Capitulo 23

2663 Words
Me alejé de Adonis a trompicones y perdí el equilibrio cuando mis talones golpearon el borde de la escalera y caí hacia atrás, de culo. Ignorando el agudo chasquido de dolor, traté de ir hacia las escaleras fuera de mi alcance, pero Adonis estaba sobre mí a la velocidad del rayo, con los ojos brillantes de sospecha y rabia mientras se cernía sobre mí. —¿Qué haces aquí abajo, husmeando?— Me acusó. —N, no—, balbuceé con los labios entumecidos y temblorosos, el miedo paralizando mis cuerdas vocales. Una energía feroz brotaba de él en oleadas, robándome el aliento. Era aterrador, increíblemente hermoso y estaba fuera de control. Su pura masculinidad amenazaba con asfixiarme. Mis ojos parpadearon hacia la sangre de su camisa y volvieron a subir. Fue entonces cuando me di cuenta. La pistola en su mano. —¿Qué estabas buscando?— Su cara a escasos centímetros de la mía, con tono amenazador. Mis grandes ojos buscaron su rostro, sin encontrar consuelo. Me devolvió la mirada, con sus rasgos como una máscara dura y oscura. El calor de su aliento me hizo cosquillas en la mejilla y cerró la pequeña brecha que nos separaba. —Te he hecho una pregunta. Mis ojos se clavaron en el hueco de su garganta mientras el pulso me latía con fuerza en la sien. No salía nada de mi boca mientras mi cerebro se quedaba en blanco, demasiado conmocionado y confuso para formar pensamientos coherentes. La mano de Adonis se aferró a mi pelo y me tiró bruscamente de la cabeza hacia atrás, obligándome a mirarle a los ojos, oscuros, remotos y tan ardientes como para abrasar la tierra donde estaba tendida. Grité al siguiente tirón cuando un dolor agudo me punzó el cuero cabelludo, reactivando mi aturdido cerebro. —Será mejor que empieces a explicarme—, gruñó cerca de mi oreja. Adonis se arrodilló entre mis piernas, con la rodilla apretada contra la mía, inmovilizándome. La áspera tela de sus vaqueros rozaba la delicada piel de la cara interna de mi muslo, y cada movimiento era como papel de lija que frotaba mis nervios en carne viva. Su cuerpo se alzaba sobre el mío, mucho más pequeño, dominando el espacio. El duro metal de la pistola se deslizó por mi sien y se clavó bajo mi barbilla, y me estremecí cuando se clavó en la suave parte inferior. La mirada salvaje de sus ojos me decía que estaba patinando sobre el filo de una navaja y que las súplicas y los razonamientos no tenían muchas posibilidades. —Nada—, susurré con un nudo en la garganta y me quedé helada, sin atreverme a mover un solo músculo ni siquiera a pestañear. Cualquier movimiento desencadenaría su instinto depredador, y no me hacía ilusiones de quién sería el perdedor de aquella contienda. Todo en él me recordaba a un depredador afinado. Afilado, astuto y despiadado. El frío acero se deslizó por la columna de mi cuello y entre mis pechos susurrando suavemente, enviando un escalofrío helado a lo largo de mi espina dorsal. Adonis me abrió la camisa desabrochada, dejando al descubierto mi pecho, y gemí. Un sonido lastimero y vulnerable. Sus ojos oscuros se posaron en mi pecho y utilizó el cañón para pasarme el arma por el pezón, repiqueteando contra los piercings metálicos. Para mi humillación, el pezón se frunció y se tensó hasta formar un pico. Adonis parecía hipnotizado al ver cómo mi pecho subía y bajaba con cada respiración aterrorizada. Los nudillos de Adonis rozaron la afilada punta, y mi cuerpo traidor empujó mi pecho contra su mano, buscando su contacto. Me soltó el pelo con una inhalación aguda, como si mi reacción le hubiera dado un puñetazo en las tripas, y me rodeó la garganta con la mano, apretando con fuerza suficiente para transmitir una advertencia. Los latidos erráticos de mi corazón bajo sus dedos delataban mi miedo mezclado con excitación. Me hormigueaban los pechos desnudos al menor roce de sus dedos y me preguntaba cómo sería si me tocara de verdad. ¿Sobreviviría? Sus nudillos se apoyaron ligeramente en mi pecho. Más que agresión s****l, era dominación y posesión, y ese conocimiento hizo que mi estómago se revolviera como un pez fuera del agua. Mi mente gritó que estaba loca cuando un calor se extendió desde la base de mi columna vertebral por todo mi cuerpo, calentándome la piel. Durante un instante de locura, sentí un impulso casi incontrolable de meter las manos en aquella lujosa melena y atraer su boca hacia la mía. Un deseo de devorarlo hasta que no supiera dónde empezaba uno de nosotros y terminaba el otro. Aparté mis pensamientos, más que turbada por mi fantasía desbocada. Ni siquiera me gustaba ese monstruo. ¿No me gustaba? El miedo fue desapareciendo rápidamente, sustituido por la irritación y algo mucho más peligroso. Ángelo me había dado vía libre en la casa y no necesitaba darle explicaciones al psicópata. Si iba a matarme, apretaría el gatillo y yo no podría hacer nada. Si no lo iba a hacer, me negaba a acobardarme y dejar que me aterrorizara. Incliné la barbilla, dándole mejor acceso, y empujé hacia su mano que me rodeaba la garganta. Un acto de desafío y sumisión. No me amenazaría, nunca podría poseerme, pero yo cedería voluntariamente ante él. La confusión y la lujuria, oscuras y peligrosas, nublaron su rostro, haciéndose eco del mío. La electricidad zumbó y saltó por mi cuerpo, dejando mi piel enrojecida por el deseo, el desafío y el miedo. —Jesús—, respiró, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer que yo fuera real. O tal vez no podía creer que yo tuviera tan poco valor por mi propia vida. El arma se deslizó por mi vientre, haciendo que los músculos de mi estómago se contrajeran, y la necesidad se acumuló, caliente y aterradora. El cañón serpenteó hacia abajo y se me cortó la respiración. —¿Vas a dispararme con ella o a follarme?— Siseé, ya no me importaba cuál. Sus ojos se entrecerraron y le devolví la mirada. —No te burles de mí, mascota—, advirtió Adonis. —¿O qué? No te tengo miedo. —Deberías tenerlo—. Aquella voz sedosa se deslizó a mi alrededor con una promesa de placer y destrucción. —¿Por qué? Ya he estado en el infierno. Hay muy poco que puedas hacerme que sea peor—. Se formó una arruga entre sus cejas cuando mi confesión le desconcertó y le hizo dudar de cómo responder. El desafío y la rebeldía se extendían entre nosotros como una criatura viva que respiraba. Exhalé un suspiro exasperado. —Si vas a matarme, hazlo. Si no, suéltame. Estoy cansada y me voy a la cama. —O simplemente podría follarte. Un grito ahogado se escapa de mis labios mientras mi coño sufre un espasmo al oír sus palabras. La comisura de su boca se inclinó hacia arriba y su sonrisa salvaje hizo que mi sangre se convirtiera en lava fundida, calentando mi carne y mojando mis muslos. La sonrisa me dijo que había leído bien mi reacción. Adonis arrastró la pistola hacia abajo, rozándome el monte, y lo frotó contra mi clítoris. Volví a respirar conmocionada y mis caderas se estremecieron al contacto del frío metal con mi sensible clítoris. Adonis rozó el cañón contra mi clítoris hinchado con movimientos lentos y deliberados, y todo mi cuerpo se estremeció en respuesta. —Quédate muy quieta, mascota—. La mano en mi garganta apretó en señal de advertencia. Me retorcí para alejarme de la pistola que me presionaba el coño, pero el frío e implacable mármol de las escaleras me impidió retroceder. La adrenalina y el calor palpitaban con cada latido de mi corazón, y me di cuenta de que ni siquiera estaba segura de querer escapar de aquella obscena danza carnal que se desarrollaba entre nosotros. El hambre en sus ojos y la sonrisa ligeramente desquiciada que adornaba sus labios me erizaron el vello de los brazos. Me acarició el clítoris con la pistola, moviéndola de un lado a otro, provocando en mí una oleada de puro deseo. El extremo punzaba mi entrada. —Por favor—, susurré. —¿Por favor qué?— Adonis se burló. —¿Por favor para o por favor no? Adonis empujó la punta justo dentro y mi cabeza cayó hacia atrás con un grito ahogado, mientras un escalofrío sacudía todo mi cuerpo y mi excitación cubría el cañón de la pistola. Volví a apoyarme sobre los codos, luchando con el conocimiento del deseo animal que me recorría brillante y abrasadoramente caliente ante este juego macabro. —¿Qué va a ser? Si no quieres jugar, di tu palabra de seguridad—. La voz sedosa de Adonis ronroneaba a mi alrededor como un gran gato de la selva. —Que te den—, fue mi respuesta sin aliento mientras mis caderas se inclinaban hacia delante. Nunca le daría esa satisfacción. —Oh mascota, pienso hacértelo a ti—, prometió Adonis. —No soy tu mascota—. Me quebré. Respiraba entrecortadamente. Era muy posible que se me saliera el corazón del pecho. La presión en mi garganta aumentó y una risita oscura me heló hasta los huesos. —En eso te equivocas—. Se inclinó hacia mí y sus fosas nasales se abrieron ligeramente, como un depredador que olfatea a su presa. —Puedo oler tu excitación. Y pude ver la suya. Aquella polla gigante se tensaba y empujaba contra sus vaqueros. Entre los dos, no estaba segura de quién estaba más loco, si él por meterme un arma cargada en el coño o yo por gustarme. Había algo oscuramente erótico en el juego de poder entre nosotros. Me confundía y me daban ganas de apretar todos sus botones. Hacerle reaccionar, hacerle sentir algo más que desprecio por mí. Su agarre en mi garganta se aflojó y aspiré aire con avidez mientras las estrellas que danzaban frente a mis ojos se desvanecían con cada respiración. Adonis introdujo aún más la punta de la pistola en mi húmedo y goloso agujero. Aterrorizada y excitada a partes iguales, estaba tan nerviosa que fue un milagro no correrme allí mismo. El frío del metal, la pesadez y la presión me resultaban extraños. Dejó que me adaptara antes de empujar el cañón más y más hasta que la empuñadura rozó mi coño, el arma completamente asentada tras su interminable deslizamiento en lo más profundo de mi dolorido y desesperado sexo. Jadeé e intenté no agitarme, mientras mi coño se estiraba alrededor del cañón, acomodándose al duro e implacable acero. No se me escapaba la estupidez de tener un arma cargada metida, pero a esa parte loca que se sentía viva no le importaba. Estaba empapada, cubriendo la pistola y la mano de Adonis. Me resultaba imposible disimular los deliciosos temblores que me recorrían el cuerpo y tensaban cada nervio como un arco tensado como si no fuera más que miedo. Adonis sacó el cañón y volvió a meterlo, y yo grité y me agarré a su antebrazo, clavándole las uñas en la carne. Mi coño palpitaba y se contraía alrededor del cañón, haciendo ruidos lascivos mientras él lo bombeaba dentro y fuera de mí, ganando velocidad y encontrando un ritmo castigador que me dejaba las piernas temblorosas. —Estás empapada—. Sonó sorprendido cuando gemí a pesar de mis esfuerzos por callarme. —Por favor—, jadeé. —Más. Adonis inclinó la pistola, rozando aquel punto sensible que me dolía justo por dentro, y me quedé ciega de placer. Iba a correrme de verdad si me follaban con una pistola. —Dios, eres preciosa—, gruñó Adonis. —Y malditamente perfecta—. La fascinación y la confusión marcaron su hermoso rostro. Su mano abandonó mi garganta y acarició su erección, tensa contra sus vaqueros. —Mírame—, exigió Adonis. Mi mirada se clavó en su rostro, pura lujuria y hambre grabadas en sus rasgos. Sus ojos ardían con fuego suficiente para incendiar el cielo nocturno. —Ven a por mí, mascota—, ordenó Adonis, y lo hice. Incapaz de desobedecerle. Aunque mi cerebro se burlaba de su orden, mi cuerpo tenía mente propia y respondía a un nivel primitivo, convulsionándose alrededor del arma enterrada en lo más profundo de mi, mientras una oleada tras otra de placer me inundaba. Orgasmear alrededor de un arma cargada no parecía muy seguro, pero mi cuerpo se agitó y sufrió espasmos de todos modos, y prácticamente grité su nombre mientras mis uñas sangraban al agarrar su antebrazo con fuerza mortal. —Oh, mierda, oh, Dios, Adonis—, grité mientras la intensidad de mi liberación me hacía doblar los dedos de los pies y arquear la espalda. Los ojos de Adonis permanecieron fijos en los míos durante el último rebote de deseo. La conexión entre nosotros era profunda y absolutamente aterradora. Adonis sacó la pistola con un silbido embarazoso que delataba exactamente lo excitada que estaba y el silencio se extendió entre nosotros. Deseaba desesperadamente que me besara y me di cuenta de lo absurdo que era. Yo era la empleada, nada más. Bajé la mirada. Su enorme erección parecía dolorosa, apretándose contra la cremallera como si quisiera atravesar la tela, y me acerqué a él, desesperada por tocarlo y darle placer. Se apartó. —No mascota, no te has ganado nada. ¿Qué...? —Eres un psicópata—, siseé. Una sonrisa sin humor jugó a lo largo de sus labios perfectamente pecaminosos. Mis ojos se entrecerraron y cualquier sentimiento cálido y difuso que tenía por este imbécil se evaporó. —Prefiero follarme a un cactus que a ti, de todos modos—. —No soy tu maldita mascota—, gruñí. —Jadeabas y suplicabas como una perra en celo, desesperada por que te follara. La ira se apoderó de mí como un reguero de pólvora, tan rápido que el buen juicio y el sentido común quedaron anulados. Levanté la mano y abofeteé al engreído bastardo en su cara condescendiente. El sonido resonó tan fuerte como un disparo en la silenciosa sala. Adonis echó la cabeza hacia atrás, los ojos entrecerrados y los orificios nasales abiertos. Esperé a que me diera un puñetazo, pero no lo hizo. Se limitó a estudiarme como si fuera un rompecabezas que viera con claridad por primera vez. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando el recuerdo de ser violada por Toby inundó mi mente, desplazando todo lo demás. Las burlonas palabras de Silvio sobre ser una perra en celo resonaban en mi cabeza y se me erizaba la piel al sentir el pelaje de Toby haciéndome cosquillas en la espalda y sus uñas desgarrándome la carne mientras me montaba. El recuerdo de cada dolorosa embestida me estrujaba las tripas. El destello del semen que se derramaba de mi sexo maltratado, corriendo por mis muslos y goteando en el suelo, hizo que la bilis subiera rápidamente a mi garganta y tragué con fuerza, ahogándome y atragantándome para contenerla. —Te odio—, susurré. Adonis se encogió de hombros con insolencia. —Lo que usted diga, princesa. Adonis se levantó y se marchó, dejándome tirada en las escaleras, medio desnuda, mojada por la traición de mi cuerpo, avergonzada y furiosa conmigo misma y con Adonis. —Hijo de puta—, murmuré y me puse en pie, ignorando que me temblaban las piernas mientras subía a trompicones las escaleras y corría por el pasillo como si Cerbero me estuviera pisando los talones. Ya me había encontrado con el diablo, así que no me parecía imposible. Me metí en mi habitación y cerré la puerta, apoyándome en ella, dejando que las lágrimas calientes de humillación y rechazo me bañaran la cara. ¿Cómo podía ese cabrón hacerme sentir tan viva y herirme tan profundamente?
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