Capitulo 24

4153 Words
Después de unas horas de dar vueltas en la cama y maldecir mi propia estupidez, salí de ella y me metí en la ducha por segunda vez. Con la cabeza agachada y los brazos apoyados en la pared, el chorro de agua caliente me golpeó el cuello agarrotado y la cara se me enrojeció cuando los recuerdos inundaron mi mente. No tenía una buena explicación para mi reacción, excepto que podía estar completamente loca. Mientras me secaba, decidí que la única forma de sobrevivir sesenta días con los De la Cruz era evitar a Adonis. Yo podía estar como una cabra, pero ese monstruo era un lunático. Me hacía sentir cosas que no quería contemplar y, claramente, mi mera existencia lo excitaba. Sin saber qué le había hecho, aparte de existir, no había mucho que pudiera hacer para arreglarlo, aparte de hacerme pequeña y escasa cuando él estaba cerca. Recojo del suelo la camisa de vestir de Ángelo y me la pongo, haciendo una mueca. Concentrada en las tareas de mis clases ayer, olvidé enviar a Ramiro una lista de las cosas que necesitaba, incluida la ropa. Mis opciones eran la toalla o la camisa sucia de Ángelo. Me decidí por la camisa y le prometí a Ramiro que le enviaría un mensaje inmediatamente después de tomar mi necesitada cafeína. Andrés, Adán y el psicópata de Adonis estaban en la cocina y yo reprimí un suspiro. Solo necesitaba una taza de café y no estaba de humor para aguantar las idioteces o las barrabasadas de Adonis, así que hice como los adultos y fingí que no existía. —Hola cariño, te eché de menos cuando me desperté—. Adán enganchó un brazo alrededor de mi cuello y besó el lado de mi cabeza. Me acurruqué contra él un momento, fingiendo que aquello era normal y que éramos pareja. —Perdona. Necesitaba una ducha. Adán me sonrió. —Apuesto a que sí—. Bajó la voz y sus ojos se oscurecieron, provocándome el correspondiente tirón en la boca del estómago. Mis ojos se desviaron hacia Adonis. Nos miraba por encima del borde de su taza de café y, cuando nuestras miradas se cruzaron, apartó la vista. Si no lo conociera bien, habría pensado que se sentía tan incómodo como yo con lo que había pasado. No por la parte del sexo con un arma cargada, sino por el momento en que me dijo que era preciosa y perfecta. Sin duda se arrepintió. Esperé el comentario sarcástico que no llegó. —¿Panqueques?— Andrés preguntó. Siempre más reservado, me pregunté brevemente si Andrés me veía como una competencia por el tiempo y el afecto de Adán. Le había gustado la escena de anoche, pero me había dado la impresión de que habría estado bien sólo con Adán. —Mmm, sí. Pero primero el café—. Le contesté. Andrés me dedicó una amplia sonrisa y parte de la tensión que se anudaba en la base de mi columna vertebral se alivió. Fuera cual fuese la relación entre Andrés y Adán, era profunda y mi presencia durante sesenta días no la erosionaría. Le lancé a Adonis otra mirada de —mira que no te he espiado anoche, pedazo de mierda—, y su hombro se inclinó un poco hacia arriba. No era una disculpa, pero era lo más cerca que estaría de una disculpa. Adán me soltó y me dio un empujón hacia el complicado artilugio de café. Adonis estaba de pie frente a él, y yo di un paso adelante, esperando que se moviera sin más o, si tenía suerte, que el suelo se abriera y un dementor succionara su alma negra hacia el purgatorio. De momento me daba igual. Estaba entre el café y yo. Adonis no se movió. En lugar de eso, metió la mano en el armario, sacó una taza y empezó a apretar los botones hasta que la máquina siseó y expulsó nubes de vapor como un dragón. Con cuidado de que nuestros dedos ni siquiera se rozaran, Adonis me entregó un café con leche perfectamente preparado. —Gracias—, murmuré, e inhalé el delicioso aroma a vainilla, esperando que nadie más se diera cuenta de las marcas de garras en su antebrazo. Tomé el primer sorbo, saboreando la cremosidad. Vale, eso se parecía un poco más a una disculpa por haberme clavado una pistola cargada. Mis ojos permanecían pegados al suelo. Adán miraba entre Adonis y yo con expresión curiosa, percibiendo el cambio entre nosotros y la opresiva tensión que se arremolinaba como una ominosa nube oscura. Ninguno de los dos reconoció al otro, y yo sorbí mi café con leche como si fuera lo más fascinante. —Los panqueques están listos—, anunció Andrés, dándome una escapatoria. Andrés deslizó el plato sobre la mesa. —Venga, tenemos que irnos, tenemos esa reunión de inversores—, le dijo a Adán, y salieron de la habitación, dejándome a solas con el alto, moreno y psicópata. Eché un vistazo a Adonis y mi corazón dio un vuelco antes de estabilizarse en un ritmo errático. En su cara había una expresión inconfundible de enojo. Suspiré. Demasiado para la disculpa del café con leche. —Ponte algo de ropa en vez de andar por ahí medio desnuda—. Adonis estalló. —¿Por qué?— Me burlé. —¿Celoso? ¿Temes ver algo que te gusta?—. Mis ojos bajaron a su entrepierna. No iba a admitir que andaba en camiseta porque no tenía ropa. Adonis echó la cabeza hacia atrás y resopló. —No me pongo celoso, porque me importa una mierda. La indignación y la humillación palpitaban al rojo vivo y mi cara ardía. Aquello me había dolido más de lo que esperaba. Fruncí los labios y no dije nada, dejando que el silencio bullera entre nosotros. Adonis inclinó la cara hacia el cielo y cerró los ojos por un momento. O estaba rezando o decidiendo como me estrangularía. Ambas cosas parecían igualmente probables. Una mueca sustituyó a la expresión de enfado cuando la comprensión se afianzó. —No tienes ropa—. Era una afirmación, no una pregunta, pero respondí de todos modos, metiéndome en la baldosa. —No—, confirmé. Un largo suspiro salió de sus labios y llenó la cocina. —Mis hermanos son idiotas—. Extendió la mano. —Vamos. Me quedé mirando su mano extendida como si fuera una serpiente de cascabel enroscada y lista para atacar. Adonis esperó mucho más pacientemente de lo que yo hubiera creído posible. Con bastante cautela, alargué la mano y la introduje en la suya. El contacto hizo que una descarga de electricidad recorriera mi brazo, haciendo que el vello de mi nuca se erizara en señal de advertencia. Maldita sea. No se trataba sólo de una mala idea, sino de una puta catástrofe. Me agarró la mano con fuerza y me condujo por el pasillo hasta el garaje, donde abrió la puerta de un elegante Maserati n***o. Me acomodé en el asiento de cuero mantecoso y dejé que se amoldara a mí como si me lo hubieran hecho a medida. La elección de Adonis me sorprendió. Más elegante, más sofisticado y menos llamativo de lo que habría esperado. Si no lo conociera mejor, podría haber pensado que era respetable. Lo bueno: el maletero parecía demasiado pequeño para ser útil en un escenario de secuestro y asesinato. Adonis se deslizó en el lado del conductor, y el auto retumbó a la vida. Un ronroneo sexy y gruñón. Salimos del garaje y nos dirigimos a la entrada. Elegante, potente y un poco duro de conducir. Pensé que el auto podría encajar con el hombre. La cuidada propiedad pasó borrosa mientras yo miraba por la ventanilla. No sabía adónde me llevaba, pero estaba bastante segura de que el auto no era una buena elección para ir todoterreno a un lugar lo bastante remoto como para deshacerse de un cadáver. Las probabilidades de que eso ocurriera eran del cincuenta por ciento, pero me relajé en el asiento, tirando del dobladillo de la camisa de Ángelo para cubrirme los muslos desnudos. Miré a Adonis. Incluso de perfil, era de una perfección impresionante, y eso no hacía más que irritarme. Puse los ojos en blanco y volví a mirar por la ventana. Quizá su personalidad de víbora era la forma que tenía Dios de equilibrar el universo. —Hola, Carina—, el ronroneo pecaminosamente sexy de Adonis llenó el reducido espacio y sentí un cosquilleo en la espalda. —Necesito que te reúnas conmigo en la tienda en veinte minutos. Necesito un vestuario completo. Adonis escuchó durante un minuto. —Ok, completo. ¿Tamaño? Me miró y sus ojos recorrieron mi cuerpo de pies a cabeza. Sí, esto debería estar bien. Entrecerré los ojos y esperé a que dijera algo resistente. Juro que su boca se torció como si estuviera pensando en sonreír. —El vestido púrpura, era para ella. ¿Eso ayuda? Estupendo. Nos vemos pronto.— Con eso, Adonis corto. Hicimos el resto del viaje en silencio. No del bueno, del que no necesita palabras, sino del que te hace rechinar los dientes y roerte el labio para no decir una estupidez. Nos metimos por un callejón de un centro comercial y Adonis aparcó cerca de una puerta. —Quédate—, ordenó. —No soy un perro—, murmuré. El chasquido de la puerta coincidió con mi declaración cuando Adonis salió y rodeó el auto. Tiró de la puerta y se acercó a mí para desabrocharme el cinturón. Su cercanía hizo que mi estómago se agitara como un caleidoscopio de mariposas al vuelo. Cuando deslizó su brazo por debajo de mis piernas, se me erizó la piel. —Puedo caminar. —No a través de un callejón lleno de cristales rotos descalza—. Adonis replicó. El loco tenía razón, pero aun así exhalé un suspiro para expresar mi disgusto por el plan. Sus brazos rozaron la parte posterior de mis muslos desnudos cuando me sacó del auto con facilidad y me recostó contra su ancho pecho. Rígida como una tabla, recé para que mi cuerpo no reaccionara a su calor, a su poder masculino mientras me llevaba por el callejón o al aroma picante que me hacía cosquillas en la nariz. Impresionada por su fuerza, me sujetó con un brazo y golpeó con el otro la puerta metálica de la entrada de servicio. Un rasguño y un arrastrar de pies después, la puerta se abrió, y Adonis me sentó dentro del umbral, estabilizándome antes de apartarse. Mi cuerpo lo echó de menos al instante, y me resistí a golpearme en la cabeza para hacer entrar en razón al idiota de mi cerebro. Una mujer alta y voluntariosa saludó a Adonis. Unos pantalones de cuero n***o pintados y un top n***o con corsé que empujaba sus impresionantes pechos a nuevas proezas adornaban su cuerpo delgado de supermodelo. El pelo largo y oscuro recogido en una coleta alta resaltaba sus pómulos altos y sus rasgos delicados. Era preciosa. Al instante quise odiarla cuando se inclinó y abrazó a Adonis. El cabrón sonrió, como si sonriera de verdad, con dientes y todo. La sonrisa le llegó a los ojos y los transformó de oscuros en suaves y atractivos. Lo transformó por completo, y me flaquearon las rodillas. Adonis le besó la mejilla, y pude notar por el rubor que le subió por el cuello, que esta —mascota— se había ganado su premio. Su lenguaje corporal gritaba intimidad y secretos compartidos. Una extraña y tercera en discordia con la nariz pegada al cristal. Todo lo que podía hacer era mirar boquiabierta. Todo en Adonis era diferente con esta mujer. Relajado, sin tensión en los hombros, sin la mandíbula apretada. Feliz y casi normal. Levanté la mano y me froté el esternón al sentir un repentino y agudo dolor en el pecho. La alternativa era demasiado aterradora para considerarla, así que me dije que sólo eran los panqueques. No estaba celosa. Atraída por los dos como por un imán, mis ojos se quedaron fijos en la impresionante pareja que formaban. La Barbie y el Ken perfectos. Quizá no la Barbie y el Ken de rosa, sino la Barbie y el Ken si vistieran de cuero y gobernaran los bajos fondos. Aun así, juntos, eran casi demasiado perfectos para ser reales. Verlos era como volver al instituto. Yo era una nadie desaliñada, torpe y regordeta con ropa usada y mal ajustada. Aparté los ojos e hice un ruido de impaciencia que sonó sospechosamente como el balido de una cabra, mientras la mujer le ponía ojitos de cachorrito al psicópata y yo fingía que no me importaba. Los ojos de la mujer giraron hacia mí y una sonrisa curvó sus labios rojos como la sangre que formaban un arco perfecto en la parte superior. —Soy Carina—. Me tendió la mano y se la estreché. —Blanca. —Bueno, Blanca, creo que podemos encontrar algo a tu gusto—. Me tomó del brazo como si fuéramos viejas amigas y tiró de mí hacia un probador. —¿Cuál es el presupuesto?— Carina llamó a Adonis. Su hombro se inclinó hacia arriba. —Es la nueva mascota de Ángelo, así que da igual. Le lancé un puñal a Adonis. —Lo siento, la nueva PRINCESA de Ángelo—, levantó el labio, y tuve que apretar los labios para no sonreír. Estaba claro que había perdido la cabeza. Se le dibujó una sonrisa en la cara. —Nos lo vamos a pasar muy bien—, me guiñó un ojo con aire cómplice. Me resultaba difícil que no me gustara. —¿Algo especial?— Le preguntó a Adonis. Sus ojos inteligentes oscilaban entre nosotros, percibiendo claramente la fricción. —Más bien informal, supongo—, respondió Adonis, claramente fuera de su elemento. —¿Qué tal un par de conjuntos para salir de fiesta y un par de vestidos para actos benéficos o cenas?. Me sentí como una espectadora de mi propia vida mientras discutían sobre mi vestuario, pero ver al psicópata retorcerse casi valió la pena. —Y Carina—, Adonis llamó. —Un bikini y unos cueros. Carina enarcó las cejas y me condujo al vestuario. —Tú y Adonis, ¿eh?— Ella preguntó. —Um no. Definitivamente no—. Repetí para enfatizar. Carina se limitó a sonreírme como si supiera un secreto que yo ignoraba, y yo me moví inquieta, incómoda por el escrutinio y su evidente familiaridad con los De la Cruz. Una hora más tarde, sentí como si me hubiera probado la mitad de la tienda, y Carina se marchó para montar los conjuntos y seleccionar el maquillaje y los accesorios que complementarían la ropa. Carina colgó las últimas prendas para que me las probara antes de cerrar la puerta con un suave clic, y yo moví el cuello de un lado a otro y dejé que los hombros se me relajaran, agradecida por el tiempo a solas. Lo de ser una mujer guapa fue divertido durante un rato, pero ahora sólo estaba cansada y hambrienta, y tenía visiones del psicópata paseándose como un tigre enjaulado, mirando el reloj cada tres segundos e ideando formas de pagarme por hacerle perder el tiempo. Me puse unos vaqueros suaves como la mantequilla que se ajustaban a mis curvas y mostraban mi trasero, pero enseguida me sentí insegura con mis caderas y mis muslos robustos. Con la cabeza vuelta sobre el hombro, examiné mi reflejo en el espejo, intentando decidir si debía pedir un par más grande o renunciar a ellos en favor de algo menos ceñido. Desgarrada porque posiblemente eran los vaqueros más suaves y cómodos que había llevado nunca. —Deberías tomarlos. Di un grito y me giré para encontrar a Adonis apoyado en el marco de la puerta, sosteniendo un trozo de seda azul. Cómo un hombre tan grande podía moverse sin hacer ruido era inquietante. No era normal, como el resto de él. Vestida con sujetador y vaqueros, Adonis me había visto mucho más anoche, pero unos brillantes puntos de color se alzaron en mis mejillas, mostrando mi vergüenza e inseguridad. —¿No te gustan?— insistió Adonis cuando no contesté. La vibración de su voz sedosa desencadenó una cascada de reacciones en mi cuerpo y mis pezones se contrajeron, pinchando contra el endeble encaje del sujetador. Crucé los brazos sobre el pecho, pero no antes de que los ojos de Adonis se posaran en ellos, observando mi reacción. —No, son bonitos. —¿Cuál es el problema? —Demasiado apretados—. Me encogí de hombros como si no me importara y me di cuenta demasiado tarde de mi error fatal. —Date la vuelta y déjame ver. Si se me calentara más la cara, tendría que meter la cabeza en un congelador o arriesgarme a una combustión espontánea. —Sí, claro. Para que puedas mirar mi robusto culo—. Puse los ojos en blanco y dejé que todo mi sarcasmo y dolor inundaran esa afirmación. —No gracias, no necesito que me digas que estoy gorda—. Adonis frunció las cejas y parecía realmente confundido. —¿Por qué crees que estás gorda? —No creo que esté gorda. Tú dijiste que lo estaba—. Suspiré dramáticamente y agité las manos en un gesto que indicaba que debía marcharse. —Nunca dije que estuvieras gorda—. Adonis resopló, ofendido, sin captar la indirecta de irse. —Dijiste que era robusta. Lo mismo—. Solté un chasquido, preguntándome por qué dejé que este imbécil se metiera bajo mi piel. Adonis dio un paso adelante y me agarró por los hombros, girándome hacia el espejo. Su cuerpo estaba tan cerca que rozó el mío y mi pulso se aceleró. —Robusta no significa gorda—. El timbre de su voz había bajado hasta convertirse en un ronroneo seductor. —Significa que tienes unas caderas a las que un hombre puede agarrarse cuando entra en tu húmedo calor—. Sus dedos se clavaron en mis caderas con un apretón que hizo que mis bragas se humedecieran vergonzosamente mientras la imagen de Adonis moviéndose sobre mí llenaba mi cerebro, y mi cuerpo se estremecía alrededor de la nada, anhelando que él llenara el vacío dolorido. —Significa que eres suave donde una mujer debe serlo—. Su cabeza se inclinó e inhaló profundamente contra mi cuello, y un gemido surgió en mi garganta cuando su gran mano se extendió por mi abdomen ligeramente redondeado. —Nada de gordura, sólo esta suavidad perfecta que da la bienvenida a un hombre—. Su dura longitud presionó mi trasero y jadeé. —Y este exuberante culo en forma de corazón que puede poner a un hombre de rodillas. Se me cerraron los ojos cuando su mano se deslizó por mi costado hasta llegar a mi pecho y me acarició el pulgar con un ritmo lento. —Y puede que sean los pechos más perfectos que he visto nunca. Un hombre podría pasarse todo el día deleitándose contigo, Blanca. Horas enterrado entre esos hermosos muslos, saboreando cada centímetro de tu cuerpo y follándote como quisiera sin preocuparse de que te rompieras. Así que ya ves, robusta es mucho mejor —. Me estremecí y jadeé, a un pelo de llegar al orgasmo por sus sensuales palabras mientras su cálido aliento me hacía cosquillas en la oreja. —Eres muchas cosas, preciosa, pero gorda no es una de ellas. Tienes un cuerpo que hace que los hombres pierdan la perspectiva, y eso te hace peligrosa—. Adonis me giró hacia él, con mi cuerpo pegado al suyo, y la piel se me puso de gallina, provocándome un temblor involuntario. Quería preguntarle si yo era todas esas cosas, ¿por qué no le gustaba? ¿Por qué no me quería? Me quedé callada mientras sus manos me levantaban los brazos por encima de la cabeza y él me ponía una camisola de seda azul por encima y dejaba que la delicada tela me envolviera. —Me gusta éste. Su dedo recorrió la parte superior de mi sujetador. Embriagada por su cercanía, apoyé las manos en su pecho. La cadencia constante de su corazón palpitó bajo las yemas de mis dedos y su cabeza se inclinó hacia abajo. Mis labios se abrieron en señal de invitación mientras su boca se cernía sobre la mía, desafiando mi autocontrol. Tenía tantas ganas de ponerme de puntillas y acercar mis labios a los suyos, pero me negaba a ser yo quien lo besara primero. Mis manos se enredaron en su camiseta, anclándolo contra mí, su dureza amortiguada contra mi vientre. Ahora entendía lo que quería decir. Donde él era duro e inflexible, yo era blanda y maleable. Encajábamos como una cerradura y una llave. La sangre palpitaba en mi cabeza, ahogando todo lo que nos rodeaba, su energía tirando de mí hacia su órbita. Justo cuando pensaba que sus labios tocarían por fin los míos, la voz de Carina nos sobresaltó a los dos. Adonis me soltó y retrocedió tan rápido que tropecé y me golpeé contra la pared. Se le encendieron las fosas nasales y sacudió la cabeza como si quisiera despejarse. Carina entró en la habitación y nos miró a los dos. —Puedo volver después—, tartamudeó y empezó a salir de la habitación. —No—, ladró Adonis. —Sólo termina con esto. Tengo que volver. —Por supuesto—. Carina se aplacó. Adonis alargó la mano y apretó el brazo de Carina para tranquilizarla. Su voz se suavizó. —Gracias por hacer esto. Los celos que acechaban bajo la superficie surgieron cuando él le sonrió. Adonis nunca me miraría así. Quienquiera que fuese esta mujer, ella importaba. Yo no, y tenía que metérmelo en la cabeza. Adonis se pasó una mano por aquella frondosa melena. —Toma los vaqueros, Blanca—. Y salió de la habitación llevándose todo el oxígeno consigo. —Sí, señor—, murmuré. Carina me puso la mano en el brazo. —Puede ser un gruñón hosco, pero vale la pena. Te lo prometo. Me encogí de hombros como si no me importara y me dije que era verdad. En menos de dos meses me libraría de él, de todo. Ignoré los mil nudos que se me retorcían en las tripas ante la idea de quedarme completamente sola y no volver a ver a los De la Cruz. —Tú lo sabrías mejor que yo—. No me molesté en disimular la amargura de mi voz. Carina me dedicó una sonrisa indulgente, como si yo fuera una niña pequeña haciendo una rabieta en el supermercado. —No es así entre Adonis y yo. —¿Entonces cómo es?— Desafié, preguntándome por qué me importaba una mierda. —Cuando tenía doce años, Adonis se mudó a la misma casa de acogida en la que yo estaba. De algún modo, descubrió que mi padre adoptivo entraba en mi habitación por la noche y me violaba. Llevaba haciéndolo desde que me llevaron allí a los diez años. Para entonces, supongo que pensaba que así era como funcionaba. Tenía comida extra y mi propia habitación, así que no dije nada. Simplemente le dejé—. Carina se echó hacia atrás el pelo de la coleta con gesto nervioso. —Tenía miedo de quedarme embarazada. Sabía cómo funcionaban esas cosas. Adonis me encontró llorando en el patio y se lo conté todo. Me prometió que se ocuparía. El hombro de Carina se inclinó hacia arriba. —Y lo hizo. Le dio una paliza de muerte a ese hombre. Pensé que lo enviarían al reformatorio, pero sus amenazas surtieron efecto y mi padre adoptivo no volvió a tocarme. Adonis dormía en mi habitación en el suelo todas las noches hasta que se hizo mayor. Entonces vino una noche y me sacó de aquel infierno. Los De la Cruz se aseguraron de que recibiera una educación, tuviera un lugar donde vivir y me dieron el dinero para este lugar. Así que, sí, lo conozco. Puede ser duro y despiadado, pero es un buen hombre. —Lo siento mucho—, susurré rodeando el nudo que me oprimía la garganta. Carina hizo un gesto despectivo con la mano. —Fue hace mucho tiempo. Me clavó la mirada. —Es como un hermano para mí, y por eso sé que le gustas. Que eres diferente. No quiero que le hagan daño. —No tienes que preocuparte por eso. Adonis apenas me tolera, y me voy en dos meses, de todos modos. Carina asintió, pero me di cuenta de que no se creía mi historia. No la culpaba, porque incluso yo empezaba a no creérmela.
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