La mano grande y cálida de Adonis engulló la mía, mucho más pequeña, y la conciencia me recorrió el brazo, encendiéndome los nervios ante su contacto. Sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos, y pensé que él también lo había sentido. La confusión palpitó entre nosotros y decidí que no era más que electricidad estática, porque era imposible que aquel hombre tan bestia pudiera provocar una reacción semejante. Mi vida podía ser un desastre de proporciones épicas, pero en realidad no estaba loca.
Adonis me puso de rodillas y sacó mi robusto cuerpo de la cama, levantándome por encima de Andrés como si no pesara nada. Cuando mis pies tocaron el suelo, apoyé las manos en su pecho para estabilizarme. Con una mente propia, mis dedos recorrieron sus duros e implacables pechos y bajaron por su abdomen antes de que pudiera detenerme.
Adonis me agarró de las muñecas y apartó mis manos de su cuerpo, entrecerrando los ojos mientras me estudiaba como si fuera un asqueroso experimento científico con comida podrida y moho verde. La irritación, unida a una buena dosis de vergüenza, burbujeó en mis entrañas e intenté soltarme de un tirón. Fue un intento inútil, su agarre era como un grillete de hierro, así que hice lo único que se me ocurrió para transmitirle el mismo desprecio por su existencia. Lo miré como a un niño petulante.
—Hora de irse, Blanca—, gruñó bajo y amenazador junto a mi oreja.
La decepción me invadió, rápida y brutal. Pensé que tendría más tiempo lejos de Thiago y Silvio, pero Adonis parecía empeñado en sacarme a toda prisa de casa a las cero y media de la noche. Se me encogieron las tripas al saber lo que me esperaba a mi regreso. Silvio no iba a dejar pasar por alto el incidente del escupitajo, y a mí me habían castigado duramente por mucho menos.
Con esa proclama, Adonis giró mi cuerpo hacia la puerta y me dio un ligero empujón. Me hizo cruzar la habitación y salir por la puerta al frío suelo de mármol. Temblé y me froté los brazos mientras el frío del pasillo me recorría la piel desnuda. Al menos podría haberme dejado tomar la toalla, aunque había algo extrañamente erótico en que me llevaran desnuda mientras él estaba completamente vestido.
Cuando la humedad cubrió el interior de mis muslos, decidí que era posible que realmente estuviera loca. Intenté fingir que sólo eran las pruebas de la noche anterior, pero mi coño me llamó mentirosa. Me aparté un rizo de la cara y comencé a caminar por el pasillo, con la piel de gallina erizada.
Un chillido de sorpresa me dejó sin oxígeno en los pulmones cuando se agachó y me abrazó, llevándome como si fuera ligera como una pluma. Demasiado asustada para protestar, le rodeé el cuello con los brazos por reflejo. Su cuerpo grande y macizo calentó el mío y sus poderosos brazos me abrazaron mientras me llevaba al cuarto de baño y me arrojaba sin contemplaciones sobre la alfombra frente al tocador.
—Date una ducha. Hueles a sexo.
—Impresionante, cómo pasa eso cuando tienes sexo de verdad—. Solté un chasquido y me aparté de él para inspeccionar la marca del mordisco en la unión de mi cuello y mi hombro, resistiendo a duras penas el impulso de poner los ojos en blanco como una adolescente. No estaba segura de qué me pasaba con este hombre, pero sacaba lo peor de mí, mi malcriadez.
Mi mirada se desvió hacia la suya en el espejo. Entrecerró los ojos y su cuerpo se amontonó contra el mío hasta quedar a mi altura, apretándome contra el tocador, enjaulándome. Robusto o no, su enorme cuerpo empequeñecía el mío. Una pared de músculos macizos perfectamente proporcionados, Adonis tenía un cuerpo hecho para follar o matar. Cuando su mano serpenteó alrededor de mi cuello, poniendo su dominio en plena exhibición, esperé que no fuera un conjunto de habilidades que le gustara combinar. Mi garganta se estremeció cuando tragué con un chasquido audible.
—¿Esto pasó anoche?
Tardé un minuto en darme cuenta de que me estaba preguntando por los moratones del cuello. Para ser un tipo que probablemente había torturado y matado a mucha gente, parecía ignorar cómo envejecen los moratones. Me guardé esa observación para mí, sin querer provocarle más de lo necesario. La energía que desprendía era una mezcla de ira salvaje que me dejó la boca seca. Lo que había hecho para enojarle era un misterio, pero estaba claro que no me quería aquí.
No. No me molesté en explicárselo; no era asunto suyo y, de todos modos, dudaba que le importara una mierda.
Se me cortó la respiración cuando deslizó la otra mano por mi abdomen. Su mano más oscura contrastaba con mi piel demasiado pálida, que apenas había visto la luz del día en dos meses. Le miré a la cara y nuestros ojos se cruzaron, con una expresión ilegible. Cuando bajó la mano, mi corazón tartamudeó, dando saltos en mi pecho a un ritmo errático que sugería que un infarto era inminente. Era perfectamente posible que mis pezones pudieran cortar un cristal, ya que palpitaban ansiosos por recibir la más mínima caricia que aquel cabrón engreído nunca me daría.
Una súplica desesperada burbujeó en mi garganta mientras él continuaba su exploración, deteniéndose a jugar con el piercing de mi ombligo, antes de que su mano se deslizara hacia abajo y mis labios se separaran con un grito ahogado. Mi clítoris se agitó y se hinchó con anticipación, y apreté los muslos en un vano intento de encontrar alivio y ocultar mi reacción a su mirada cómplice. Mi pulso latía con fuerza bajo la mano que me rodeaba la garganta y no estaba segura de si quería que pensara que era miedo o excitación. Ambas cosas eran igual de desagradables para mí. Justo cuando creía que iba a tocarme donde más lo deseaba, sus dedos se deslizaron hasta la marca que tenía justo debajo del hueso de la cadera.
—¿Qué es esto?— Su voz era llana y dura, y en sus ojos brillaba un destello de rabia.
Su pregunta tuvo el mismo efecto que ser sumergida en agua helada. Cualquier deseo que se estuviera gestando se evaporó como la niebla en una mañana soleada. Tragué saliva y aparté la mirada, incapaz de mentir bajo aquella intensa mirada que sabía demasiado sin que yo dijera una palabra. La vergüenza, la humillación y la ira me invadieron como un veneno.
—Nada—, susurré.
Cuando acarició suavemente la piel levantada, di un respingo y me aparté de él. No quería su compasión ni su lástima. Utilizó el peso de su cuerpo para inmovilizarme contra el tocador, y la mano que me rodeaba la garganta me obligó a mirarle a los ojos. Mis pechos desnudos se agitaban con cada respiración furiosa mientras él me mantenía inmóvil. Atrapada contra su cuerpo mientras mis secretos quedaban al descubierto.
—Mentirosa—, desafió.
—Vete a la mierda—, gruñí.
No fue la respuesta más ingeniosa que había pronunciado, pero quizá sí la más sincera. ¿Cómo se atrevía a actuar como si le importara? Sus fosas nasales se encendieron y me agarró por la garganta en señal de advertencia, pero me mantuve firme y le devolví la mirada, dejando que mi ira y mi desafío brillaran en todo su esplendor, negándome a apartar la mirada. A la mierda él, a sus estúpidas preguntas y a su falsa preocupación. No quería nada de él, y menos que me compadeciera.
Nos miramos con la misma malicia que un par de pistoleros enfrentados a veinte pasos. Yo no podía dominarle físicamente, pero podía ser terca como una mula y me negaba a ceder un ápice. Fruncí el ceño y esperé. La presión de su cuerpo contra el mío no cedió, pero antes apartó la mirada. Lo consideré una victoria.
—A mis hermanos les gustas—. La forma en que lo dijo sugería que no, pero la dureza apretada contra mi trasero decía otra cosa.
—¿Sabes por qué pagamos a las mujeres?—. preguntó Adonis conversando, como si estuviéramos hablando de su equipo deportivo favorito.
Le lancé una mirada que decía que no lo sabía y que no me importaba. Una sonrisa sin gracia adornó su rostro, haciéndolo parecer aún más frío, duro y aterrador, lo cual ya era mucho decir. El hombre ya era francamente aterrador. Una extraña mezcla de sexo, peligro y aversión.
—Así no nos apegamos. El apego genera debilidad, y no podemos permitirnos eso. Ni siquiera para una mujer tan hermosa como tú, Blanca.
—Cuando te ofrezcan otro contrato, recházalo.
Era una orden que no dejaba lugar a discusiones ni a malas interpretaciones. Adonis no sabía que yo no había elegido estar aquí. Que volviera o no, no dependía de mí.
—¿Por qué?— Puse cada onza de desafío en mi voz.
—Porque no quiero tener que matarte.
Se me heló el cuerpo cuando su voz se deslizó a mi alrededor y el zumbido de mis oídos ahogó todo lo demás. La dureza de sus ojos demostraba su convicción. Me daba por muerta, porque Thiago no iba a rechazar la petición que ya sabía que me iba a hacer. Ignoré la ironía de todo aquello. Lo que pensé que sería mi salvación se había convertido en mi sentencia de muerte.
Exhalé un suspiro cansado. Como todo en mi vida últimamente, había elegido mal, y pagaría el precio. Morir a manos de Adonis parecía infinitamente mejor que sufrir el castigo de Silvio u otros seis años de trabajo en el club de Thiago. Era difícil tener miedo de verdad cuando no te queda nada mas que dar. Siempre iba a ser así. La única pregunta era el cómo, no el si. Tenía que proteger a Felipe, pero sospechaba incluso de mi capacidad para llevar a cabo esa tarea. Era un hámster en una rueda, corriendo sin parar, pero sin llegar a ninguna parte.
—¿Lo harás rápido?
Mi voz carecía de toda emoción. Lo consideraba tanto una transacción comercial como cualquier otra cosa. No había lugar para la histeria, sólo para el sentido práctico. Si no armaba un escándalo, podría ayudar a Felipe cuando llegara el momento.
Sus fosas nasales se encendieron y retrocedió como si el contacto con mi piel le quemara. Su mirada se clavó en mi mente y trató de leer mis pensamientos más íntimos y evaluar la sinceridad de mi petición. Sacudió la cabeza, claramente perplejo, viendo algo que no esperaba.
—¿Qué mierda te pasa?— Ladró, giró sobre sus talones y salió dando un portazo mucho más fuerte de lo necesario.
Empezaba a pensar que el alto, moreno y psicópata tenía un vocabulario limitado, o quizá yo sólo sacaba lo peor de él. Cerré la puerta de un tirón para sentirme mejor.
—Hijo de perra—, murmuré en el vacío.
Me dirigí a la ducha, con la esperanza de poder averiguar cómo funcionaba el —transbordador espacial——. Necesitaba una ducha y algo de café, no necesariamente en ese orden, pero tomaría lo que pudiera.
Tras unos cuantos chorros de agua helada en la cara, conseguí que la ducha funcionara a una temperatura que no me escaldara ni me congelara el culo. Aunque, según Adonis, me sobraba mucho culo, y reducirlo no estaría mal. La irritación se apoderó de mí. ¿Por qué me importaba lo que aquel engendro pensara de mi cuerpo? Robusto mi culo. Tenía una figura de reloj de arena que muchas mujeres pagarían por tener. No era mi problema que le gustaran las figuras de palo que me recordaban a una mantis religiosa, todo brazos y piernas enjutas, sin tetas ni culo de los que hablar.
Como quieras. Puse los ojos en blanco con disgusto. Al menos, cuando se deshiciera de mi robusto cuerpo, sería más duro. A lo mejor le daba un tirón en la espalda o en la ingle. Podría dejarle un último regalo de despedida. Un escalofrío involuntario me recorrió el cuerpo. La bravuconería era lo único que me quedaba, y se estaba desvaneciendo rápidamente. No quería que me matara, pero no tenía miedo a morir.
Me enjaboné con el gel de baño, y muy pronto la ducha se llenó de fragante vapor, y los tensos músculos de la espalda y el cuello se aliviaron, y dejé de estar irracionalmente enfadada porque un fenómeno de la naturaleza me había llamado robusta. De todos los insultos que me habían lanzado, ése ni siquiera tenía importancia. Me quedé bajo el chorro, con la cabeza agachada y las manos apoyadas en la pared, y dejé que me golpeara, ahuyentando la absoluta impotencia que se arremolinaba a mi alrededor y se agolpaba en el frente y en el centro, cuando mi ira se disipó.
Estaba cansada de ser amenazada y utilizada, pero sobre todo estaba cansada de tener miedo. Un final feliz nunca había estado en la conclusión de esta historia, pero los muros se estaban cerrando, y cada opción se evaporaba una a una a medida que Thiago se volvía más depravado. Me enfrentaría a la ira incontenible de Silvio cuando regresara. Sin la protección de un futuro contrato con los De la Cruz, mi destino sería tan malo o peor que la primera vez.
Brutales recuerdos se abatieron sobre mí con una intensidad feroz que me provocó arcadas. Las cosas que Silvio había hecho para doblegarme me perseguirían para siempre y amenazaban mi cordura si se lo permitía. Me temblaba todo el cuerpo y caí de rodillas mientras se me nublaba la vista y jadeaba. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico y me esforcé por aspirar oxígeno y alejar los recuerdos que se clavaban en mi conciencia como una cuchilla afilada, destripando mi psique. El dolor, la sangre y la humillación palpitaban detrás de mis ojos. Inhalando por la nariz, exhalando por la boca, obligué a mi respiración a ralentizarse y al pánico a retroceder.
Levantándome de las rodillas, me puse en pie con dificultad y me lavé el pelo mecánicamente, ignorando el nudo que me pesaba en la boca del estómago. Lo superaría, pero no estaba segura de querer hacerlo. Salí de la ducha y me sequé con una de las esponjosas toallas que me sentían como en el cielo. Estaba amontonada en la silla, junto con una camisa blanca de vestir. Cuanto antes me vistiera y saliera por la puerta, mejor.
Me pasé un peine por el pelo y utilicé la liga de Adonis de la noche anterior para hacerme una coleta húmeda. Me estaba robando la estúpida cosa, y si eso era un problema, que me besara el culo. Adonis y su mal humor eran el menor de mis problemas.
Me miré en el espejo y me fijé en los moratones, que destacaban sobre mi piel pálida. Se estaban desvaneciendo en un feo verde y amarillo y desaparecerían en un par de días. Palpé los bordes, aliviada de que el dolor hubiera desaparecido por completo. La noche anterior había añadido a mi colección un par de leves mordiscos rosados que me habían manchado los hombros y los pechos. Pronto desaparecerían, pero los recuerdos no. Un parpadeo de placer recorrió mi espina dorsal al recordar todos y cada uno de ellos. Los mordiscos me habían gustado, los moratones no tanto.
A los veintidós años, no era vieja, pero tampoco era precisamente joven, y menos en experiencia vital y golpes duros. Sin maquillaje, pasaba fácilmente por una adolescente, y esperaba que mi aspecto no desagradara a los De la Cruz a la fría y dura luz del día. Seguía temiendo hacer algo que violara el contrato que nunca había visto, o que los De la Cruz se quejaran y Thiago me echara la culpa. Era posible que estuviera paranoica, pero todas las noches Silvio encontraba un fallo en mi comportamiento, y todas las noches me castigaba. La experiencia me había enseñado que no tenía que ser verdad para ser doloroso.
Me pellizqué las mejillas para darme un poco de color e ignoré la mirada dura y plana que opacaba mis ojos. Me invadió otra oleada de desesperación, me aparté de mi reflejo y me acerqué a la pila de ropa.
Mi atención se centró en la camisa de hombre perfectamente planchada. Supongo que pertenecía a Andrés. Era el más pequeño del grupo, pero no pequeño ni mucho menos, y la camisa me quedaba grande. Me remangué la camisa hasta los codos, me abroché unos cuantos botones y me até el faldón a la cintura. No era perfecta, pero serviría.
Me pregunté brevemente por qué Adonis se había dejado la camiseta, y rápidamente decidí que no me importaba. Hacía que mi paseo de la vergüenza fuera un poco menos obvio, aunque ya ni siquiera tenía la capacidad de avergonzarme. Me pasaba el día desnuda, abriéndome de piernas ante desconocidos y fingiendo que me gustaba que me metieran la polla en el coño, en el culo o en la boca. La vergüenza no era realmente un factor en ser una puta.
Empujé la puerta del baño y salí al pasillo, deteniéndome antes de chocar con Ángelo. Su mirada fría y penetrante me recorrió. Tenía la misma expresión aburrida y desinteresada de siempre. Sus ojos se posaron en mi cuello y alargó los dedos para tocarme el moratón, pero se lo pensó mejor y soltó la mano.
—¿Eso pasó aquí?
—No.— Al igual que con Adonis, no me explayé porque no importaba.
Su ceño se frunció y su puño se cerró, y yo contuve la respiración.
—¿Cuántos años tienes?
Mis cejas se alzaron sobre mi frente, momentáneamente confundida por el brusco cambio de tema.
—Lo bastante mayor para saber que es de mala educación preguntarle a una mujer su edad—. Le respondí y crucé los brazos sobre el pecho.
El fantasma de una sonrisa jugueteó en la comisura de sus labios. Ángelo imitó mi postura y esperó. Ignoré cómo se me aceleró el pulso cuando sus bíceps se abultaron contra las mangas de su camisa. La camisa que llevaba puesta no era suya.
—No soy menor de edad—, resoplé cuando el incómodo silencio se hizo demasiado.
Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y extendió las manos para agarrarme por las solapas de la camisa, dejando que sus nudillos se apoyaran ligeramente en mis pechos. Fue más un acto de posesión que de agresión, pero de todos modos se me cortó la respiración, repentinamente recelosa. Un músculo le hizo tic en la mandíbula mientras frotaba la tela entre los dedos.
—No tenía otras opciones, pero no lo robé. Adonis me lo dejó—, balbuceé. Cuando sus ojos se oscurecieron, apreté la boca con un chasquido audible de dientes para no empeorar las cosas.
—Toma, me la quitaré—. Alcancé los botones, con la intención de quitarme la estúpida camisa lo más rápido posible. Su mano me detuvo.
—No, quédatela. Te queda bien.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó un sobre y me lo tendió. Me quedé mirándolo como si pudiera contener ántrax hasta que emitió un sonido de impaciencia en la garganta.
—¿Qué es?— le pregunté mientras seguía extendiendo el sobre.
—Tu propina.
—¿Mi propina?
Extendí la mano con cautela y tomé el sobre. No estaba segura de lo que debía hacer, así que me quedé allí de pie. Nunca antes nadie me había dado propina ni me había proporcionado media docena de orgasmos de primera clase, y casi me sentí culpable por tomar su dinero, pero la necesidad se impuso al orgullo. El dinero alimentó mi esperanza de escapar de Thiago.
—Baja a desayunar cuando estés lista—. Ángelo se dio la vuelta para irse y se detuvo, volviéndose hacia mí. —¿Sabes qué seria mejor?
Negué con la cabeza. —¿Qué?
—Si esa fuera mi camisa, y estuvieras desnuda debajo de ella.
Ladeé la cabeza y abrí la boca como un pez fuera del agua, abriéndola y cerrándola sin emitir sonido alguno. Ángelo se marchó, dejándome muda y confusa. Apenas había reconocido mi existencia desde el momento en que entró en la limusina, y sólo se detuvo para hacerme preguntas sobre mi contrato. Anoche no había mostrado ningún interés en participar, y ahora parecía nostálgico. Sacudí la cabeza. La gente rica me confundía. Odiaba ser yo quien se lo dijera, pero yo era una apuesta segura.
Me picó la curiosidad y abrí el sobre. Dentro, diez billetes de cien dólares me guiñaron un ojo. Nunca antes había tenido dólares, pero sabía que no era mucho dinero por lo que acababa de hacer, pero era más de lo que tenía. Lástima que Adonis fuera un puto psicópata. Un par de noches más con De la Cruz y habría tenido la oportunidad de escapar. La decepción me inundó, dejando un sabor amargo a su paso. Si convencía a Adonis para pasar una noche más, tendría una oportunidad. Me metí el sobre en el sujetador y me aferré a esa esperanza mientras bajaba las escaleras, siguiendo las voces hacia la cocina.
Adonis me lanzó una mirada sombría por encima del borde de su taza de café cuando entré en la cocina, y yo le devolví la mirada. Hubiera jurado que el cabrón intentaba no sonreír antes de dar un trago. Esperaba que le quemara la boca.
Ángelo no estaba por ninguna parte, y yo estaba en silencio agradecido por eso. No estaba para otro intercambio incómodo. Andrés y Adán estaban preparando el desayuno. Andrés estaba revolviendo huevos mientras Adán volteaba media docena de panqueques dorados en la plancha.
La cocina era tan impresionante como el resto de la casa, con una gran isla para seis comensales y electrodomésticos profesionales. No fue la cocina bien equipada lo que me pareció extraño. Fue el hecho de que no tuvieran una sirvienta cocinando.
Andrés sonrió cuando me vio y yo le sonreí, totalmente insegura de cómo afrontar la experiencia de la mañana siguiente con un cliente. O cualquier experiencia de la mañana siguiente. Nunca me había quedado a dormir con los tipos con los que me acostaba, evitando las miradas extrañas y las charlas inútiles.
Adán me rodeó la cintura con los brazos y me dio un sonoro beso en la nuca. No pude evitar la inesperada carcajada que se me escapó.
—Buenos días, cariño—. Me acarició el cuello, bajando la voz. —Te eché de menos cuando me desperté.
—Víctor está aquí. Puede llevarte a casa—, anunció Adonis.
—No seas tonto, hombre. Aún no ha desayunado ni tomado café—. Adán respondió, totalmente indiferente a los puñales que le lanzaban. —Tráele una taza de café, ¿quieres?
Me tensé y esperé el estallido de la bomba, pero Adonis se limitó a murmurar algo en voz baja y a sacar una taza de café.
—¿Qué quieres, hermosa Blanca?— Andrés preguntó. —Adonis hace un buen capuchino, un café con leche decente, y un espresso pasable.
Adonis resopló ante la valoración que Andrés hizo de sus habilidades como barista y me miró con una ceja arqueada, esperando mi respuesta.
—¿Café con leche?— Me aventuré.
—Buena elección—. Andrés guiñó un ojo. —¿Cómo te gustan los huevos? ¿Revueltos, a la inglesa?
—Claro—. Fuera como fuera, me sonaba bien. Era comida.
Adonis giró los mandos de una máquina de aspecto complicado y el vapor silbó y eructó. Un par de minutos después, Adonis me dio un café con leche con la cantidad perfecta de espuma y una pizca de canela. Le tomé la taza, asegurándome de que nuestros dedos no se tocaran. Un toque de vainilla me hizo cosquillas en la nariz cuando me llevé la taza humeante a los labios y di un sorbo tentativo.
—Mmm—, gemí. —Esto es fantástico—. Meloso, rico y cremoso. Claramente me había estado perdiendo.
—¿Qué? ¿Creías que no podía con un simple café con leche?— El sarcasmo en la voz de Adonis era inconfundible.
—No, supuse que me envenenarías.
Me di cuenta de que lo había dicho en voz alta cuando se hizo tal silencio en la habitación que se podría oír caer un alfiler. Pasó un rato y agarré el café con tanta fuerza que pensé que se me iba a romper para evitar que me temblaran las manos. Andrés y Adán miraron a Adonis y luego entre ellos y se echaron a reír. Les lancé una sonrisa avergonzada y solté un suspiro tembloroso. Estaba claro que la falta de cafeína me había vuelto estúpida. Adonis puso los ojos en blanco y regañó a sus hermanos.
Si no mantenía la lengua bajo control, uno de ellos probablemente me la cortaría, y yo apostaba por el psicópata. Parecía un tipo que tenía predilección por la violencia y la sangre, y ya había amenazado con matarme. Me senté en el borde del taburete y Andrés me puso delante un plato lleno de huevos, tocino y tortitas. Me rugió el estómago.
Adán le dio una palmada en la espalda a Andrés. —Ves, te dije que deberíamos haberle dado de comer anoche. ¿Cuál es tu helado favorito, cariño?
—Tres leches—, respondí.
Andrés puso los ojos en blanco. —Tú y Adonis.
Me subió el rubor por el cuello al saber que tenía algo en común con el psicópata, y mis ojos se desviaron hacia Adonis. Su mirada oscura desprendía calor, lo que me provocó un extraño revoltijo en el estómago, que se agitó y se sacudió al pensar en Adonis desnudo en la cama, comiendo helado mientras yo le lamía una gota que se había escapado por la barbilla. Sus fosas nasales se encendieron al leer los pensamientos que se desplazaban por mi frente como una valla publicitaria. Su garganta se estremeció al tragar, y el considerable bulto de sus desgastados vaqueros parecía más grande. Mucho mayor. La voz de Adán me sacó de cualquier ensoñación extraña que tuviera en la cabeza.
—La próxima vez, tomaremos helado en la cama—. Adán me guiñó un ojo. —Te lo daré con una cuchara y luego te lo lameré por todo el cuerpo.
Adonis soltó algo parecido a un gruñido. No estaba segura de si era el hecho de que Adán hablara de volver a verme, o la idea de que lamiera el helado favorito de Adonis de mi cuerpo. Probablemente ambas cosas. Al parecer, un Adonis gruñón era algo común en el mundo de los De la Cruz. A pesar de que se me erizó el vello de los brazos al oír aquel sonido, ni Andrés ni Adán parecieron darse cuenta de la tensión que se arremolinaba en la habitación, tan densa que succionaba el oxígeno.
Adonis observaba cada uno de mis movimientos como si fuera a robar los cubiertos si no me vigilaba. Pude ver el ligero horror en su cara cuando eché miel a mis tortitas, así que las rocié con un poco más sólo para molestarlo. Si iba a llamarme robusta, más le valía superar el hecho de que tenía hambre y me gustaba comer.
Todos empezamos a desayunar. Adán y Andrés reían y hablaban, metiéndome en la conversación sobre todo y nada. Yo escuchaba, fascinada por lo normales que eran. El tiempo pasó rápido, demasiado rápido. Cada segundo que pasaba me pesaba más en el pecho. Cada minuto era un minuto más cerca de volver a Thiago. Casi deseaba que estos pocos minutos de normalidad no hubieran ocurrido nunca. Hacía que volver fuera mucho peor.
La puerta se abrió y Víctor entró. —Buenos días, señorita. ¿Está lista para que la lleve a casa?
Mi corazón se hundió.