La cabeza de Sabina dio vueltas, intentando averiguar dónde estaba.
La habitación no era tan pequeña, pero tampoco era tan acogedora. Hacía frío, y no había ventanas ni huecos en donde se pudiera ver el exterior.
Cuando ella despertó, había una bandeja con pan seco y una pequeña taza con agua, y un vestido extendido a los pies de la cama. Y una nota, con la pulcra letra de Dante.
“No intentes gritar ni escapar, nadie te oirá, y tampoco hay forma de salir. Guarda tus energías para después”. Y de firma, la “D”.
El corazón de la princesa se estrujó en angustia y tristeza cuando leyó la carta. ¿Cómo era posible que su esposo, de quien se había enamorado, actuara así con ella? Era impensable, y se negaba a creer que él realmente la despreciaba tanto como para dejarla allí, encerrada.
De ser prisionera de su padre, pasó a serlo de su esposo. No creía lo que le estaba ocurriendo. ¿Qué había hecho ella para merecerse tal desdicha? Pero se dio cuenta que no, no se merecía aquello. Y en última instancia, tan sólo era culpable por creer en el amor de los cuentos de hadas.
Pasó varias horas llorando y lamentándose, hasta que sintió que no tenía más fuerzas para llorar. Estaba destinada a ser rechazada y odiada por todos, y peor aún, por aquellos que ella amaba y consideraba su familia.
El tiempo pasaba muy lento dentro de aquella habitación, tanto que Sabina no sabía si era de día o de noche. Estaba tan aislada del mundo exterior, que le resultaba surrealista.
Hasta que al fin, se oyeron unos golpes en la puerta.
—Disculpe, señorita. ¿Necesita algo?
Una voz femenina un poco ronca la sorprendió. Ella esperaba a Dante, pero también en eso la decepcionó.
Estuvo a punto de negar, pero su estómago rugió pidiendo alimento. ¿Hacía cuánto no probaba bocado?
—Comida —respondió a la señora, pero no hubo respuesta—. ¿Señora?
—Por favor, quédese en la cama, princesa.
Le sorprendió la respuesta, pero hizo caso al instante, sentándose en el borde de la cama. La puerta se abrió y una mujer de unos sesenta años ingresó, con una bandeja con pan y otra taza con agua.
El hambre que Sabina tenía no la dejó reprochar, y devoró el pan trozo a trozo. Era humillante que su propio esposo le diera solamente eso como alimento, pero una parte de ella ya no quería pelear. No tenía fuerzas.
—¿Y Dante? —preguntó a la señora, quien seguía en la puerta observando con pena a la joven princesa.
—En una reunión —atinó a responder, pero Sabina notó que mentía.
—¿Es de día o de noche? —y esa fue la clave.
—De noche, princesa.
La señora se retiró con prisa, temiendo que la joven le hiciese más preguntas.
Sabina, por su parte, entendió que en realidad su esposo no quería verla. No le importaba, y la tenía como una prisionera real.
…
Así pasaron varios días, o quizás semanas, en las que Sabina recibía tres bandejas al día con pan y agua, y cada dos o tres días un vestido limpio sobre su cama al despertarse.
La señora encargada de llevarle las cosas era Dorotea, una vieja sirvienta que había trabajado en el castillo de Sendulla por muchos años, atendiendo la cocina y los aposentos de la hermana menor de Dante.
De vez en cuando, Dorotea le llevaba una manzana o una naranja a Sabina, escondida en el delantal de su uniforme.
Comenzaron a hablar cada día un poco, hasta que Dorotea tuvo que consolar a la princesa un día, en el que sus sollozos eran incontenibles. Pudo ser un apoyo emocional para Sabina, y ella le estaba muy agradecida. Se dio cuenta que era una buena mujer, y que a pesar de seguir las órdenes de Dante, tenía buen corazón.
Un día le comentó que Dante había hablado de ella con su madre, y que creía que era posible que fuese a verla. Sabina no le creyó, por lo que no se preparó emocionalmente para un tal vez…
Hasta que, al día siguiente, los golpes en la puerta sonaron diferentes. Y en vez de oír la amable voz de Dorotea preguntando si ella necesitaba algo, oyó la voz que menos esperaba, y que más temía.
—Sabina, voy a entrar —se anunció Dante.
Su voz incluso se le hizo desconocida, como si otra persona hablara por él. Pero al abrirse la puerta, lo vio. Y todo lo que había sanado y mejorado en esas dos largas semanas, volvió sin previo aviso.
Su barba ya estaba bastante crecida, pero bien cuidada. Sus ojos eran fríos y calmados, su expresión era demasiado calmada, como un gato jugando con su ratón favorito. Él tenía todo calculado, y ella lo supo.
Sabina quedó en shock, sin poder decir ni una palabra. ¿Cómo era posible que él le afectara tanto, después de demostrarle que no era el hombre que ella creyó, y del que se enamoró?
Su corazón latió acelerado, y a pesar de todo lo que pasó, aún quería que él tan sólo la abrazara, y que le dijera que todo iba a estar bien.
—¿Te comieron la lengua los ratones? —se burló él, con una risa falsa ante la expresión de ella.
Pasó y cerró la puerta tras de sí. Dio dos golpes fuertes, y se oyó el ruido de llaves desde fuera.
Los habían encerrado.
—Y bien, creo que tienes muchas preguntas —Se estaba divirtiendo con ella, y no lo ocultaba—. Y yo muchas deudas que saldar contigo.