La mordedura del asfalto me picó la piel al chocar contra el pavimento con una fuerza que calaba los huesos. El impulso me hizo rodar como un tren fuera de control que se precipita por las vías. Un dolor agudo me recorrió la espina dorsal cuando mi cabeza golpeó el bordillo como un melón demasiado maduro, arrancándome un aullido de los labios y deteniendo bruscamente mi caída. En plena huida, no tengo tiempo que perder evaluando mis heridas.
Trastabillando, luché por ponerme en pie, ignorando la gravilla que me desgarraba las manos y las rodillas. Tenía que huir; tenía que escapar o todo esto sería en vano. Me invadió una oleada de vértigo, me desorienté, caí de rodillas y una niebla gris me tapó la vista. Sólo la fuerza de voluntad me impedía desmayarme. La cabeza me palpitaba con un dolor cegador y la luz del sol parecía demasiado brillante. Abrumada por el mareo, me desplomo y cierro los ojos, empujando frenéticamente la negrura que baila en los bordes de mi conciencia y amenaza con consumirme.
Levántate. Corre. gritó la voz de mi cabeza mientras descansaba de espaldas en la calle, con la aspereza del asfalto royéndome la piel expuesta de piernas y brazos.
La voz frenética de Víctor penetró en la bruma de mi cerebro. —Maldita sea, no lo sé. Yo estaba conduciendo y de repente saltó del auto. Creo que tuvo un puto ataque de pánico—. Avanzaba hacia mí, y mi ventana de escape se cerraba a cada paso.
Si no corría, me daba por muerta. Rodé sobre un costado e hice un nuevo intento inútil de ponerme en pie, cayendo de espaldas en la calle mientras el mundo se inclinaba y giraba.
—Señorita Blanca, ¿está bien?— Víctor se agachó a mi lado y me puso boca arriba, sus manos recorrieron mi cuerpo con eficiencia clínica, buscando lesiones.
—Abrasiones y se golpeó la cabeza bastante fuerte. Está desorientada, pero no ha perdido el conocimiento—. Su voz desprendía una combinación de pánico e incredulidad mientras transmitía mi estado a alguien al otro lado del teléfono.
Intenté incorporarme, pero su gran mano me empujó hacia abajo. —No te muevas.
—Sí, vale. Llama al doctor—. Víctor ladró al teléfono antes de colgar.
—Déjame, por favor—, susurré.
—No, Srta. Blanca, voy a buscarle ayuda.
—Felipe—, murmuré. Si yo no lo conseguía, alguien tenía que ayudar a Felipe.
—Estás a salvo.
Qué cosa más absurda. Hacía meses que no estaba a salvo, quizá nunca, si lo pensaba bien. La amenaza de una paliza siempre acechaba cuando mi padre volvía a casa, y eran sus turbios negocios los que nos habían puesto a todos en el punto de mira. Había sido pura suerte que no me mataran a tiros con mi madre y mi hermana pequeña. Yo era la única que debía estar allí aquel día, y ese hecho ha perseguido mis sueños todas las noches desde entonces. ¿Segura? Qué palabra tan estúpida que no tenía cabida en mi vida. Si hubiera podido reírme, lo habría hecho, pero mi cerebro y mi boca estaban desconectados y no podía formar pensamientos coherentes.
Víctor me abrazó y me levantó para llevarme en brazos. La puerta trasera del auto se abrió y me deslizó en el asiento trasero. Gemí cuando el dolor me recorrió el cuerpo al empujarme.
—Shh, vas a estar bien—. Víctor me tranquilizó y me acarició la frente mientras se arrodillaba a mi lado.
No estaba tan segura de que fuera cierto, pero no podía pronunciar las palabras. La puerta se cerró de golpe y la grava salpicó cuando nos alejamos a toda velocidad del bordillo. Caímos en un bache y la sacudida resonó en mi maltrecho cuerpo mientras gritaba. Quería dejarme vencer por la oscuridad y empecé a soltarme.
—Quédate conmigo, Blanca—, ordenó Víctor.
Atrás había quedado el educado chófer guardaespaldas, y en su lugar había un hombre acostumbrado a dar órdenes, no sólo a recibirlas. Intenté comprenderlo, pero la cabeza me latía con demasiada fuerza y el cuerpo me dolía demasiado como para pensar con claridad. Había una presencia dominante en él que me daba vueltas en la cabeza.
Corrimos por las calles hacia un destino desconocido. El dolor punzante de mi cabeza se calmó y me quedé dormida. Cada bache en la carretera me sacudía los dientes y me hacía recobrar el conocimiento. El zumbido de los neumáticos cambió cuando atravesamos unas puertas que reconocí y subimos a toda velocidad por el camino que conducía a la mansión De la Cruz. El auto se detuvo y oí voces airadas antes de que abrieran de un tirón la puerta trasera.
El asiento se inclinó y mis ojos se abrieron de golpe, encontrándome con la penetrante mirada azul de Ángelo, que chasqueaba y siseaba con fuego azul. Con una delicadeza inesperada, me sacó del auto y me estrechó contra su pecho con sus poderosos brazos.
—Puedo llevarla—, le dijo Víctor a Ángelo.
—No—, ladró Ángelo. —La tengo.
Dejo que mi cabeza descanse sobre el hombro de Ángelo, hundiendo la nariz en el pliegue de su cuello. Envuelta en sus brazos, me sentía segura y protegida. Más tarde me daría cuenta de la ridícula insensatez de aquel pensamiento, pero en aquel momento él me parecía la salvación. Su perfume único y muy masculino me hizo cosquillas en la nariz con una embriagadora mezcla aromática de sándalo, clavo y vainilla, con un toque de bergamota para equilibrar los profundos matices. Fuera lo que fuese, olía caro y le sentaba bien.
El susurro de las sábanas captó mi atención segundos antes de que Ángelo me acomodara en una cama mullida. Jugueteó con las almohadas hasta que apoyé la cabeza. Las sábanas eran frescas y suaves contra mi piel irritada, y me acurruqué en el lujo de la ropa de cama incluso cuando me negué a considerar en qué cama podría estar. Segura que era una habitación de invitados.
Unas manos grandes empezaron a desabrocharme la camisa, los ojos se me abrieron de golpe y el dolor punzante de la luz me hizo cerrarlos con fuerza. Me presioné el ojo con la palma de la mano para detener el dolor punzante.
—Tranquila pequeña—. La voz profunda de Ángelo calmó.
—Apaga la luz—, ordenó Ángelo a alguien en la habitación, y la luz se apagó y la lámpara junto a la cama se encendió.
—¿Así está mejor?— Preguntó y continuó trabajando los botones de mi camisa.
—Sí—. El sonido de mi voz retumbó en mi cabeza y me estremecí.
—El médico está aquí—, anunció Víctor al abrirse la puerta del dormitorio.
Ángelo se alejó de mí, e inmediatamente eché de menos su presencia tranquilizadora. Un par de manos enguantadas me tocaron, y mi mente se entumeció cuando el contacto me transportó instantáneamente de vuelta al club. El golpe en la cabeza me había dejado desorientada y confusa. Mi cuerpo se calentó y me golpeé y agité en la cama intentando alejarme del médico. No quería que me tocara, que me violara.
—No—, gemí. —No me toques—. Intenté zafarme de él, aterrorizada y confusa, tratando de escapar del dolor que me infligiría.
—Retrocedan—, ordenó Ángelo.
La cama se hundió bajo su peso y Ángelo capturó mis brazos agitados.
—Blanca, mírame.
Me obligué a abrir los ojos, mis fosas nasales se agitaron con la respiración también agitada y parpadeé, tratando de orientarme. Me di cuenta de que mi sangre manchaba de rojo su cara camisa de vestir. A Ángelo parecía no importarle en absoluto.
—El doctor no te hará daño. Te doy mi palabra.
Un extraño maullido salió de mis labios. No era un acuerdo, solo miedo y dolor.
—Puedo limpiarte las heridas, pero al menos deja que el médico te examine la cabeza. preguntó Ángelo, apartándome el pelo de la cara.
Mi mente aletargada procesó lo que dijo. —Sí—, susurré.
Ángelo se sentó en la cama y me tomó la mano, con el pulgar recorriendo el dorso de un lado a otro, e indicó al médico que se acercara. El médico se acercó a la cama y me miró con recelo, como si estuviera loca y fuera peligrosa.
—Lo siento—. Le dediqué una débil sonrisa. No me devolvió la sonrisa.
El médico me palpó la cabeza hasta que quise gritar y me iluminó los ojos con una luz que me hizo hacer una mueca.
—No hay fractura obvia o huesos rotos. Probablemente tiene una conmoción cerebral leve. Déjala descansar. Si se desorienta, arrastra las palabras o tiene problemas de equilibrio, náuseas, vómitos o su dolor de cabeza empeora, llámame.
Quería decirle que estaba aquí y que dejara de hablar de mí como si no estuviera en la habitación, pero no tenía fuerzas.
El médico entregó a Ángelo algunos suministros. —Buena suerte. Con una última mirada recelosa en mi dirección, se marchó.
—Tienes algunas abrasiones. Esto te va a escocer—. Ángelo me dijo con naturalidad.
Ángelo empapó un algodón en antiséptico y me lo aplicó en el codo desollado. Siseé al contacto, pero no me inmuté. Mi lado derecho se había llevado la peor parte del impacto, y él me limpió y vendó el codo y el muslo con facilidad. Su tacto era desapasionado y suave, y me pregunté dónde había aprendido Ángelo a tratar las heridas. Probablemente, en su trabajo, eran un peligro cotidiano. No me detuve demasiado en ese pensamiento mientras los párpados se me hacían pesados y el cansancio tiraba de mí.
—Duerme Blanca. Estaré aquí para cuidarte.
Debo haber imaginado esa última parte. El gran Ángelo De la Cruz nunca se dignaría a vigilar a una vulgar puta. Se me cerraron los ojos y me quedé dormida.
Unos tonos de enfado penetraron en mi nublado cerebro y luché por comprender lo que me rodeaba. Estaba en una cama, pero no en casa de Thiago. La cama era demasiado blanda y las sábanas demasiado cálidas. Mi mente se puso en marcha y los recuerdos me invadieron. Había intentado escapar, pero no lo había conseguido. Víctor me había devuelto a la mansión. Abrí un poco los ojos y escuché.
Ángelo y Adonis estaban discutiendo.
—¿Qué mierda está haciendo ella aquí?— Adonis exigió.
La ira vibraba en su voz. El alto, moreno y psicópata estaba cabreado. No quería volver más de lo que él me quería aquí. Se lo habría dicho, pero quería ver qué más iban a decir.
—¿Qué se supone que tenía que hacer?
—Envíala de vuelta al club de Thiago.
Ángelo negó con la cabeza. —No, no hasta que averigüemos qué está pasando. Víctor dijo que tuvo un ataque de pánico antes de tirarse del auto. Me parece que no quiere volver a con Thiago—.
—O la chica está loca.
Apreté los dientes. Era como si un político llamara turbio a un abogado. Si los locos reconocían a los locos, Adonis era un alma gemela.
—Posiblemente—, permitió Ángelo.
Tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua, pero me quedé inmóvil. No quería alertarles de que estaba despierta.
—Ella podría estar buscando información, espiándonos—. Adonis declaró.
Ángelo soltó un bufido incrédulo. —Vamos Adonis, no seas estúpido. No estaba trabajando en el club de Thiago por casualidad por si yo entraba y la veía. Nunca he estado en su club, lo sabes. Además, no creo que hubiera saltado de un auto en marcha esperando no morir para que Víctor la trajera aquí. No, hay algo raro en todo esto.
Adonis se pasó la mano por el pelo, frustrado. —¿Por qué la contrataste?
Mis oídos se agudizaron ante aquella pregunta. ¿Por qué me contrató, y a qué se refería Adonis cuando me insinuó como una espía? ¿Cómo una informante o algo así para un rival? Mi cerebro iba a toda velocidad, apenas salía del punto muerto.
Ángelo exhaló un largo y lento suspiro y se encogió de hombros. —No estoy seguro. Había algo en ella.
Dada su indiferencia, me sorprendió que yo fuera la elegida de Ángelo. Me recorrió una sensación de calor y cosquilleo, pero la aparté sin piedad. Aquello no significaba otra cosa que él compraba mujeres como si fueran trajes y, cuando me llevó a casa, decidió que yo era una compra impulsiva que debería haber dejado en el perchero.
Fue el turno de Adonis de resoplar. —Sólo tenías que tenerla, pero ni siquiera te la follaste.
Ángelo ignoró la puya. —No estoy seguro de que ella está trabajando con Thiago de buena gana. Si ese es el caso, tenemos que ayudarla.
—¿Y qué mierda se supone que tenemos que hacer?
—No lo sé, pero no tomamos mujeres contra su voluntad. Nunca.
—Vamos, hombre, no seas estúpido. Nosotros no la violamos, ni tampoco Andrés y Adán. Siguieron todos los protocolos y se aseguraron de que ella firmara el contrato y supiera para qué era. Ella te mintió.
—Sí, te escucho, pero si ella no firmó el contrato...— La voz de Ángelo se apagó. —Debería haber sabido que algo andaba mal cuando Thiago insistió en que trabajara a través de él—.
—Podría haber dicho algo, pedir ayuda—. Adonis señaló.
—Claro, porque somos de confianza—. Ángelo se burló. —Temía que la delatáramos a Thiago o que la dejáramos en el club. ¿Sabes lo que un tipo como Thiago le haría? ¿Le ha hecho?
Ángelo exhaló un fuerte suspiro y se pellizcó el puente de la nariz como si esta conversación le estuviera provocando la reina de todas las migrañas.
—Maldita sea—. Adonis sacudió la cabeza. —Ella tiene una marca. La vi esta mañana—.
—Mierda. Entonces, averiguamos cuál es el trato.
—O se la devolvemos a Thiago y punto final—. Adonis razonó.
—No podemos devolvérsela—. Ángelo lanzó a Adonis.
—Entonces mátala y lávate las manos de este lío—. Adonis gruñó.
—No vamos a matarla.
—Por ahora—. Adonis declaró. —Si descubro que no es lo que dice ser, no me arriesgaré.
—Ella no es Cecilia.
Adonis retrocedió como si Ángelo le hubiera abofeteado. Me preguntaba qué le habría hecho la misteriosa Cecilia.
—Conoces la regla. Nos follamos a las mujeres, no nos las quedamos—. Adonis advirtió.
Ángelo lo fulminó con la mirada.
—Esa mujer es problemática—. Adonis declaró. —Piensa con la cabeza, y no con la de abajo.
—No le harás daño. ¿Me entiendes?— La voz de Ángelo no dejaba lugar a la discrepancia.
—Sí—, aceptó Adonis a regañadientes y se marchó murmurando por lo bajo.
Ángelo se desplomó en la silla junto a la cama como si la conversación le hubiera agotado y minado cada gramo de fuerza de su cuerpo. Exhaló un suspiro cansado y se pasó la mano por el pelo.
—¿Por qué tengo la sensación de que vas a ser mi destrucción?— murmuró para sí.
La cálida mano de Ángelo se posó en mi brazo y me sacudió suavemente. —Vamos, despierta.
Abrí los ojos y me volví hacia él, ignorando la punzada de dolor.
—Voy a hacerte algunas preguntas, y quiero que esta vez me digas la verdad—. La determinación en el rostro de Ángelo me aterrorizó. —¿Entiendes?
—Sí—, confirmé, hablando con la garganta reseca e irritada.
¿Qué más daba decir la verdad? Me dejaría ir o me mataría, y no me importaba mucho lo que eligiera.
Ángelo me ayudó a sentarme y me colocó almohadas detrás de la cabeza. Luché contra una oleada de vértigo ante el movimiento, me quedé congelada en el sitio hasta que pasó el momento y el mundo dejó de girar. Me acercó un vaso de agua a los labios y bebí sin reservas. Sólo después de haber engullido la mayor parte del vaso consideré que el agua podía estar drogada.
Como si leyera mis pensamientos. Ángelo se bebió el resto del agua. —No está drogada—. Le dediqué una breve sonrisa de disculpa.
—Tú no firmaste el contrato—. Era más una afirmación que una pregunta.
—No—, negué con la cabeza e inmediatamente lo pensé mejor cuando un punzón de dolor se clavó detrás de mi globo ocular. —Nunca lo vi.
Ángelo se restregó las manos por la cara. —Mierda. Puede que no me creas, pero si Andrés o Adán o incluso Adonis lo hubieran sabido, nunca te habrían tocado. No forzamos a las mujeres.
Hice un gesto despectivo con la mano. —Lo sé. No necesitas forzar a las mujeres. Puedes tener a la mujer que quieras.
La comisura de la boca de Ángelo se inclinó hacia arriba en una casi sonrisa. —No cualquier mujer—.
Le alcé las cejas, haciéndole saber que eso era una idiotez.
—Pero sí, hay muchas opciones dispuestas.
Algo parecido a los celos se agolpó en mi vientre, y lo descarté como hambre. —Anoche. Andrés y Adán no me lastimaron. Dejaron claro que no tenía que hacer nada que no quisiera—. Mi hombro se inclinó hacia arriba. —Los quería tanto como ellos a mí.
No tenía ni idea de por qué era tan importante que lo supiera, pero lo era. A pesar de cómo había empezado, necesitaba que entendiera que había sido mutuo. El calor me subió por el cuello y mi cara se ruborizó con un brillante tono bermellón cuando la vergüenza por mi confesión revoloteó entre nosotros. Ángelo me sostuvo la mirada, evaluando la veracidad de mis palabras. Finalmente, asintió.
La mirada entre nosotros me había hecho palpitar la cabeza. Ángelo abrió un frasco y sacudió un par de pastillas en la palma de la mano. Odiaba que pudiera leerme con tanta facilidad, pero abrí la boca obedientemente y dejé que me las pusiera en la lengua. Fue extrañamente íntimo y una oleada de calor me recorrió el cuerpo. Volvió a llenar el vaso de agua y me lo acercó a los labios. Tomé un sorbo tentativo y tragué las pastillas. Ángelo me limpió con el pulgar una gota de agua del labio inferior y su contacto me aceleró el pulso.
—¿Mejor?— Su voz profunda era ronca.
—Sí—, susurré mientras la tensión y la conciencia entre nosotros se disparaban.
Separé los labios cuando sus ojos se posaron en mi boca y, por un momento aterrador, pensé que podría besarme. Ángelo se sentó bruscamente en su silla y la conexión se cortó, desconcertándome con el repentino cambio. Empezaba a pensar que Ángelo y Adonis estaban locos.
—¿Por qué trabajas para Thiago?— La voz de Ángelo volvía a ser de negocios. Remota y nítida, no quedaba ni una pizca de la sensual calidez.
—Para pagar una deuda—. Fui cautelosa, no estaba segura de cuánta verdad quería compartir con Ángelo.
—Eres una adicta.
—¿Qué? No!— Ladré e inmediatamente me arrepentí, pues el dolor estalló en mi cabeza. —Mierda—, murmuré.
Ángelo se cruzó de brazos y esperó mientras me miraba con escepticismo. Su acusación y su clara incredulidad me irritaron.
—Deuda de juego.
—¿Eres adicta al juego?—. Esta vez su incredulidad fue total.
Mis ojos se entrecerraron al instante ante su insulto. Seguramente pensaba que yo no era lo bastante lista para jugar a las cartas. Mi lento cerebro lo pensó durante medio segundo. Dejarle creer que era estúpida podía ser una ventaja, así que no me molesté en corregir su suposición.
—No—, siseé, pensando que Ángelo podría ser el de la herida en la cabeza. Para ser el tipo que dirigía media ciudad, no parecía muy listo.
—Blanca, lo que dices no tiene mucho sentido—. Ángelo se pasó una mano exasperada por la cara. Quería señalarle que él tampoco, y que era yo la que tenía una conmoción cerebral. En lugar de eso, me mordí el interior de la mejilla.
Me invadieron la vergüenza y la humillación. Decidí decirle la verdad. —Fue mi padre. Me vendió para pagar su deuda de juego. Era yo o mi hermano pequeño. Felipe sólo tiene doce años—. Odié las lágrimas que brotaron de mis ojos y cayeron por mis mejillas. No quería mostrarme débil delante del gran Ángelo De la Cruz.
Sus nudillos rozaron las lágrimas de mis mejillas, susurrantes como el batir de las alas de una mariposa que levanta el vuelo. Se me cerraron los ojos.
—¿Cuánto?
Sacudí la cabeza. —No lo sé.
Ángelo aspiró con fuerza. —¿Cuánto has pagado?
—Nada—. Mis ojos se desviaron hacia donde mis manos agarraban la manta con fuerza.
—¿Adónde fue a parar el dinero?— preguntó Ángelo, con voz suave y sin juzgar.
—Para pagar por Felipe y por lo que mi padre se lleva a la nariz.— No quería sonar tan amargada.
Ángelo asintió y se tapó la boca con la mano, como si intentara no soltar la verdad. Nunca iba a salir. El silencio se extendió entre nosotros como una sentencia de muerte y se me apretó el estómago y luché contra unas náuseas que no tenían nada que ver con mi conmoción cerebral.
—Sesenta días—. Ángelo declaró, tomando una decisión sobre algo.
—¿Sesenta días para qué?— pregunté, desconcertada.
—Trabajas para mí durante sesenta días, y yo saldaré tu deuda. Los mismos términos básicos del contrato de anoche con adiciones clave.
Mis cejas se dispararon hasta la línea del cabello. —¿Me estás comprando a Thiago?
—Esencialmente. Trabajarás exclusivamente para los De la Cruz.
—¿Qué pasa después de sesenta días?— La sospecha tiñó mi voz y apagó mi entusiasmo por este acuerdo. Tenía que haber una trampa, porque siempre la había.
—Te vas, te vas a casa, sigues con tu vida.
—Sesenta días repetí—. Tratando de verificar.
—Treinta de verdad. Al final de los primeros treinta días, tu deuda con Thiago quedará saldada. Si lo deseas, puedes quedarte otros treinta días y te pagaré cincuenta mil dólares. Saldrás de aquí con dinero para cuidar de ti y de tu hermano. Los primeros treinta días son obligatorios, los siguientes treinta son tu elección.
—¿Y sólo tengo que servir a los De la Cruz?
Ángelo movió la cabeza negativamente y mi corazón se detuvo. Sabía que la oferta había sido demasiado buena para ser cierta. —Podemos ofrecerte a socios o empleados selectos, pero en última instancia depende de ti si te acuestas con ellos.
—Y si no lo hago, ¿cancelas el contrato o sigo en deuda?.
Ángelo entrecerró los ojos. —No, simplemente no te las follas. Creí que había quedado claro: no forzamos a las mujeres. Admito que vivimos nuestras vidas fuera de los límites normales de la ley, y podemos ser despiadados. Hemos hecho cosas terribles, pero violar a una mujer o vender carne no es una de ellas.
Me mostré escéptica pero asentí. —Tengo que quedarme hasta que pague mi deuda.
Ángelo suspiró como si mi idiotez le estuviera arrancando hasta el último nervio. —No, tu deuda conmigo se paga al final de los treinta días, pase lo que pase. Aunque digas que no o invoques tu palabra de seguridad. No hay penalización por decir que no.
Le lancé una mirada dudosa. —¿Y eso será por escrito?
—Sí—, confirmó Ángelo. —¿Algo más?
—Cualquier comida, alojamiento, ropa o cualquier otra cosa que me compren no se suma a mi deuda.
—De acuerdo.
—Y me dan una copia del contrato.
—Por supuesto.
Asentí con la cabeza. —Los próximos treinta días, ¿se aplican las mismas condiciones?—
—Sí, con una salvedad. Cualquiera de nosotros es libre de rescindir el acuerdo en cualquier momento—.
Se me revolvió el estómago. Podía irme de aquí sin dinero, pero al menos mi deuda con Thiago quedaría saldada.
—Recibes el importe íntegro tanto si te quedas un día como si te quedas hasta el final—.
Al principio pensé que le había oído mal cuando sus palabras se asentaron en mi cerebro. Aquello parecía un buen trato para mí, y no especialmente bueno para Ángelo. Pero si yo tenía más dinero del que podía gastar en toda mi vida, ¿Qué eran cincuenta mil? La mente me daba vueltas y vueltas a las posibilidades. Si podía quedarme con los De la Cruz más de sesenta días, podría construir un nido confortable para Felipe y para mí.
—Después de sesenta días, ¿habría opciones de renovación?.
—No. Después de sesenta días, hemos terminado, y no se te permite volver o tener contacto.
—¿Por qué?— Pregunté, realmente curiosa. Claro, puede que estuvieran cansados de mí y quisieran carne nueva, pero si no lo estaban... ¿Por qué no?
—La familiaridad genera apego, y eso es peligroso. Se te tratará bien, pero esto es un acuerdo comercial y nada más. Al final de sesenta días, tu empleo está terminado .
Eso me dolió, pero asentí. —Lo entiendo.
—Blanca, mírame—, ordenó Ángelo.
Mis ojos se dispararon hacia su cara, obedeciendo inmediatamente su orden, y su boca se torció hacia arriba. Sus ojos se oscurecieron y mi corazón se aceleró.
—Tienes que estar dispuesta a usar tu palabra de seguridad y poner límites duros. Los cuatro tenemos algunas manías y nuestros deseos pueden ir por el lado oscuro. Bondage, sexo en grupo, verte follar con otros hombres, juguetes sexuales, o cualquier otra cosa que los chicos tengan en sus manos, todo es juego limpio.
Una ligera capa de sudor empañaba mi piel. No sabía si me excitaba o me asustaba. Me mordí el labio inferior para comprar tiempo y pensar. Ángelo esperó pacientemente, con los dedos apretados y los codos apoyados en las rodillas.
Me temblaba la voz al hablar. No estaba acostumbrada a exigir ni a poner límites, y temía que si ponía demasiados, Ángelo se iría con alguien que no lo hiciera. —No puedes maltratarme ni golpearme. Nada de enjaularme, estrangularme o matarme de hambre. No me follas con nada que me lesione permanentemente y nada de animales—. Dije en un apuro de palabras. Ángelo asintió para que continuara. Envalentonada, continué. —Si alguien se folla a otra mujer u hombre fuera del grupo, que use condón hasta que me muestren un panel negativo de ETS. Cualquiera con quien folle fuera de los De la Cruz usa condón, sin excepciones.
—De acuerdo. Y para que quede claro, fuera de los De la Cruz, no lo harás con nadie sin permiso—.
—Sí, comprendo.
—¿Algo más?
Mi corazón se aceleró. —En mi tiempo libre, quiero tener acceso a un ordenador y a un teléfono. Quiero usar internet y hablar con Felipe.
—No eres una prisionera. Tendrás libre acceso a la casa y al terreno, excepto a mi despacho y al sótano. Entra y sal cuando quieras. Habla o ve con Felipe, cuando quieras, con algunas restricciones.
—¿Cuales?
—El acuerdo de confidencialidad es muy estricto, y eso significa que no hables con nadie sobre nosotros ni de nada de lo que oigas o veas mientras estés aquí. Ni siquiera con Felipe o tu familia. Cuando salgas, Víctor te llevará y se quedará contigo para tu protección y la nuestra.
—¡DE ACUERDO!
La mano de Ángelo empequeñeció por completo la mía mientras la estrechábamos.
—Haré que redacten el contrato para que lo firmemos y te trasladen a tu propia habitación. Mientras tanto, descansa un poco.
Con eso, Ángelo se fue, y el calor recorrió mi cuerpo como una conflagración cuando me di cuenta de que había estado durmiendo en la cama de Ángelo. Mis ojos recorrieron el espacio. Maderas oscuras y distintos tonos de crema adornaban la habitación. Masculina y sofisticada, como Ángelo.
Un par de puertas daban a un despacho y el otro a un balcón. Mi mente evocó la imagen de Ángelo trabajando en su escritorio a altas horas de la noche, pasándose la mano por aquella frondosa melena. Cuando me vio en la puerta del despacho, me dedicó una sonrisa perversamente sensual y me ordenó que me acercara a él con aquella voz profunda e imperiosa. El sonido de los neumáticos chirriando resonó en mi cabeza mientras me arrancaba de aquella inesperada y ridícula fantasía, incluso ignorando la humedad entre mis muslos.
Esto era un contrato y nada más. No me encariñaría con ninguno de ellos, y menos con Ángelo. Encariñarse con Adonis no sería un problema. No matarnos el uno al otro, podría serlo. Simplemente lo evitaría, y las cosas estarían bien. Me gustaban Andrés y Adán. Ellos serían el punto de peligro del que tendría que cuidarme. No Ángelo, y definitivamente no Adonis.
Cumpliría mi parte del contrato y me marcharía con dinero suficiente para empezar una nueva vida con Felipe, en algún lugar lejos de aquí, y nunca miraría atrás. Por primera vez en meses, tenía un plan. Ahora sólo tenía que cumplirlo.