Ya habían pasado cuatro meses. Tiempo en el que Dante iba todas las noches a verla; Hablaban, otras veces discutían, y pasaban mucho tiempo juntos. Hubo momentos en los que parecían una verdadera pareja, contando anécdotas de cuando eran niños, o leyendo juntos algún libro entretenido. Pero nunca permitió que Sabina saliera de aquella habitación.
La princesa, por otro lado, se sentía en una encrucijada. Lo amaba, y cada momento en el que Dante era atento o dulce con ella, para Sabina eso era lo mejor de su día. Pero la realidad era cruel, y ella sabía que no podría vivir de aquellos momentos.
Él seguía mostrándose frío y distante cuando hablaban sobre lo ocurrido, o sobre que ella saliera de la habitación. Incluso cuando las conversaciones mencionaban algo que a él le molestaba, ya volvía a su postura de verdugo. El confinamiento a ella le era difícil de soportar, pero se mantenía firme creyendo que un día él cambiaría, que lo haría por amor a ella… Pero en el fondo sabía que no pasaría, o al menos, no pronto.
—¿En serio crees que existe la magia? —Sabina estaba recostada sobre el pecho de Dante mientras él sostenía un libro de cortas historias sobre la magia antigua. Sus ojos se iluminaron al cruzar la mirada emocionada de su esposo.
—Claro que sí. Es algo que aunque no haya visto aún, sé que existe —la firmeza con la que dijo aquello la hizo sonreír, volteándose un poco hacia él, y quedando a pocos centímetros de su rostro.
—¿Has visto alguna vez la magia de cerca?
—No —respondió Dante, riendo y acercándola más hacia él—, pero hay tantas historias y leyendas sobre eso, que se me hace imposible que solamente sea un invento. Incluso mi madre afirma que sí existe.
—Creo… —Sabina trazó garabatos en la barba y pecho de su esposo, con la punta de sus dedos— que las personas necesitan aferrarse a algo, sin importar que sea imaginario o no. Incluso, algo tan intangible como el amor… Es la fuerza que moviliza muchas acciones.
—Y la que crea masacres, también.
Dante se incorporó un poco, y su rostro se tornó indiferente.
‹‹Otra vez levanta un muro entre nosotros››, pensó Sabina con tristeza.
—Pero son más las cosas buenas que se pueden crear con esa “magia” —intentó aligerar el tema, pero él se levantó y se terminó de vestir.
Y tan sólo se despidió con una torpe y breve excusa, sin siquiera voltear a mirarla.
Sabina suspiró con pesar, dejando salir un poco de la angustia que siempre le generaba ese tipo de situaciones. Observó el libro sobre el borde de la cama y pasó los dedos por el borde de las hojas viejas y desgastadas. Sintió un calor acumularse en su pecho, y su enojo estalló. Arrojó el libro contra la pared, y este cayó con un golpe seco. Varias hojas se esparcieron por el suelo, y la culpa la invadió.
¿Qué era lo que estaba haciendo? Y no sólo ahora, sino cada uno de esos días. ¿Con qué fin seguía soportando? En el fondo ella sabía que él no cambiaría. Si bien estaba segura de que él la amaba, aunque de alguna manera complicada y quizás hasta retorcida, aun así… era injusto para ella. Pero era amor, y ella apostaría todo si sabía que el amor aún era real.
Él le trasmitía calor, paz, y una sensación de hogar, de estar protegida… aunque también la entristecía, y le dolía horrores que él aún creyera que podría llegar a traicionarlo. Y todo por culpa de ser la hija de Ricardo V.
Todo lo ocurrido desde la boda era un tormento para ella. Los recuerdos la atormentaban día y noche, y aún no lograba asimilar algunas cosas del todo. Lo primero que pudo aceptar fue el asunto de ser adoptada. Incluso estaba decidida a que en cuanto pudiese salir de su encierro, buscaría a su nana. Debía encontrarla, necesitaba aclarar muchas cosas, además de que la extrañaba muchísimo. Y aun así, no podía expresar ninguno de esos pensamientos en voz alta, y menos a Dante. Y no era por querer ocultarlo, pero simplemente no podía. Sentía que si lo hacía, pasaría a ser tan real que ya no podría sobrellevarlo, y que todo aquello se le vendría encima, como una enorme montaña de impotencia y dolor. No creía ser capaz de decirlo, ni había nada que fuese a empujarla a hacerlo.
Pero Sabina ni siquiera se esperaba lo que estaba a punto de serle revelado.
…
Varias horas pasaron, y la noche había caído en el territorio este de Fiora. La señora Dorotea hablaba con el guardia Alfonso sin saber ya qué hacer. ¿Cómo podría revelarle aquello a la princesa? La tratarían de mentirosa y entrometida. ¿Acaso lo era?
—Debes decírselo —Alfonso intentó hablar en voz baja para que ningún chismoso los oyera, pero el nerviosismo lo estaba agobiando—. Si realmente estás convencida, debes ir y hablar con la princesa Sabina. Ella te escuchará.
—Pero, ¿y si el príncipe no está de acuerdo? —la angustia en los ojos de la señora ya era muy notoria, y Alfonso tomó su mano entre las suyas.
—Tranquila, Dorotea. Él debe aceptarlo, quiera o no. Piensa… en que es el hijo de nuestro querido rey Fernando. Que en paz descanse.
—Tienes razón —suspiró la señora, más calmada y decidida—. Le diré de inmediato.