombres que me follaban nunca me besaban. No se trataba de conexión o atracción; se trataba de echar un polvo, y yo era simplemente la herramienta que utilizaban para excitarse. La decadencia de este momento me atrajo.
Era una auténtica locura, pero de mi garganta brotaban sonidos jadeantes y necesitados mientras le rodeaba el cuello con los brazos y me olvidaba de que se suponía que todo aquello no era más que una actuación. Adán me apretó el trasero; su erección se acolchó firmemente entre nosotros, telegrafiando su creciente necesidad. Sus dedos encontraron la cremallera del vestido, la bajaron y dejaron mi espalda al descubierto, dejando que el aire frío golpeara mi carne acalorada, haciéndola vibrar. Unos pulgares cálidos y callosos me masajeaban las protuberancias de la columna y me quedé paralizada, temporalmente confusa por el giro de los acontecimientos. Nada de aquello coincidía con mis expectativas ni con mi experiencia anterior. Unas manos expertas detectaron la tensión de mis músculos y los trabajaron con precisión, induciéndome a relajarme.
Se me escapó un suspiro de lujo. No estaba segura de si había sido el beso o el masaje, ya que la embriagadora combinación desgarró mis defensas. Adán me quitó los tirantes de los hombros y Andrés tiró del escote. Dejé que el vestido se deslizara por mis brazos, desnudándome hasta la cintura.
Andrés me acarició los pechos y dejó que su pulgar rozara el encaje del sujetador, acariciando mis pezones, que se habían puesto duros.
—Precioso—, dijo Andrés suavemente mientras yo empujaba mi pecho contra su mano, suplicando en silencio.
Se suponía que yo debía estar relajada y bajo control, no perdida en la sensación y suplicando más. Andrés enganchó los dedos bajo el tirante del sujetador y lo arrastró hasta dejarme el pecho al descubierto. Bajó la cabeza para acariciarme el pezón tenso y recorrerlo con lengüetazos practicados. El deseo se agolpó entre mis muslos, empapando el caro trozo de encaje que hacía las veces de bragas. Cuando se metió el pezón en la boca, una sensación similar me llegó directamente al corazón.
Eché la cabeza hacia atrás y rodeé el cuello de Adán con los brazos. Apretó su polla contra mi culo y empecé a rechinar contra él, provocando un gruñido gutural. De un tirón, me despojaron del sujetador. Andrés continuó dándose un festín con mis pechos, prodigando atención a uno, luego al otro, mientras yo frotaba descaradamente mi culo contra la dura polla de Adán.
—Me encantan los piercings de los pezones—, se entusiasmó Andrés mientras los enrollaba y tiraba de ellos entre el pulgar y el índice.
Sentí calor en el pecho y la respiración entrecortada por el aumento de las sensaciones. Hubiera jurado que mis pezones se endurecieron y mis pechos se hincharon bajo su contacto. La excitación me recorría los muslos y, extrañamente, me avergonzaba mi reacción.
La mano de Adán me bajó bruscamente la falda del vestido y me rodeó los pies. Esperé por un momento que la tela no se rasgara, o el paseo de la vergüenza por la mañana sería con el vestido hecho jirones, pero ese pensamiento se me fue rápidamente de la cabeza cuando sus manos me masajeaban y apretaban el culo mientras él emitía sonidos puramente masculinos de agradecimiento. Mis ojos se desviaron hacia Ángelo. Seguía sentado en la barra, pero la marca de sus pantalones delataba que le gustaba el espectáculo. Busqué sus ojos, pero me ignoró. Aparté la inesperada punzada de rechazo. Si no quería jugar, me parecía bien. Uno menos al que follar.
Mis manos serpentearon y exploraron los duros pecho de Andrés y luego bajaron serpenteando por su abdomen. No sabía si debía desnudarlo o qué. Los tipos con los que había follado se sacaban el pene y se lo guardaban. El protocolo aquí era confuso, pero a él no pareció importarle cuando le froté la polla a través de los pantalones.
Adán me condujo hacia una tumbona, uno de esos muebles que siempre había considerado inútiles y propiedad de gente rica con más dinero que sentido común, pero empezaba a ver las posibilidades. Se sentó en el borde de la tumbona y me atrajo hacia él. Su lengua me recorrió el ombligo y se hundió en él antes de besarme justo debajo, lo que hizo que me flaquearan las rodillas. Andrés se colocó detrás de mí, mordisqueándome el hombro y aliviando cada mordisco con la lengua.
Los dedos de Adán se engancharon bajo los laterales de mis bragas y me las bajaron por las piernas. Apoyé las manos en sus hombros para estabilizarme y me ayudó a quitármelas, dejándome sólo un par de tacones de aguja. El calor de la chimenea irradiaba en la habitación, aplacando el frío y proyectando un resplandor sobre sus facciones, suavizándolas. La luz del fuego bailaba sobre su rostro y me di cuenta de que sus ojos avellana no tenían nada de ordinarios. No eran marrones, sino multicolores, en su mayoría verdes, con un toque dorado que irradiaba alrededor de la pupila.
La mano de Adán palpó la parte posterior de mi muslo y se la pasó por encima del hombro, abriéndome las piernas y permitiéndole acceder sin restricciones a mi núcleo más íntimo. Andrés se colocó detrás de mí y me apretó contra la espalda, dándome apoyo y manteniéndome firme mientras sus manos se deslizaban por mi caja torácica y me acariciaban los pechos, mientras Adán exploraba mi interior.
Adán se inclinó y me sopló en el clítoris, provocando otro torrente de excitación que empapó mi coño y goteó por la cara interna de mi muslo.
—Estás empapada—. Adán murmuró con una reverencia.
La vergüenza tiñó mis mejillas al darme cuenta de que tenía razón. Estaba caliente, cachonda y empapada. Follármelos ya no era algo que tuviera que hacer, sino algo que quería hacer.
—Oh, Dios—, jadeé, sin reconocer mi propia voz cuando su rastrojo raspó la delicada piel de la cara interna de mi muslo mientras subía por mi pierna con besos de boca abierta desde el sensible punto de la cara interna de mi rodilla hacia arriba.
Sacó la lengua y me saboreó con un delicado lametón, y el contacto hizo que una sacudida de deseo corriera por mis venas.
—Sabes a miel.
Separó mis pliegues con el dedo y recorrió mi abertura, sin penetrar, sólo provocando y explorando. El calor enrojeció mi piel y mi cuerpo se estremeció. Mientras continuaba su exploración, creí que el corazón se me iba a salir del pecho al martillearme contra las costillas. Adán se inclinó hacia mí y sustituyó su dedo por la lengua, trazando el mismo camino que había seguido su dedo, llevándome a la locura mientras mis caderas se agitaban y la sangre rugía en mi cabeza. Todo mi cuerpo se tensó por la anticipación y la necesidad.
Justo cuando estaba al borde de la locura, mareada y temblorosa, hundió su lengua en mi canal empapado y grité, sacudiéndome hacia delante. Los poderosos brazos de Andrés me rodeaban la cintura, anclándome y sosteniéndome mientras la perversa lengua de Adán seguía entrando y saliendo de mí, follándome hasta dejarme sin sentido.
El sudor me empapó la piel y mis manos se enroscaron en su sedoso pelo, sujetándolo, y empujé mi ansioso coño contra su boca caliente y golosa. Su lengua continuó su sensual ritmo, empujando más adentro de lo que yo hubiera creído posible. Un ruido primitivo burbujeó en mi garganta con cada embestida. Su lengua era suave, pero invasiva, y mis jugos cubrían su cara. A Adán no pareció importarle, lo acerqué más y anclé su cabeza contra mi coño dolorido y desesperado.
—Por favor—, supliqué. No estaba segura de si pedía más o menos.
Su lengua salió de mi abertura y rodeó mi clítoris, chupando y lamiendo alternativamente. Las estrellas bailaban delante de mis ojos y, cuando introdujo dos dedos en mi interior y tiró hacia delante, pensé que había encontrado la religión.
—Oh Dios—, prácticamente grite.
Lo que aquel hombre hacía con la boca era perfecto. Su lengua se arremolinaba, profundizaba y bailaba en armonía con sus gruesos dedos, que seguían masajeando aquel lugar dolorido y desesperado de mi interior con la presión exacta. El fuego recorrió mi cuerpo con tal intensidad que me flaquearon las rodillas y me desplomé en los brazos de Andrés, sumamente agradecida de que me sostuviera.
Agarré el pelo de Adán con las manos como si fuera un salvavidas y, alternativamente, tiraba de él para acercarlo y lo apartaba cuando la sensación se volvía abrumadora. Mis caderas se agitaban y giraban, y él me daba todo lo que le pedía, además de cosas que ni siquiera sabía que necesitaba.
—Oh, mierda—, fue mi elegante estribillo mientras me rompía en mil pedazos y me corría a borbotones contra la boca diabólica de Adán.
Siguió lamiéndome durante todo el orgasmo hasta que arrancó el último temblor de placer de mi cuerpo. Adán me acarició el abdomen con suaves besos y me soltó suavemente la pierna, dejándola descansar en el suelo. Apoyada contra Andrés, me sostuvo como a una muñeca de trapo. Era un desastre tembloroso y sin huesos.
—¿Te ha gustado eso, preciosa Blanca?— preguntó Adán mientras se ponía delante de mí. Sus labios brillaban con la evidencia y sus ojos bailaban de risa. Ambos sabíamos la respuesta a esa pregunta.
—Sí—, susurré, sorprendida de poder siquiera hablar, mientras todo mi cuerpo zumbaba con el resplandor de un orgasmo de campeona.
Adán se inclinó hacia mí y me besó, nuestras lenguas follando descaradamente mientras yo me saboreaba en sus labios. Apretó su larga y dura polla contra mi vientre.
—Llevas demasiada ropa—. Ni siquiera sabía quién era la mujer que lo decía.
Me sonrió, y yo le devolví la sonrisa pero más pequeña, temiendo haberme excedido. No era una cita, era un espectáculo pagado.
Adán se tiró de la camisa por encima de la cabeza, revelando un pecho duro salpicado de vello que corría hacia el sur por su cuerpo recortado. Se quitó los zapatos y se bajó los vaqueros desgastados por las poderosas piernas. Su polla se balanceaba delante de él. No sabía qué me había pasado, pero extendí la mano y la recorrí. Era una polla impresionante. La bombeé un par de veces, pasando la mano desde la base hasta la punta. Suave terciopelo sobre duro acero.
Andrés apretó su cálido cuerpo desnudo contra mí, mi espalda contra su pecho, y me di cuenta de que ambos se habían quitado la ropa mientras yo estaba hipnotizada con la polla y el cuerpo duro como una roca de Adán. Volví la mirada hacia Ángelo, pero él seguía trabajando en su teléfono fingiendo que no estaba mirando, pero yo sabía que no era así. Había inclinado el cuerpo para ocultar su erección, pero le había pillado tocándose la polla varias veces. No estaba tan indiferente como quería aparentar y, por alguna razón, eso me produjo una sensación de embriagadora satisfacción. Miré a mi alrededor, pero no tenía ni idea de dónde se había metido el friki de Adonis, y me dije que no me importaba. Todos esos nombres con A hacían que me doliera la cabeza, y me pregunté brevemente si habría algún significado detrás, o si había sido el resultado de una decisión de borrachos y mal juicio.
Andrés me dio un beso en el hombro, me rodeó y se recostó en la tumbona, con la polla erecta como un asta, pidiendo atención. Esperé instrucciones, sin saber qué hacer a continuación. La mano de Adán en mi nuca me empujó hacia delante.
—Móntale la polla—, ordenó Adán.
Era una orden que entendía y que estaba deseando cumplir. Me senté sobre Andrés en la tumbona. Me observaba con la mirada entrecerrada y mi pulso se agitaba en la base del cuello como el de una colegiala tonta. Empuñó la polla y tiró de ella a través de mi calor resbaladizo, hacia delante y hacia atrás, cubriéndose de mi humedad. La punta me rozaba el clítoris con cada lánguida caricia, y me mordí el labio inferior para evitar que el ronco gemido brotara de mis labios.
—No hagas eso—. Andrés reprendió. —No te contengas. Quiero oír cada pensamiento, cada gemido y cada grito.
Un breve temblor recorrió mi cuerpo al oír sus palabras, y no estaba segura de si era excitación o miedo. Unas cuantas caricias más y Andrés se colocó en mi entrada, dejando que la punta de su polla se introdujera en mi interior. Cerré los ojos y me dejé hundir lentamente en su polla, tomándola centímetro a centímetro hasta envainarla por completo. Me concentré en la sensación y disfruté de cómo me estiraba y me llenaba mientras mis músculos internos se ondulaban a su alrededor, adaptándose a su tamaño. Exhaló un suspiro y sus manos sujetaron mis caderas mientras me penetraba varias veces.
—Inclínate hacia adelante—, instruyó Andrés.
Obedecí, apoyando las manos a ambos lados de la cabeza de Andrés. Andrés aprovechó mi posición y se aferró a mi pezón, acariciándolo con los dientes. Adán se colocó detrás de mí, a horcajadas sobre la tumbona y las piernas de Andrés.
—Tienes un culo delicioso, Blanca—. anunció Adán mientras me masajeaba y apretaba las nalgas.
Su mano estaba en mi espalda, empujándome hacia abajo hasta que descansé sobre el pecho de Andrés, dando a Adán acceso completo a mi culo. La tensión se arremolinaba en mí, retorciéndome y tirando, y temía lo que se avecinaba. Nunca me había gustado el sexo anal, y una follada en seco iba a ser brutal, dado su tamaño. Debería haber sabido que toda la noche había sido demasiado buena para ser verdad.