Me quedé en ese espacio entre el sueño y la vigilia en el que todo era posible, dejando que mi mente viajara a otra época antes de que mi vida se viera alterada. Era un hermoso día de primavera y mi madre nos había llevado al parque. Un cielo azul brillante, nubes blancas que despertaban mi imaginación y un sol cálido sobre mi piel. Yo reía y jugaba con mi hermana. Tan cercanas en edad, sólo once meses de diferencia, éramos inseparables, pero completamente opuestas. El yin y el yang.
Julieta tenía el pelo oscuro, los ojos oscuros y la piel dorada. Amable y divertida, siempre tenía una risa fácil. Alta y espigada, habría sido una mujer hermosa y regia. Con mi pelo rubio, mis ojos avellana, mi piel clara y mis amplias curvas, la mayoría de la gente no creía que fuéramos parientes, y mucho menos hermanas. Julieta tenía el color de mi padre, pero la belleza de mi madre.
Si no lo hubiera sabido, habría jurado que ni siquiera era pariente de mi padre, y la mayoría de los días deseaba que eso fuera cierto. No nos parecíamos en nada y teníamos aún menos en común. Yo siempre había sido inteligente, sarcástica y directa. No poseía la misma gracia y aplomo que Julieta, o que mi madre. Todo en mí había sido una decepción para mi padre, y nunca me dejó olvidarlo. Pero allí en el parque, nada de eso importaba, balanceándome con salvaje abandono, despreocupada y feliz, ajena a la tragedia que acechaba a la vuelta de la esquina.
El día había pasado demasiado deprisa y recogimos las cosas para volver a casa. Recuerdo el miedo que sentía en la boca del estómago, preguntándome si mi padre estaría borracho y si la paliza sería grave. Mientras nos dirigíamos al auto, arrastrando los pies, me di cuenta de que me faltaba el jersey.
—Vuelvo enseguida, mamá.
Mi madre se rio. Un hermoso sonido musical como el de mi hermana. Refinado y delicioso. Mi padre siempre decía que sonaba como un burro rebuznando, así que intentaba no reírme demasiado.
—Blanca, te olvidarías de la cabeza si no la tuvieras pegada—. Se burló de mí con buen humor.
—¿Podemos quedarnos un poco más?— Le supliqué.
Su hermoso rostro se ensombreció. —Ojalá pudiéramos, pero hoy no. Vete y date prisa. Podemos volver pronto—. Me sonrió, pero esta vez fue forzada.
Mi nariz se arrugó, la decepción pesaba sobre mí. —De acuerdo.
Volví corriendo a los columpios y fue entonces cuando oí los disparos. Al principio pensé que eran petardos, pero luego oí los gritos y lo supe. El terror se apoderó de todo mi cuerpo, me robó la voz y me quedé clavada en el sitio, sabiendo que mi vida nunca volvería a ser la misma.
Parpadeos de recuerdos danzaban en los recovecos de mi cerebro. Fotografías impresas, más que recuerdos nítidos, saltaban detrás de mis globos oculares, utilizándolos como pantalla para proyectar cada imagen horripilante. Los cuerpos rotos y ensangrentados tendidos en la calle, el siniestro charco de sangre roja brillante creciendo a cada segundo que pasaba, brillando a la luz del sol de primera hora de la tarde mientras la vida se les escapaba con cada latido que se desvanecía. La gente grita y corre para ponerse a cubierto. Chirridos de neumáticos. El disparo de un motor y luego el silencio hasta que mis lamentos rompieron la aturdida quietud de la tarde, sobresaltando a los pájaros en su vuelo, mientras me arrodillaba sobre el cuerpo de mi madre y les suplicaba que no murieran, sabiendo que ya se habían ido. La imagen de los ojos ciegos de mi hermana mirando al cielo azul brillante, la mirada de sorpresa. Me perseguiría para siempre.
Me revolví contra la dolorosa embestida, buscando consuelo, y algo fuerte, cálido y reconfortante me envolvió, anclándome. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí protegida, y me dejé llevar lejos de la angustia y de vuelta al parque, riendo y hablando con Julieta, compartiendo secretos como sólo pueden hacerlo las hermanas. Me aferré a ese momento y lo grabé en mi memoria.
Cada célula de mi cuerpo dolía por la pérdida. La mitad de mí se había desgarrado sin sentido ni aviso, y no había pasado un solo día sin que pensara en ellas. Echaba de menos a Julieta, y echaba de menos a mi madre. Felipe acababa de cumplir dos años y, a los doce, yo no estaba en absoluto preparada para criarlo, pero de algún modo me las había arreglado y seguiría haciéndolo, costara lo que costara. Felipe era todo lo que me quedaba y haría cualquier cosa para protegerlo.
Mi mente se desvió hacia la vigilia y, a pesar de mis esfuerzos, salí lentamente a la superficie. Lo primero que noté fue la forma ancha y cálida acurrucada contra mí y el subir y bajar de respiraciones lentas y uniformes. Un momento de pánico recorrió mi espina dorsal cuando me di cuenta de que estaba envuelta en poderosos brazos que me sujetaban con fuerza. No era sólo un sueño; estaba en la cama con alguien.
Con los ojos cerrados, dejo que mis sentidos exploren mi entorno. Un colchón suave como una nube sostenía mi cuerpo sin esfuerzo, y una manta gruesa y sedosa me mantenía caliente. La habitación era fresca y silenciosa. Ni el claxon de los autos ni el penetrante hedor a basura mezclada asaltaban mis sentidos. Me moví y noté que no me dolía el cuerpo y que la pesadez familiar estaba ausente. No era Thiago sobre el que dormía y con el que me acurrucaba como si fuera mi osito de peluche favorito.
Abrí un ojo y luego el otro. Los recuerdos se agolparon en mi memoria mientras observaba la habitación bien equipada. La tensión disminuyó hasta que me di cuenta de que estaba usando a Ángelo como mi almohada personal. Volví a cerrar los ojos, con la esperanza de seguir soñando. No, no hubo suerte. Cuando volví a abrir los ojos, se encontraron con unos ojos azules que parecían suaves y acogedores, aún cubiertos por los últimos vestigios del sueño.
Se había quitado la camisa de vestir manchada de sangre, pero seguía completamente vestido. Su camisa desabrochada dejaba ver un mechón de pelo oscuro que me aceleró el pulso. Llevaba las mangas remangadas hasta los codos y se había quitado los zapatos y el cinturón como concesión. De algún modo, eso lo hacía aún más peligroso e íntimo. Inhale sobresaltada cuando nuestros ojos se cruzaron. Era imposible fingir que estaba dormida con él mirándome fijamente con aquella mirada penetrante. Su brazo se tensó y me ancló a él cuando intenté apartarme.
Me lamí los labios resecos. —Lo siento—, murmuré. —¿Por qué no me has trasladado a la habitación de invitados?.
—Necesitabas descansar. No quería molestarte.
Pasó un rato de silencio incómodo. No sabía qué debía hacer al saber que había pasado la noche en su cama dejando que me cuidara.
—¿Cómo está la cabeza?— Preguntó.
Aquella voz profunda y rica, áspera por el sueño, hizo que cada nervio de mi cuerpo cobrara vida y se fijara en su forma puramente masculina apretada contra mí. Donde él era duro, yo era blanda, y nos amoldábamos a la perfección.
—Mejor.
Su pene se agitó y me di cuenta de que durante la noche le había pasado la pierna por encima. Ahora que estaba despierta, me di cuenta de que estaba prácticamente tumbada encima de él. El calor me subió por el cuello y me tiñó las mejillas con dos brillantes manchas de color cuando algunas partes del sur hormiguearon de interés al ver su creciente m*****o acolchado entre nosotros.
La mano que tenía en el pecho la palpé y bajé serpenteando, trazando el contorno de sus abdominales y jugueteando con la cintura de sus pantalones. Su pene se agitó y se balanceó en anticipación mientras mis dedos continuaban su exploración. Cuando su polla, cada vez más grande, se apretó contra mi pierna, me di cuenta de que Ángelo era grande por todas partes. Al saberlo, mis caderas se inclinaron hacia delante y apreté mi recién despertado coño contra su muslo musculoso, buscando alivio a la palpitante excitación que me pillaba por sorpresa.
Un movimiento de lengua sobre mis labios provocó un gruñido gutural y animó mi mano a deslizarse más abajo. Jugueteé con el botón de sus pantalones y froté rítmicamente contra él mi núcleo. Mi mirada se desvió hacia su rostro. Tenía los ojos cerrados y su respiración se había vuelto agitada y errática. Mi pierna rozaba su erección con cada empuje de mis caderas, y los músculos de su cuello se tensaban, delatando lo que le había costado su control. Su mano salió disparada y me agarró la muñeca, apartándola de la tierra prometida cuando mis dedos errantes reventaron el botón de sus pantalones.
—No es una buena idea—. Su voz profunda y rica se quebró un poco.
La confusión me invadió ante el repentino cambio. Esto era precisamente para lo que me había contratado, y algo que yo quería. Algo que creía que queríamos los dos. Ángelo me empujó y desenredó nuestros cuerpos, balanceando las piernas sobre el lateral de la cama para sentarse. Se pasó una mano por el pelo ya despeinado.
—Debes de tener hambre. Date una ducha, desayuna algo y luego ven a mi despacho para que podamos completar el papeleo.
Ángelo se levantó y salió. Observé cómo desaparecía y fruncí el ceño. ¿Era el papeleo el problema? Sacudí la cabeza y volví a acurrucarme entre las suaves sábanas. Intenté no sacar nada en claro, pero no pude evitar el escozor del rechazo. Sabía que era una estupidez y que debía estar agradecida, pero me había parecido una atracción orgánica. No una transacción comercial.
Balanceé las piernas sobre el borde de la cama y me senté. No había mareos ni dolor de cabeza. Supuse que era una buena señal. Me dolía el codo y tenía la piel demasiado tirante, pero por lo demás, me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo. Tal vez debería tirarme más a menudo de un auto en marcha si con ello conseguía dormir bien en una lujosa cama arropada por Ángelo. Solté un bufido poco femenino, me levanté y me dirigí al baño.
La ducha de Ángelo era parecida a la de ayer, y sólo recibí dos chorros de agua en la cara antes de acertar. Me metí bajo el chorro caliente y analicé mi situación. ¿Había saltado de la sartén al fuego? ¿Qué ventaja tenía para hacer cumplir un contrato contra los De la Cruz? Eran ricos y poderosos, y la mitad de los políticos y las fuerzas del orden estaban en sus bolsillos. Una vez más, me sentía impotente.
Me enjaboné y dejé que esa constatación me recorriera y me calara hasta los huesos. Aunque eso era cierto, mi tiempo con ellos había sido más fácil y mucho más agradable que trabajar en el club de Thiago, pero ¿Qué podía decir que me dejarían marchar al cabo de sesenta días? Los De la Cruz eran reservados y despiadados. ¿Y si me mataban cuando se aburrían para proteger su intimidad? Adonis había aludido al hecho de que no podían permitirse ese tipo de debilidad.
A pesar del agua caliente, un escalofrío me recorrió la espalda. Cada decisión que había tomado en los dos últimos meses había sido peor que la anterior. ¿Por qué ésta era diferente? Tenía que tomar medidas para proteger a Felipe si me ocurría algo. Al menos, asegurarme de proteger el dinero o llevar a Felipe a un lugar seguro, lejos de Thiago y de nuestro padre.
Cerré el grifo y tomé una toalla, escurriéndome el agua del pelo. Pasara lo que pasara, esta vez tenía que planearlo mejor. Si me mataban, me mataban, pero al menos Felipe tendría una oportunidad de luchar. Mientras tanto, haría lo que fuera para complacerlos, y quizá aprendiera algo que me sirviera. Por el momento, lo único que podía ofrecer a los De la Cruz era mi cuerpo, y sin duda iba a hacer todo lo posible por mantenerlos contentos, entretenidos e interesados.
Había cajones en el tocador y me debatí sobre la conveniencia de rebuscar en ellos como una ardilla enloquecida, pero venció la necesidad. Era muy posible que se me hubiera metido un animal en la boca y se me hubiera muerto. Estaba segura de que podía oler mi propio aliento. No me extrañaba que Ángelo no estuviera tan ansioso por tener mi boca sobre él. En el primer cajón que rebusqué no encontré nada de valor. Con el segundo, lotería.
Me eché un chorrito de pasta de dientes en el dedo y utilicé una toallita para frotarme los dientes lo mejor que pude antes de utilizar descaradamente el cepillo de Ángelo para domar mi descontrolado pelo y darle una apariencia de orden. Como no quería ser una mala inquilina a la que echaran a la calle el primer día, arranqué los largos mechones rubios de las cerdas antes de volver a dejarlo donde lo había encontrado. No es que usara su cepillo de dientes ni nada por el estilo, pero era un hombre al que le gustaba el orden. Todo tenía un lugar y un propósito. Abrí algunos cajones más para comprobarlo. Ningún cajón de trastos locos para Ángelo. Todos y cada uno de ellos estaban ordenados y organizados. En mi opinión, todo aquello rozaba lo espeluznante.
Mi reflejo me guiñó un ojo cuando me miré en el espejo y me unté una loción de aspecto caro, esperando no oler demasiado a Ángelo durante el resto del día. Los moratones del cuello habían adquirido un tono moteado de verde y amarillo y estaban desapareciendo. Mis ojos estaban más brillantes y mi piel había perdido el aspecto cetrino que tenía tras dos noches seguidas sin dormir. A pesar de haberme tirado de un auto en marcha, hoy tenía mejor aspecto que hacía tiempo. Excepto por la erupción en el codo y el muslo, que me recordaba demasiado a una hamburguesa cruda. Imagínate. Se me revolvió el estómago al pensar en la comida.
Me envolví en una toalla y entré en la habitación de Ángelo, debatiéndome sobre la marcha. Mi ropa estaba rota y manchada de sangre, y no tenía ni una puntada de nada más. Se me revolvió el estómago cuando pensé en volver a ponerme la ropa sucia y, después de dudarlo un momento, me acerqué al armario de Ángelo, respiré hondo para tranquilizarme y abrí las puertas. Las luces se encendieron automáticamente, iluminando el interior. El armario era más grande que mi apartamento.
Todo colgaba en filas ordenadas. Trajes, camisas y ropa informal, todo artísticamente ordenado por tipo y color. Un estante en la parte inferior tenía filas de zapatos. Parpadeé un par de veces para asegurarme, pero los zapatos estaban ordenados por tipo a juego con la ropa. Nunca había visto a nadie tan rígido y estirado.
Después de rebuscar entre sus camisas, elegí una azul oscuro abotonada y la saqué de la percha. Me quedaba grande y me llegaba por encima de las rodillas. Era más larga que la mayoría de mis faldas o vestidos, pero tendría que valer. Me remangué la camisa hasta los codos y salí de la habitación de Ángelo por el pasillo. La casa era enorme, y di un par de vueltas en falso antes de encontrar el pasillo principal. El dormitorio de Ángelo estaba en un ala distinta a la de Andrés.
El aroma terroso y a nuez del café me guio hasta la cocina, con el estómago haciendo ruidos de alegría ante la perspectiva de la comida. Adán levantó la vista cuando entré y una sonrisa se dibujó en su rostro.
Me abrazó y me acarició el cuello. —Buenos días, cariño. Nos lo vamos a pasar muy bien—. Me pellizcó la mandíbula y luego me besó suavemente en el punto sensible detrás de la oreja.
Mis pezones se tensaron y me incliné hacia él, disfrutando de su sólido calor y de su entusiasta saludo. Después del desprecio de Ángelo, me di cuenta de que me sentía insegura. Tenía un aspecto delicioso, vestido con otro par de vaqueros desgastados y una sencilla camiseta blanca. Mi estómago decidió que aquel era el momento de dar a conocer sus deseos y soltó un gruñido lo bastante alto como para que se oyera en el ala oeste.
Adán se rio. —Supongo que será mejor que alimentemos a la bestia.
—¿Café?
—Claro, por ahí—. Adán señaló la jarra. —Hueles como Ángelo.
Había suficiente curiosidad en su afirmación como para hacerme reflexionar. También llevaba puesta la camiseta de Ángelo, pero decidí no señalarlo. Sin saber qué decir, me serví una taza de café y le di un buen trago, dejando que el primer placer de la cafeína recorriera mi organismo.
—¿Quieres un panecillo?— Adán preguntó. No le pareció raro que no contestara sobre Ángelo.
—Si, gracias.
Adán metió un panecillo en la tostadora. —Me alegro de que estés aquí.—
Le dediqué una sonrisa tentativa. —Yo también—. Me di cuenta de que lo decía en serio. —Pensé que podrías ayudarme con algo.—
—Claro, ¿Qué necesitas? Un orgasmo, o cinco—. Preguntó con una sonrisa de lobo.
Medio reí y medio resoplé. —Bueno, eso también, pero esperaba que pudieras enseñarme dónde puedo usar un ordenador—. Contuve la respiración y esperé. Mi trato con Ángelo me daba acceso, pero no quería entrar en los términos de mi estancia con Adán.
—¿Un ordenador?— Su hombro se inclinó hacia arriba. —No hay problema.
Exhalé mi aliento contenido. —Sí, me imaginé que serías mi mejor opción ya que eres un hacker y todo eso. No tenía la sensación de que esa fuera el área de experiencia de Adonis.
Adán se rio. —En eso tienes razón. Dame una hora y te prepararé una laptop. ¿Qué necesitas?
—Sólo la configuración básica y el videochat.
Apareció mi panecillo y Adán le untó un poco de queso crema antes de dármelo. —¿En qué habitación te metió Ángelo?
Me quedé mirando mi panecillo como si estuviera escondiendo un secreto. —Aún no estoy segura—. Di rodeos, negándome a mirarle a los ojos, sin saber por qué dormir en la habitación de Ángelo era un tabú, pero instintivamente reconocí que lo era.
—Mmm—. Adán emitió un sonido de no compromiso, ladeó la cabeza y me estudió. Su labio se levantó como si supiera un secreto.
Termine de comer y pensé que me apetecía otro, pero me decidí por un poco de fruta. Seguía de pie junto a la barra como un potro asustadizo mientras devoraba mi desayuno.
Adán me rodeó y me atrapó entre el mostrador y su enorme cuerpo. El brillo depredador de sus ojos me aceleró el pulso y algo que se parecía muchísimo al deseo se acumuló líquido y caliente entre mis muslos.
—¿Qué tal si te doy el primero de esos cinco orgasmos que te debo?—. La aspereza de su voz tiró de mí hacia él como un hilo invisible.
—Mmm—, respondí.
—¿Eso es un sí, cariño?
Me aclaré la garganta y volví a intentarlo. —Sí.
Una de las manos de Adán me subió por el torso y me acarició el pecho a través de la suave tela de la camisa de Ángelo, mientras la otra me agarraba el culo y lo amasaba. Se inclinó hacia mí y me besó larga, lenta y suavemente.
Cuando gemí en su boca, no pude evitar la oleada de excitación. Su pierna se introdujo entre mis muslos y me froté contra el suave material, la fricción acrecentó mi creciente deseo, que latía bajo y constante en mi vientre.
Me dio la vuelta y me empujó sobre la mesa de la cocina, donde apoyé los codos. Incliné la espalda y abrí las piernas, dándole acceso. El aire fresco me golpeó el trasero mientras me rodeaba la cintura con la camisa.
—Tienes un culo delicioso—, murmuró Adán y me dio un ligero azote, seguido inmediatamente de un relajante masaje.
El azote me provocó una sacudida de deseo entre las piernas y mi coño se cerró en torno a la nada. Nunca me habían gustado los azotes, pero enseguida me di cuenta de que, cuando se hacían bien, me gustaban. El placer equilibraba el dolor y aumentaba mi deseo. Sus manos se introdujeron entre mis piernas y separaron mis suaves pliegues, poniendo a prueba mi disposición. Estaba tan excitada que me sobresalté cuando sus largos dedos encontraron mi clítoris y empezaron a frotarlo rítmicamente.
Se me cerraron los ojos y me concentré en la sensación creciente y en la magia de los dedos de Adán. Mi coño palpitaba y se agitaba alrededor de la nada. Un vacío doloroso me empujó contra Adán. Apreté los pechos contra el frío tablero de la mesa, creando un contrapeso al fuego que ardía entre mis piernas. Mi piel se sonrojaba de deseo mientras cada nervio hormigueaba de conciencia.
—Dios, eres tan sensible—. Adán alabó.
—Te quiero, ahora—. No estaba segura de dónde había salido esa voz de mando.
Adán se rio entre dientes. —Y tan exigente.
Su mano se deslizó de entre mis piernas, haciendo que mi coño goloso se apretara ante la pérdida. El sonido de la cremallera de Adán se unió a nuestras respiraciones y, un momento después, me recompensó con su hermoso pene. Arrastró la cabeza por mi humedad antes de introducirse en mi apenas un centímetro. Mi coño se aferró a la punta, tratando de empujar su polla más adentro mientras mis paredes se agitaban en anticipación. Un gemido de necesidad brotó de mi garganta mientras él me provocaba. Se acercaba a mi entrada y volvía a salir con una lentitud enloquecedora. Las burlas y la creciente necesidad estaban a punto de hacerme desviar la mirada cuando me penetró de golpe con una profunda embestida.
—Oh, mierda—, ladré ante la repentina y bienvenida intrusión.
Pasé de estar vacía y dolorida a estar deliciosamente llena mientras mi coño se estiraba para acomodar su dura longitud. Otro azote en el culo me hizo retorcerme como un pez en un anzuelo, empalada en su polla.
—Tomas mi polla tan bien—. Adán respiró y se zambulló en mí con otro chasquido de sus caderas, inclinando mi espalda para darle acceso y control total. —Me encanta ver cómo se desliza en tu coño perfecto.
El ángulo descendente de sus embestidas creó la fricción perfecta contra mi punto G y, en pocas caricias, estaba jadeando y balbuceando. El calor corría por mis venas, haciendo que mi piel se empañara de sudor mientras Adán me penetraba con fuerza, dando en el clavo. Con cada embestida, mis tetas rebotaban y la superficie fría de la mesa me acariciaba los pezones duros como piedras. La creciente presión y el hormigueo me indicaron que estaba cerca, y jadeé y giré desesperada por liberarme.
Adonis entró en la cocina y sus ojos nos recorrieron. Su mirada tartamudeó de vuelta a mi coño expuesto, siendo barrido por la polla de Adán. Sus ojos se clavaron en los míos. En lugar de avergonzarme, la pura lujuria grabada en el rostro de Adonis me excitó y me puso al borde del abismo.
Estaba tan cerca del orgasmo que cuando Adán me rodeó y tiró de mi clítoris hinchado, estallé como un incendio. Mis ojos permanecieron fijos en los de Adonis mientras me sacudía y me corría sobre la polla de Adán con un chorro que nos cubrió a los dos y rodó por mis muslos.
Adonis y yo nos miramos fijamente mientras mis pechos se agitaban y mi coño se estremecía con cada sacudida, y Adán se abalanzaba sobre mí. Un par de embestidas más y su descarga inundó mi canal. Mis labios se separaron con un gemido y mis paredes se cerraron en torno a Adán, extrayendo hasta la última gota de él, mientras los ojos de Adonis ardían de calor al vernos acoplados. Me agaché y tiré de mi pezón en señal de invitación, viendo cómo los ojos de Adonis se oscurecían.
Adonis dejó caer su taza de café con tanta fuerza que me hizo dar un respingo. —Maldita sea, la gente come en esa mesa—, siseó. —Desinfecta la maldita cosa o, mejor aún, quémala y compra una nueva—. Prácticamente gritó la última parte de la declaración y salió de la cocina, renunciando a otra taza de café.
Adán y yo permanecimos un minuto en silencio, con su polla aún enterrada en mi coño, y entonces solté una risita. No pude evitarlo. Un tipo que probablemente torturaba y mataba a gente antes del desayuno le parecía mucho un poco de sexo en la mesa de la cocina. Mi mejor conjetura, tenía mucho menos que ver con la higiene que con el hecho de que yo estuviera aquí durante sesenta días. Por otra parte, mi mera presencia pareció poner nervioso al alto, moreno y psicópata desde el primer momento en que nos conocimos. Estaba claro que no le caía bien, y aparté el dolor irracional que bullía en mis entrañas.
Adán también se rio y me dio otro azote en el culo. —Eres una chica traviesa, nena. Me gusta eso en una mujer.
Con otro fuerte empujón de sus caderas, salió de mi y me puso la mano en medio de mi espalda para sujetarme y poder ver cómo su semen goteaba de mi coño satisfecho y salpicaba la baldosa.
—No te preocupes por Adonis. Entrará en razón.
Quise preguntar qué pasaba, pero decidí que me importaba una mierda. Debería estar agradecida por no tener que follarme a ese idiota.
Adán utilizó dos dedos para follarme el coño, empujando su semen hacia dentro con lentos y deliberados empujones. —Dios, podría pasarme todo el día follándote.
Adán sacó los dedos de mala gana y me los acercó a la boca. —¿Quieres probar?
Saqué la lengua y lamí el sabor salado y dulce de nuestros jugos combinados de sus dedos, ganándome un gemido puramente masculino. —Vale, ya basta o voy a tener que follarte otra vez—. Me sacó los dedos de la boca y me dejó levantarme.
—Te encontraré más tarde con tu laptop. Siéntete como en casa—. Me dio un beso fuerte.
—Se supone que tengo que ir a ver a Ángelo.
Adán asintió. —¿Recuerdas el camino a su oficina?
—Sí, creo que sí.
—Hay un baño por ahí—. Adán hizo un gesto con la cabeza. —Si quieres limpiarte.
—Gracias. Dados los litros de semen que cubrían mis muslos y corrían por mis piernas, pensé que sería una buena idea.
Adán besó la punta de mi nariz. —Te veré pronto.— Con eso, se fue.
Me dirigí al cuarto de baño y me miré en el espejo. Tenía la mirada satisfecha de una mujer que ha sido bien follada, y eso me sorprendió. Follarme a Adán era mi trabajo, pero no esperaba disfrutarlo. Esta mañana todo había sido deseo y necesidad mutua. No esperaba que cada vez fuera así, pero lo aceptaría cuando pudiera.
Me limpié lo mejor que pude, pero la destreza del color enrojeció mi piel. Con los ojos brillantes y los labios ligeramente hinchados, cuadré los hombros y atravesé la puerta, decidida a encontrar el despacho de Ángelo, y reprimí la expectación que se agolpaba en mi vientre ante la idea de verle. Una parte absurda de mí deseaba que supiera que alguien me había follado como es debido, que se arrepintiera de habérselo perdido cuando me dejó necesitada en su cama esta mañana sin mirar atrás.