Después de un par de despedidas que implicaron mucha lengua y promesas de verme pronto, me despedí de Andrés y Adán y seguí a Víctor fuera de la casa. La mirada de desaprobación de Adonis acechaba cada uno de mis movimientos como si temiera que saliera corriendo hacia las escaleras, arruinando sus planes bien construidos para deshacerse de mí. Resistí el impulso de lanzarle un grito de desaprobación y, en su lugar, le dediqué una dulce sonrisa que le hizo apretar la mandíbula y rechinar los molares.
El calor del sol de la mañana me saludó, me detuve y volví la cara hacia el cielo, absorbiendo los primeros rayos, dejando que su energía me rejuveneciera. ¿Desde cuándo un momento al sol es un lujo?
Eso es lo que pasa con la pérdida y la traición. No te das cuenta de las pequeñas cosas que echas de menos hasta que desaparecen. La magnitud de lo jodida que se había vuelto mi vida me inundó y apreté los ojos para detener las lágrimas que amenazaban con salir. Cuando era pequeña, no soñaba con ser una princesa. No, tenía sueños realistas atemperados. Un trabajo estable en una empresa, un sueldo modesto. No esperaba ni quería mucho, pero ni una sola vez en todos esos años soñé con ser una puta.
Sin embargo, aquí estaba. Me preguntaba cuántos hombres más tendría entre mis muslos por la mañana. ¿Serían quince? ¿Veinte? O más. Thiago me haría trabajar horas extras para compensar los ingresos perdidos a pesar del elevado contrato de los De la Cruz.
Víctor abrió la puerta del elegante auto n***o y yo entré. El vehículo se alejó de la casa y rodó suavemente por el largo camino de entrada hacia el mundo real. Con un gesto de Víctor, los guardias abrieron la verja y salimos del recinto seguro. Mis ojos se fijaron en los guardias que patrullaban el perímetro con perros, y los recuerdos se abatieron sobre mí con la fuerza de un tsunami rugiendo hacia la costa, arrasando todo a su paso. Mi respiración se volvió superficial y un sudor frío bañó mi piel, mientras mi mente me absorbía en el n***o vórtice del pasado, reviviéndolo en tecnicolor en tiempo real.
***
Inclinada sobre el escritorio de Thiago, sus fuertes manos me sujetaron. Con la cara dolorosamente apretada contra la implacable madera, Thiago me violó. Cuando terminó, salió de mi, dejando que su semen goteara por mis muslos.
—Vamos Blanca, es hora de ganarse el sustento—. Dijo Thiago mientras se subía la cremallera de los vaqueros.
Me agarró del brazo y me empujó hacia la puerta. La falda me rodeaba la cintura e hice lo que pude para bajármela y cubrirme el culo desnudo. Avancé a trompicones mientras me empujaba hacia una de las habitaciones privadas y me metía dentro sin dejar de agarrarme el brazo.
Dentro había seis hombres. Cuatro jugaban al póquer y dos al billar. Ninguno parecía reparar en nosotros mientras fumaban puros y bebían whisky.
—¿Qué se supone que debo hacer?— balbuceé al darme cuenta de la realidad.
—Follar y mamar—. Thiago respondió como si yo fuera idiota.
—No—, susurré, negando con la cabeza e intentando salir de la habitación.
El agarre de Thiago se mantenía firme. En los dos últimos días, Thiago y el doctor me habían violado, pero eso es lo que había sido: una violación. Sujeta y maniatada, habían hecho lo que habían querido. Yo no había participado voluntariamente. Me habían obligado. La bilis me subió por la garganta y tragué con fuerza. No podía follarme voluntariamente a un desconocido ni arrodillarme para chupársela. Tal vez no pudiera evitar que Thiago me violara, pero no lo haría por voluntad propia.
Thiago suspiró exasperado. —No te hagas la difícil.
—No puedo.
—Claro que puedes. Todo lo que tienes que hacer es abrir las piernas.
—Déjame hacer otra cosa. Puedo vender drogas. Lo que sea, pero no esto—. Le supliqué.
Thiago resopló. —Vamos Blanca. No seas estúpida. ¿Qué creías que ibas a hacer?.
No le contesté, con los ojos clavados en los hombres mientras luchaba contra una inminente sensación de fatalidad.
—Última oportunidad, Blanca, o dejaré que Silvio te enseñe modales, y créeme, no te gustarán sus métodos.
Como no respondí, Thiago me sacó de la habitación de un tirón y me arrastró hacia el bar. Silvio sonrió cuando nos vio acercarnos y mis miembros se debilitaron y tropecé.
Silvio era grande y malvado, y yo había intentado evitar siquiera mirarle desde que Thiago me había traído al club, reconociéndole instintivamente como un hombre que prosperaba con la violencia y el dolor. Con la cabeza rapada, una barba de candado oscura y una ceja perforada, tenía el ceño siempre fruncido. Todo en él era amenazador. Tenía tatuajes en los brazos musculosos, entre ellos uno que reconocí como la insignia de un club de moteros local.
—Enséñale a someterse—. Thiago dijo y me empujó hacia Silvio.
Me agarré al borde de la barra y me quedé allí como un conejo aterrorizado, congelada, esperando al lobo feroz. Thiago se alejó, y en ese instante me di cuenta de que mi vida acababa de empeorar.
Los ojos de Silvio brillan de expectación. —Esto va a ser muy divertido. Disfruto rompiendo a las perras arrogantes.
Silvio me agarró del pelo y tiró de mí hacia mi perdición. Pronto me daría cuenta de que Thiago tenía razón. No me iba a gustar lo que Silvio iba a hacer. Abrió con llave la cerradura de una puerta metálica en la parte trasera del club y me metió en una habitación que no sabía que existía hasta ese momento. Una habitación de la que desearía no haberme enterado nunca. Silvio accionó un interruptor y las luces fluorescentes del techo se encendieron, parpadeando, y vi por primera vez el purgatorio. Las paredes del taller de Silvio eran de color gris plomo y el suelo de hormigón pulido. Al igual que Silvio, no tenía nada de cálido ni acogedor. Escasamente amueblado, y absolutamente aterrador. En una esquina había una perrera, un caballete y un extraño banco acolchado con grilletes.
Me temblaba la garganta al tragar más allá del nudo y las piernas me temblaban tan violentamente que no estaba segura de poder mantenerme en pie. Seguí escudriñando la habitación e identifiqué cuchillos, cizallas, un martillo y toda una mesa de juguetes sexuales de aspecto doloroso. Consoladores enormes, azotes y látigos, una mordaza de bola, pinzas para los pezones y cosas que nunca había visto antes. Era una colección macabra que paralizó mi cerebro con un miedo glacial.
Sin previo aviso, Silvio se echó hacia atrás y me dio un puñetazo en el estómago. El aire abandonó mis pulmones de golpe y me doblé sobre mí misma, jadeando por el dolor, mientras las lágrimas me nublaban la vista. Silvio me tiró del pelo y aullé, con el cuero cabelludo ardiendo y escociéndome. No tuve mucho tiempo para pensarlo, porque Silvio me asestó el siguiente golpe. Mi mejilla estalló y las estrellas bailaron ante mis ojos mientras tropezaba y caía de culo, retrocediendo como un cangrejo para evitar el siguiente golpe. Me agarró por el pelo, deteniendo mi retirada. El sabor metálico de la sangre me llenó la boca donde los dientes me habían cortado el interior de la mejilla. El segundo puñetazo en la cara me partió el labio, haciéndome caer al suelo. Me puse de rodillas e intenté arrastrarme. La bota de Silvio me golpeó las costillas y caí al suelo, agitándome como un pez fuera del agua. Otra patada en el estómago me hizo perder el conocimiento.
Algún tiempo después, recuperé la conciencia, sólo para desear no haberlo hecho. Tenía un ojo hinchado, casi cerrado, que me impedía la visión periférica, y me dolía todo el cuerpo. Mi confuso cerebro intentaba comprender lo que me rodeaba. Estaba en el taller, pero había algo raro. Tardé demasiado en darme cuenta de que mi situación había ido de mal en peor.
Despojada de mi ropa, mi torso desnudo descansaba sobre el banco acolchado que había visto antes. El áspero material me rozaba los pechos desnudos mientras me retorcía intentando levantarme, pero descubrí que tenía las muñecas encadenadas al banco. Un gemido aterrorizado brotó de mi garganta cuando me di cuenta de que mi labio partido se estiraba dolorosamente alrededor de una mordaza de bola. Mi aturdido cerebro trabajaba demasiado despacio mientras hilvanaba la información pieza a pieza.
Di un tirón contra los grilletes y no se movieron. No esperaba tener tanta suerte. El aire acondicionado se puso en marcha y el aire frío golpeó mi coño desnudo, haciéndome temblar. Intenté cerrar las piernas, y entonces descubrí que mi culo y mi coño estaban a la vista y que Silvio me había colocado una barra entre los tobillos, impidiéndome cerrar las piernas. Sabía que lo que Silvio me tenía preparado era algo que nunca superaría.
La cerradura chasqueó, la puerta se abrió y todos los nervios de mi magullado y maltrecho cuerpo se pusieron en alerta máxima. Las pesadas botas de Silvio repiquetearon sobre el cemento acompañadas de un chasquido que no supe distinguir. Silvio se acercó por el lado de mi ojo bueno y el pánico inundó mi cerebro. Un enorme pastor alemán tiraba de la correa. Aunque me dije que ni siquiera Silvio podía ser tan depravado, sabía que no era así.
—Este es Toby, bonito nombre, pero es lo único bonito que sabrás de él—. Silvio hizo desfilar al perro delante de mí.
Tenía los ojos muy abiertos y aspiraba aire por la nariz en rápidos jadeos, incapaz de obtener suficiente oxígeno para satisfacer mis hambrientos pulmones. Las estrellas bailaban y parpadeaban ante mis ojos, y pensé que me iba a desmayar, pero no tenía tanta suerte.
Silvio se rio cuando se dio cuenta de que yo sabía lo que iba a pasar. Me agité contra mis ataduras, lo que sólo excitó a Toby. La punta de su pene rojo como la sangre asomó por la funda y me ahogué, intentando desesperadamente no vomitar. No quería morir ahogada en mi propio vómito, aunque eso sería preferible.
—No te preocupes, Toby y tú tendrán mucho tiempo para conocerse.
Silvio llevó al perro hasta la perrera y lo metió dentro. Toby gimoteó y arañó los barrotes. Cuando Silvio se acercó a mí, se me revolvió el estómago.
—Tranquila. No querrás estropear la diversión antes de empezar—. Silvio se agachó y sacó la mordaza de bola. La saliva me caía por la barbilla y me dolía la mandíbula cuando intentaba cerrarla.
—Además—, dijo Silvio. —Quiero oírte gritar.
Silvio se acercó a la mesa llena de juguetes sexuales, tomó un par de pinzas con cadenas y volvió al banco. Tomó una toalla y se enrolló en ella, metiéndola bajo mis caderas para inclinar mi pelvis.
—Ya está, así le será más fácil montarte.
Un gemido estrangulado burbujeó en mi garganta. Silvio estaba jugando con mi mente. No dejaba de repetirme que no iba a dejar que ese asqueroso animal me hiciera algo. Habría sido más fácil si no me hubiera atado a una montura de cría. El miedo palpitaba a mi alrededor, robándome la capacidad de pensar.
Silvio se agachó detrás de mí y yo contuve la respiración, esperando a ver qué iba a hacer. Utilizó el pulgar y el índice para abrirme y hundió un dedo carnoso hasta los nudillos, tanteando. El semen de Thiago lubricó mi canal lo suficiente como para aliviar la intrusión, y siseé por la indignidad, no por el dolor.
—Tienes un agujerito tan apretado. A Toby le va a gustar —. Silvio bombeó su dedo dentro y fuera de mí. —Probablemente toby tiene unos... 20 centímetros. Más grande que la mayoría de los chicos que te follaste—.
Silvio sacó el dedo y me abofeteó el culo. El escozor me quemó la piel y me abofeteó con más fuerza. Hice un ininteligible —unnghh— cuando su mano volvió a conectar. Tomó las pinzas y, con un fuerte pellizco, sujetó una de ellas al labio de mi coño y enganchó la cadena a la montura de cría. Otro fuerte pellizco me indicó que había hecho lo mismo en el otro lado, abriendo bien los labios y sujetándolos con pinzas.
Recé para que Silvio simplemente me follara y acabara con la farsa, pero no lo hizo. Se levantó, tomó un pulverizador de la mesa y me roció el coño con un líquido frío.
—Ahora olerás como una perra en celo—. Silvio me informó.
El corazón me latía dolorosamente contra las costillas cuando Silvio abrió la perrera y sacó a Toby. El chasquido de sus uñas resonó como un disparo.
—Por favor, no lo hagas—. Le supliqué.
—Este es el trato, querida. Lo que tienes que aprender de una vez por todas. No importa si es animal o humano. Si tiene polla, abres las piernas y le dejas tener tu coño cuando quiera. Eres un agujero. Nada más.
—Comprendo—. Desesperada por detenerlo, habría accedido a cualquier cosa en ese momento.
El pánico y la adrenalina inundaron mi organismo cuando la polla de Toby se desenvainó y se hinchó, adquiriendo un color gris púrpura con la punta roja. Brillaba de humedad y una red de vasos sanguíneos atravesaba su extensa longitud. En ese momento, la rabia y el odio me nublaron la vista. Odiaba a Silvio y a su estúpido perro, aunque el perro no comprendiera lo que estaba haciendo. Si hubiera tenido la más mínima oportunidad, los habría matado a los dos.
Pero esa era la cuestión. Yo era una —nada— indefensa. No podía defenderme, ni siquiera contra un animal. Las palabras de Silvio se clavaron en mi mente. Yo era un agujero y nada más. Las lágrimas mancharon el suelo debajo de mí y todo mi cuerpo tembló.
Silvio acercó al perro por detrás de mí y su fría nariz olisqueó mi sexo. Me estremecí cuando su lengua húmeda lamió mi entrada, lamiendo lo que Silvio me había rociado. Volvió a chasquear las uñas contra el cemento y luego su pelaje me rozó mientras montaba. El peso de Toby descendió sobre mi espalda y sus uñas arañaron mi piel expuesta mientras luchaba por agarrarse. Su pene se clavó a ciegas, y yo grité cuando se clavó contra mí, fallando. Impulsado únicamente por el instinto de procrear, sus embestidas se volvieron erráticas e incontroladas, golpeándome hasta que grité.
—Vaya Toby—, refunfuñó Silvio.
Tras varios intentos fallidos de penetrarme, Silvio se agachó y guió a Toby hasta mi entrada.
El dolor era intenso e implacable mientras el animal me violaba y sus uñas desgarraban mi carne. Este era un tipo diferente de dolor y humillación. Uno para el que no estaba preparada. Jadeaba por el trauma mientras mi mente se fracturaba y mi espalda se arqueaba en agonía.
Un gemido exhausto escapó de mi garganta. Tras una eternidad, Silvio me quitó a Toby de encima a la fuerza. Silvio metió a Toby en la perrera, el repentino retorno del flujo sanguíneo fue doloroso y me ardía todo. Apenas me inmuté, demasiado agotada y humillada para preocuparme.
—Entonces, perra, ¿estás lista para someterte?— Silvio preguntó.
No estoy segura de si tenía la mente rota o realmente era tan estúpida como para ponerme desafiante, pero me negué a contestar. Silvio soltó un bufido burlón.
—Ok, perra, como quieras.
Me dejó atado a la montura de cría y se marchó. Una hora más tarde, tal vez diez, a esas alturas ya había perdido la noción del tiempo, volvió y me preguntó de nuevo. Me negué a contestar, así que soltó a Toby de la perrera y le dejó intentarlo de nuevo. Lo hizo dos veces más antes de darse por vencido.
Silvio me desenganchó del banco. Me temblaban los brazos y tenía las piernas entumecidas y no me sostenían, así que me arrastró hasta el baño.
—Mea y date una ducha—. Ordenó, y cerró la puerta de un portazo.
Me metí en la ducha y abrí el grifo, dejando que el chorro helado me rociara, ansiosa por limpiarme. Levanté la cabeza y tragué agua, dejando que mojara mi garganta reseca y ronca de tanto gritar y sollozar. Me senté en el suelo de la ducha y oriné en el desagüe, incapaz de mantenerme en pie.
Al cabo de un par de minutos, el agua se calentó y recuperé parte de la sensibilidad en las piernas. Me restregué el semen entre las piernas, aplastando una arcada.
La puerta del baño se abrió y Silvio me sacó de la ducha y cerró el grifo. Me metió de nuevo en su taller y el miedo me cegó temporalmente. Diecisiete de sus compañeros de moto estaban esperando y un par más estaban entrando.
—Coño fresco—, declaró Silvio y me empujó hacia ellos.
Caí de rodillas, con los ojos en el suelo, y vi cómo me rodeaban varios pares de botas.
—No estará fresco por mucho tiempo—. Bromeó uno de ellos. —No te preocupes. Vamos a destrozar este coño.
Se oyó un coro de risas y traté de hacerme la pequeña. Unas manos ásperas me pusieron en pie y me agarraron las tetas y el culo mientras me acercaban a la mesa.
Dos manos me agarraron y me arrojaron sin contemplaciones sobre la mesa. Sacaron de algún sitio dos pares de esposas y me encadenaron las manos a las patas de la mesa. Antes de que tuviera tiempo de darme cuenta de mi peligro, alguien me metió su pene en la boca, y me ahogué mientras me la metían hasta el fondo sin piedad. Unas manos ásperas me abrieron las piernas y alguien me penetró. Cuando terminó, el siguiente tipo me penetró por el culo. El dolor desgarrador y abrasador me hizo gritar lo que podía.
Y así fue. Los amigos de Silvio me penetraban una tras otra en cada uno de mis agujeros. La vigésimo séptima vez que me metieron una polla en mi coño abierto, sangrante y en carne viva, me desmayé.
No sé qué me hicieron después, y una parte de mí se alegra de no recordarlo. Cuando me desperté, seguía en la camilla, en posición fetal. Tenía los muslos cubiertos de sangre y la piel y el pelo cubiertos de semen seco. Tenía marcas de mordiscos en los pechos e importantes moratones en las caderas y los muslos. Todavía tenía el cuello de una botella de cerveza enterrado en el culo. Todo mi cuerpo gritó de dolor. No tenía ni idea de cuántas veces me habían violado, y me di cuenta de que esto podía matarme.
Silvio entró y se acercó a la mesa. —¿Estás lista para someterte?
—Sí—, grazné con una voz quebrada que no parecía la mía.
—Ábrete para mí—. Ordenó.
Estaba débil, pero con un poco de esfuerzo, rodé sobre mi espalda. Utilicé mis temblorosas manos para separar las piernas. Silvio avanzó y se colocó entre mis piernas.
—Más ancho.
Obedecí, y Silvio me metió el puño y me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, Silvio me metió en la ducha y abrió el grifo, dejándome bajo el chorro helado.
—Lávate.
Tragué más agua y me puse en pie con dificultad, observando cómo el agua teñida de rosa se arremolinaba en el desagüe hasta quedar limpia. Me lavé lo mejor que pude y acababa de enjuagarme el pelo cuando Silvio regresó. Le seguí en silencio hasta que salió del baño.
—Sobre la mesa—. Me miró para ver si obedecía.
Subí mi cuerpo dolorido a la mesa y esperé.
—Recuéstate.
Obedecí, ignorando la presión que la dura superficie ejercía sobre mi dolorida columna vertebral.
—Enséñame.
Separé las piernas, introduje los dedos entre las piernas y separé los labios de mi sexo. Las últimas briznas de dignidad y orgullo desaparecieron con mi sumisión. Me había convertido exactamente en lo que Silvio dijo que era. Un agujero, y nada más. Ya no tenía esperanzas ni sueños, ni siquiera un nombre.
—Presenta tu coño—. Silvio ordenó.
Sin saber qué significaba aquello, abrí más las piernas. Eso me valió una fuerte bofetada en el coño y chillé mientras el dolor irradiaba desde entre mis piernas. Silvio bajó la mano y me empujó la pierna hacia el hombro. Enganchó una de mis manos detrás de la rodilla y repitió la maniobra con la otra pierna.
—Usa las manos para tirar de las piernas hacia los hombros.
Hice lo que me decía y me expuse. Silvio se desabrochó los vaqueros, se liberó y se acarició hasta que se le puso dura. Se introdujo en mi de un brutal empujón. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y las lágrimas brotaron de mis ojos y rodaron por mis sienes. Eso me valió una fuerte bofetada.
Me sujeté las rodillas, manteniendo las piernas abiertas, y me mordí el interior de la mejilla para permanecer callada mientras Silvio me follaba. A pesar de mi esfuerzo por permanecer en silencio, el insoportable dolor me arrancaba un gemido de mi dolorida garganta de vez en cuando, mientras sus piercings rasguñaban mis paredes en carne viva. Noté el anillo rojo de mi sangre en la base del pene de Silvio mientras entraba y salía de mí con una eficacia brutal. Se corrió con un gruñido, su cara contorsionada mientras disparaba cuerda tras cuerda de semen dentro de mí.
Silvio se retiró. —Mantén las piernas arriba.
Me quedé sobre la mesa con las piernas echadas hacia atrás mientras la semilla de Silvio goteaba de mi y me cubría el culo antes de acumularse sobre la mesa.
—Ahora que tu coño ha sido usado adecuadamente, no deberías tener problemas para follarte a tus clientes. ¿No es así?
—Sí—, balbuceé.
Silvio abofeteó mi coño con un golpe húmedo. —Sí, ¿qué?— Preguntó.
—¿Sí, señor?— Me aventuré.
—Ahora lo tienes.
—Quédate así hasta que el doctor venga a revisarte.
Silvio se marchó. Me temblaban las piernas de cansancio, pero no me atreví a cerrarlas mientras esperaba al médico. Unos minutos más tarde, llegó con su infaltable maletín médico.
—Pon los talones sobre la mesa.
Solté las rodillas y apoyé los talones en la mesa mientras el médico se sentaba entre ellas. Me palpó con los dedos y miró a su alrededor como si estuviera tratando de entender algo. El doctor se levantó y acercó un par de sillas a la mesa.
—Esto no es lo ideal, pero tendrá que servir. Acércate al borde.
Empujándome con las manos, me desplacé hasta que el culo casi me colgaba de la mesa. El doctor tomó cada pierna y apoyó mi pie en el respaldo de las sillas a ambos lados de la suya.
—Bien. Ahora quédate así o tendrás que volver a abrirte.
No estaba segura de tener fuerzas para hacerlo, así que dejé reposar los pies en las sillas mientras el doctor volvía a sentarse entre mis piernas. Se encendió una linterna y sus dedos palparon mi entrada. Emitió un sonido de pitido. No estaba segura de si eso era bueno o malo, pero dado lo sucedido, apostaba por malo.
Sacó el espéculo de su bolso e intenté no estremecerme cuando me separó los labios y me lo introdujo. Con tres manivelas me abrió tanto que el sudor frío me salía por el labio superior.
—Dios mío, ¿Cuántas cargas de semen tomaste?.
El médico parecía disgustado, como si de alguna manera me lo hubiera hecho yo misma. No estaba segura de cuántas cargas me habían metido, pero había estado goteando constantemente por mis agujeros. El médico sacó el espéculo.
—Ven conmigo.
Seguí al doctor hasta el cuarto de baño y me indicó que me metiera en la ducha.
—Pon el pie en el banco.
Bajó el —teléfono— de la ducha y la desenroscó de la manguera. En su lugar, enroscó una varita en el extremo de la manguera. Con un poco de esfuerzo, me introdujo la varita y abrió el grifo, rociando mis entrañas con líquido frío. Se me puso la piel de gallina, pero mantuve la pierna apoyada en el banco. Deseaba tanto como el doctor que me sacaran todo dentro de mi. Sacó la varita, me la introdujo en el culo y repitió el proceso.
El médico cerró el grifo y me llevó de nuevo a la camilla. Me limpió y vendó los arañazos de la espalda y me inyectó antibióticos antes de recostarme. Agradecí que esta vez usara lubricante en el espéculo cuando me lo introdujo otra vez.
—Tienes algunos desgarros y muchas abrasiones, pero ninguna necesita puntos—. Dijo mientras me miraba desde entre mis piernas abiertas. Se me curvaron los dedos de los pies y sentí calambres por dentro cuando utilizó un largo bastoncillo de algodón para aplicarme crema antibiótica directamente en el maltrecho cuello del útero y en las paredes internas.
El médico se levantó, se acercó a la nevera y sacó una cerveza, dejándome sobre la mesa, con las piernas abiertas y el espéculo puesto. Le quitó el tapón a la cerveza y volvió, paseándose ansiosamente.
—Tengo muchas ganas de follarte, pero pareces estar muy maltrecha.
Pensé que esto debía ser una prueba de Silvio. Había sido claro sobre sus expectativas.
—Puedes follarme—. Le dije al doctor. Me aterrorizaba decir algo más.
Una sonrisa iluminó su rostro y la pesadilla en la que se convirtió mi vida continuó
***
Esa noche sería un picnic comparado con lo que me haría Silvio por escupirle.
No me di cuenta de que estaba a punto de hiperventilar hasta que la voz de Víctor penetró en mi nublado cerebro y me devolvió al presente.
—Señorita Blanca, ¿está bien?
Volví al presente y mis ojos se enfocaron. El sudor se me acumulaba en la base de la columna y tenía el cuerpo húmedo. Víctor me observaba preocupado por el retrovisor.
—Sí—, chillé, tomé la botella de agua de la consola y di un largo trago.
Silvio iba a castigarme cuando volviera al club. La única cuestión era cuán severo. Había contado con que otro contrato con los De la Cruz me serviría de amortiguador, pero me di cuenta de lo estúpida que había sido esa idea. No importaba si Adán lo quería. Había miles de otras mujeres, y Adonis simplemente convencería a Ángelo. No volvería a saber nada de ellos, y si lo hacía, estaba el asunto menor de la amenaza de Adonis.
Estaba atrapada y jodida. Thiago iba a dejarme embarazada y a obligarme a abortar, y Silvio iba a conseguir su trozo de carne de una forma u otra. Si volvía al club, ¿Quién sabía cuándo tendría otra oportunidad de escapar? Sin los De la Cruz, puede que nunca me fuera. Miré por la ventana. Los rascacielos ya estaban dejando paso a la parte más sórdida de la ciudad. Si no actuaba ahora, perdería mi oportunidad. Tenía el dinero que Ángelo me había dado, y si podía escapar y encontrar a Felipe, ya me las arreglaría. Si me quedaba en el club, había una posibilidad real de que me mataran.
Agarré la manilla de la puerta y abrí la cerradura mientras pasábamos por encima de un bache, con la esperanza de que amortiguara el sonido. Víctor redujo la velocidad al pasar por una zona en obras. Actué por desesperación e instinto y abrí de un empujón la puerta del auto.
Oí a Víctor gritar —¡Dios mío!— y el sonido de los neumáticos chirriando mientras me lanzaba fuera del auto.