Las semanas siguientes se convirtieron en una rutina. Todas las mañanas Adonis me preparaba el café con leche perfecto, y luego procedíamos a ignorarnos el resto del tiempo. Si Adán o Andrés se daban cuenta, no hacían ningún comentario.
Las mañanas las pasaba haciendo deberes, nadando en la piscina o paseando por los jardines, y las tardes hacía que Víctor me llevara a ver a Felipe. Después de clase, lo recogía y Felipe me contaba su día con esa sonrisa contagiosa y esas ganas de vivir que yo esperaba que nunca perdiera. Hablábamos del colegio, de sus amigos y de cómo le iba a nuestro padre. Había vuelto al juego, lo que me inquietaba. Sólo esperaba que nuestro pedazo de mierda de padre no se metiera demasiado antes de que yo pudiera poner a Felipe a salvo, o Thiago sería un problema. Todas las tardes de la semana ayudaba a Felipe con los deberes y me aseguraba de que comiera bien al menos una vez al día.
Ángelo me había dado una tarjeta de crédito para lo que quisiera, pero sólo la usé para comprar comida a Felipe. No confiaba en que de algún modo no se volviera en mi contra, y supuse que cuando me pagaran, podría permitirme reembolsar a Ángelo la comida si tenía que hacerlo. No tener mi propio dinero era una mierda, pero ahora mismo era lo mejor que podía hacer.
La mayoría de las noches las pasaba con Andrés o Adán, y a veces con ambos. Nos divertíamos, veíamos películas, pasábamos el rato y practicábamos un sexo impresionante cuando nos apetecía. Creativos y aficionados a los juguetes, nunca era lo mismo, y nunca era aburrido.
Más allá del buen sexo, había llegado a considerarlos amigos. Aunque sabía que era estúpido encariñarse, los echaría de menos cuando me fuera. Mi fecha de caducidad se acercaba más rápido de lo que me hubiera gustado, e intenté no pensar en ello. Estaba infinitamente mejor que con Thiago, pero no era tan tonta como para creer en el amor ni tan ingenua como para pensar que las cosas así duraban para siempre. Sólo era una chica del lado equivocado de la vía. Una que tomó un breve desvío hacia un mundo de lujo. Un mundo al que no pertenecía y al que nunca pertenecería.
Rara vez veía a Ángelo. En el trabajo, antes de que yo bajara, se quedaba en su despacho hasta altas horas de la noche o se pasaba el día en el centro. El despacho de Ángelo y el sótano eran las dos zonas de la casa que estaban prohibidas, y yo hacía todo lo posible por no tentar a Adonis con un motivo para matarme o para que Ángelo me echara. Lo que ocurriera no era asunto mío.
Por supuesto, eso no impedía que Ángelo me observara. Su despacho daba a la piscina, y más de una vez le había sorprendido mirándome mientras descansaba junto a la piscina en el bikini que Adonis había elegido. Apenas tres triángulos de tela negra. Dejaba poco a la imaginación.
Por la forma en que se acomodaba en aquel gran sillón de cuero, estaba claro que a Ángelo le gustaba lo que veía. No parecía interesado, pero no entendía por qué. Yo estaba más que dispuesta a familiarizarme con su cuerpo cincelado, y follármelo no sería una dificultad, pero él mantenía nuestras interacciones breves y puramente de negocios. Intenté que no me molestara, pero a veces me preguntaba si estaba demasiado dañada.
La primera vez que me di cuenta de que me miraba, le ignoré y me dediqué a mis asuntos, pero ahora me empeñaba en inclinarme sobre la silla para colocarme la toalla y echarme crema solar, sólo para molestarle. Él era todo control, y una parte pervertida de mí quería ser la que lo quebrara. Quería ser la distracción que finalmente lo apartara del trabajo, aunque fuera por un rato.
Mientras tecleaba en el ordenador, levanté la vista cuando se abrió la puerta de su despacho y Ángelo salió. Rápidamente hice clic en la ventana de mi navegador, de modo que en la pantalla del ordenador apareció un sitio web de moda. Su gran sombra se cernió sobre mí, y sus ojos parpadearon hacia mi pantalla, descartando rápidamente el contenido por vacuo y estúpido. Cuanto menos supiera Ángelo, o cualquier otra persona, sobre mí, mejor. Sonreí con serenidad, como si no supiera que había estado montando un espectáculo.
—¿Puedes pasar a mi oficina?— Ángelo preguntó. —Necesito hablar contigo.
Como siempre, se mostró frío, impasible y distante. Su rostro no delataba nada. El miedo se acumuló como lava caliente en mis entrañas y asentí con la cabeza, mientras tomaba mi abrigo, me lo ponía y le seguía hasta su despacho, con el ordenador en la mano, preguntándome qué había hecho mal.
Cuando la puerta se cerró tras de mí, tragué saliva con un chasquido audible que parecía resonar en las paredes. Cuadré los hombros y esperé a que cayera la hoja.
—Te di una tarjeta de crédito—. Ángelo comenzó.
La irritación me recorrió la espalda e hice lo posible por no reaccionar. Debería haber sabido que se trataba de una trampa. Levanté la mano.
—Te pagaré la comida.
Ángelo se detuvo a mitad de la frase y se le frunció el entrecejo.
—¿Por qué me pagarías por la comida? Te di esa tarjeta de crédito para que la usaras. Pensé que realmente la usarías.
Ahora estaba perpleja. —¿Estás enfadado porque no la uso?
—No estoy enfadado, sólo perplejo—. Hizo un gesto despectivo con la mano. —Está ahí para que la uses para lo que necesites, pero no la has usado para nada. Te di el nombre de nuestro spa y ni una sola vez has reservado una cita.
—¿Quieres que reserve una cita en el spa?— pregunté estúpidamente, realmente confundida.
—Sí. Peluquería, uñas, masajes. Ese tipo de cosas—. El músculo de su mandíbula hizo un tic. —Me he tomado la libertad de reservarte para esta tarde. Esta noche hay una gala benéfica y quiero que me acompañes—. Frunció el ceño. —A nosotros—. aclaró Ángelo.
Me lo quedé mirando como si tuviera una segunda cabeza y parpadeé un par de veces, intentando averiguar si aquello era una broma. Me reprendían por no gastar dinero y mimarme. Y querían sacarme en público.
Un sonido impaciente brotó de su garganta. —¿Puedes hacer eso?
Sacada de mi estupor, respondí. —Sí, por supuesto.
—Bien. Víctor tiene los detalles. Es de etiqueta. ¿Tienes un vestido?
Asentí, aunque no tenía ni idea de lo que significaba. Nunca había asistido a nada de etiqueta. Ahora tendría que encontrar al psicópata y convencerlo de que llamara a Carina y se asegurara de que tenía lo que necesitaba. Lo último que quería era avergonzar a los De la Cruz públicamente.
A pesar de sus esfuerzos por mantenerlos fijos en mi cara, los ojos de Ángelo parpadearon hacia abajo. Envalentonada, di un paso adelante y todo su cuerpo se puso rígido.
—Pareces tenso—. musité, mientras me acercaba más, pero sin tocarte. Levanté el hombro. —Podría ayudarte con eso. No me importaría.
Ángelo pagaba un buen precio, y era una pena que ni siquiera probara la mercancía. Alargué la mano y la apoyé en su pecho, haciendo todo lo posible por parecer seductora y no ridícula. Su mano se levantó como un rayo, me agarró de la muñeca y la separó de su cuerpo.
—No lo hagas—. Una palabra con esa voz profunda me crispó los nervios y me hizo querer suplicar.
—¿Por qué?— Susurré y apreté contra él, ganándome un gemido.
—Después de lo que Thiago te hizo pasar.— La voz de Ángelo se apagó y exhaló un suave suspiro. —Mis gustos son particulares.
—Significa que no me quieres.
Parecía que Ángelo pensaba que yo estaba defectuosa. No le gustaban los productos rotos, o yo no era su tipo. En cualquier caso, fue un rechazo y me dolió. Mi confianza se esfumó como un globo desinflado e intenté dar un paso atrás para poner la tan necesaria distancia entre nosotros, pero él me sujetó con fuerza. El azul de sus ojos se volvió turbulento y tormentoso, haciendo que lo que yo sentía fuera más oscuro y peligroso.
—No es así—. Esa voz profunda y rica sonaba tan autoritaria y segura. No es de extrañar que todo el mundo hiciera lo que Ángelo quería.
Tiré de él, pero no me soltó. —Está bien.
Quería que la tierra se abriera, me tragara entera y nos salvara de mi estupidez terminal. Me tomó la barbilla entre el pulgar y el índice y me inclinó la cara, obligándome a mirarle. Me estudió y yo fingí que no me afectaba su cercanía, pero el pulso delator que palpitaba en la base de mi garganta me delató. Una pasada de su lengua por el labio inferior me dijo que me leía como un libro abierto.
—Oh, te deseo. No te equivoques. Quiero atarte, amordazarte y follarte hasta que no puedas recordar tu propio nombre. Quiero correrme en ese coño perfecto que tienes, ponerte el culo al rojo vivo y hacer que me supliques hacerte correr. Quiero hacer que te corras tantas veces que te quedes ciega. No quiero follarte, Blanca. Quiero dominarte. Quiero poseerte. No estás preparada para mí, porque te devoraré.
Su promesa me produjo un escalofrío que encendió cada célula hasta que todo mi cuerpo palpitó por su contacto y mi gemido de necesidad rompió la quietud. Los ojos de Ángelo se clavaron en los míos y el aire de la habitación se cerró a nuestro alrededor, sofocándome. Me lamí los labios y sus ojos siguieron el movimiento. Un calor líquido inundó mi cuerpo, asentándose entre mis muslos. Hace treinta segundos, si me hubieran preguntado si era sumisa, habría dicho que no. Ahora, con este hombre, no estaba tan segura. Ceder todo el control me parecía natural, y lo deseaba hasta la médula. Renunciar por un momento a la carga de ser responsable de todo y de todos era un lujo. ¿Cómo sería dejarse llevar? Por tonto que fuera, confiaba en Ángelo. No me haría daño ni me humillaría. Él necesitaba el control, y yo necesitaba dejar que otra persona asumiera la carga sólo por un rato.
—Tendría una palabra de seguridad, ¿verdad?— Me temblaba la voz.
—Sí, o un gesto si tienes la boca ocupada.
Me temblaban las rodillas ante lo que podría estar haciendo mi boca, mientras mi cerebro trazaba los contornos de lo que podría sentir el cuerpo de Ángelo mientras recorría con la lengua cada centímetro cincelado de él y envolvía su polla con la boca.
—¿Y te detendrías?
—Sí.
—¿Me harías daño?
—Sólo si te produce placer, y nunca de un modo que te perjudique.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—Estás jugando con fuego—, advirtió Ángelo.
Levanto las comisuras de los labios y mi mirada se fija en la suya. —Tal vez me gusta que me quemen.
Su garganta se estremeció al tragar y asintió una vez. Contuve la respiración, sin atreverme a exhalar mientras esperaba a ver qué hacía. Los nudillos de Ángelo rozaron mis pezones dolorosamente duros, que se clavaban en el endeble triángulo de tela que los cubría, y exhalé un suspiro entrecortado.
—¿Te gusta?
En realidad no era una pregunta, ya que mi espalda se arqueó y empujé su mano como un gato que suplicara ser acariciado. Un maullido fue la única respuesta que escapó de mis labios.
—Tu cuerpo dice que sí, pero necesito tus palabras.
Su tacto irradió calidez en mi pecho. A diferencia de una mascota, no pretendía degradarme; me hacía sentir única y valiosa para aquel hombre poderoso. Él me veía.
—Sí—, empujé la respuesta más allá de mis labios temblorosos.
Un destello de aquellos dientes blancos y perfectos y una sonrisa suavizaron su rostro durante una fracción de segundo antes de que su boca cubriera la mía. Su lengua atrajo mis labios, suave pero exigente, y los exploró a un ritmo pausado. Sabía a café, con un toque de menta, y a puro pecado en una mezcla embriagadora que me enganchó más rápido que cualquier droga. El beso se hizo más profundo, acepté cada embestida hambrienta de su lengua y le devolví el beso con la misma intensidad.
Las manos de Ángelo me agarraron por las caderas y apretó su dura longitud contra mi vientre. Apreté los muslos para calmar mi creciente necesidad, pero eso sólo aumentó el dolor. Quería saborear a aquel hombre y tocar cada centímetro de su cuerpo fuerte y dominante.
Sus dedos se introdujeron en mi bikini y rozaron mi tenso pezón. Me estremecí cuando las yemas de sus dedos quemaron un rastro de fuego a lo largo de mi piel. Tenía los pezones duros como el cristal y sensibles al menor roce.
—Eres tan sensible—. Ángelo alabó contra mis labios. —Dime lo que quieres.—
—A ti—, dije simplemente.
Lo quería todo. Su boca, su polla. No me importaba; necesitaba sentirlo y saborearlo. Placer, el suyo y el mío, eso era lo que ansiaba. Su risita profunda vibró contra mi pecho mientras mi pierna se enganchaba y yo intentaba arrastrarme descaradamente por su cuerpo perfecto.
Su mano agarró la parte posterior de mi muslo, con un rápido movimiento, mi culo aterrizó sobre su escritorio, y Ángelo se metió entre mis piernas.
—Las palmas sobre el escritorio.— Ordenó.
Apoyé las palmas de las manos en la madera lisa del escritorio que tenía detrás, con los codos bloqueados, y le miré, ansiosa por complacerle. Tocar al gran Ángelo De la Cruz era como probar un bocado de fruta prohibida. Travieso y peligroso a la vez. Mi deseo mojó mis muslos, dejando una mancha húmeda en el pequeño triángulo de tela que cubría mi coño, y sin duda otra en el caro y pulido escritorio de Ángelo.
Las manos de Ángelo tiraron del lazo detrás de mi cuello y la parte superior del bikini cayó, dejando al descubierto mis pechos. Bajó la cabeza y me succionó el pezón con su boca caliente. Me estremecí contra él cuando el pezón se hinchó y palpitó y su lengua se arremolinó alrededor del pico de mi montaña. Si antes no había un charco de necesidad sobre su escritorio, ahora sí lo había, pues la excitación inundaba mis muslos con cada tirón rítmico de mi duro c*****o. Mi otro pezón estaba en posición firme, de un color rosado oscuro, pidiendo atención.
Ángelo no me hizo esperar ni suplicar. Sus dedos encontraron mi otro pezón y lo retorcieron y desplumaron entre el pulgar y el índice con fuerza suficiente para hacerme jadear. Un pezón se calmaba con su lengua húmeda y perversa, mientras sus dedos abusaban del otro. El equilibrio perfecto entre placer y dolor.