Capítulo Quince: Luces.

1543 Words
─Te lo dije, Ascher, hemos enviado a esos chicos allá para morir, eso es algo que ni todo el dinero del mundo podrá compensar─ se quejaba Larine, la esposa del dueño de la posada donde recibieron al grupo G23. Pasado el primer día sin respuesta alguna de los chicos, la mujer no podía conciliar el sueño, sin importar cuántas infusiones se tomara para intentar calmar los nervios. Temblaba y creía ver sombras en el bosque cercano a la cabaña donde se quedaban. ─Serénate, mujer, bien sabes que aquí quien viene es por voluntad propia y a todo riesgo─ contestó de mala gana el hombre de apariencia espeluznante. ─Aún así, pienso que debimos insistir. No sé tú, pero a mí no me gusta cargar con muertos en la consciencia─ fue lo que dijo ella, solo para subir las estrechas escaleras que guiaban hacia la planta superior, en un intento más de irse a dormir. Ascher quedó allí abajo solo, mirando el fuego de la chimenea que hacía del lugar uno cálido. Su esposa tenía razón, pero ellos apenas podían sobrevivir con el poco dinero que obtenían de la siembra, eran pobres como ratas y sus hijos solo les mandaban dinero cada tres meses para cosas básicas. Necesitaban esa ayuda económica para no morir allí desolados.  El festín que habían dado para recibir a los que harían el dichoso documental les dio como resultado tres días sin comer más que papas y agua. Era un esfuerzo que tenían que hacer para recibir la paga prometida por parte de la empresa, la famosa torre Warforth. Tenían que ser tontos para no recibir un incentivo así solo por recibir a un grupo de jóvenes en sus instalaciones, más de allí, no era su responsabilidad, pues ellos mismos firmaron un contrato de acuerdo directo en donde se leía expresamente que mientras estuvieran en las instalaciones, su vida dependía de la entera supervivencia, y así nadie tendría que cargar con ello en lo legal. El hombre de avanzada edad suspiró, incapaz de seguir con su día a día así como si nada. No quería preocuparse por las vidas que pudieran ser o no tomadas, pero tampoco era un ser sin corazón. De vez en cuando sentía empatía hacia los demás. Se levantó de la silla donde se encontraba sentado, una de madera bastante bonita, muy antigua. Ese comedor extenso fue un regalo de bodas por parte de sus suegros, quienes solían vivir en el poblado más cercano a la posada, y por ende a la institución clínica. En un principio, los padres de Larine no querían que se mudaran al extranjero, por lo que le propusieron que los terrenos que tenían a nombre de la familia y estaban sin construir podían ser habitados por ellos para tener su propia independencia, pero a la vez estar cerca. El matrimonio en un primer momento tuvo miedo de los pieles rojas que vivían por allí, internos en el bosque, sin embargo, este se fue cuando empezaron a construir la posada y los indígenas decidieron abandonar aquellas tierras. Todos los pobladores solían decir que en realidad se fueron dejando tras ellos una maldición a quienes se quedaran allí en las generaciones futuras, pero del dicho al hecho, hay demasiado trecho, y los Martin no eran supersticiosos, razón por la que decidieron establecerse allí mismo. Cuando el instituto clínico comenzó a erigirse cerca de ahí, la posada comenzó a tener mucha afluencia de personas, un flujo constante que hizo posible que esa familia saliera adelante en sus buenos tiempos, cosa que se desplomó de inmediato cuando abandonaron el lugar años después, dejando solo soledad y misterio alrededor del lugar. Eso les hizo caer en banca rota, pues no podían costear siquiera el mantenimiento básico de la infraestructura o la limpieza de las habitaciones y pasillos, pero tuvieron que inventarse métodos más naturales para vivir. Fueron tiempos duros. Pensar que los buenos años solo fueron una década les dejaba muy tristes, porque los ahorros de toda su vida los gastaron tanto en la educación de sus hijos como en la posteridad en su propia alimentación y sustento, todo esto hasta que incluso esas pocas reservas se consumieron, dejándolos sin nada más que aquella posada donde sembraron alguna vez sueños de una familia feliz y próspera, donde pensaban tener a sus hijos por siempre. Nada salió de acuerdo al plan, y eso era algo que le preocupaba a Ascher, si la empresa no cumplía con su parte, había dejado que las vidas de esos jóvenes se perdieran en vano.  Tragó saliva con dificultad, sintiendo sus ojos arder, pues el grupo era casi la cantidad de hijos que tuvo con Larine. Todos en el exterior, viviendo de lo que podían, siendo felices en otros ambientes más allá de la siembra y tener que atender las distintas habitaciones de una posada común. No podía siquiera imaginar lo que sería su vida si alguno de sus hijos no estuviera para él, si no viviera lo suficiente como para contarla, pero la culpa tenía que hacerse a un lado, no estaban para pensar en esas cosas, sino más bien en su propia supervivencia. Todo podría verse con mayor claridad cuando amaneciera, pero por el momento, solo tenía que intentar descansar, al igual que su esposa.  Eran las dos de la mañana, podía verlo con claridad en el reloj de pared, el cual hacía un eco de tic tac bastante placentero. Tomó un vaso de agua de la jarra que siempre dejaban encima de la mesa del comedor, pues alguno de los dos tenía la costumbre de bajar y beberse toda el agua, razón por la cual, cuando bajaban horas después, la jarra estaba vacía. Ninguno se quejaba, pues tenían una buena vida a pesar de todo, eran felices mientras se mantuvieran juntos. De perderse alguno de ellos sería la verdadera tragedia, ya que eran un equipo, mientras uno hacía una cosa, el otro se encargaba de una diferente pero igual de importante. Durante los cincuenta y tres años que llevaban de casados, nunca pelearon lo suficiente como para decir "hasta aquí llego" y eso sí que era mucho que decir.  Se amaban, incluso tomando en cuenta que sus gustos no congeniaban demasiado. El sentimiento de unidad no se separaba de ellos por mucho que tentaran al destino, y quizá no fueran la pareja perfecta, pero siempre se esforzaban en agradar al otro, y de alguna forma, les había funcionado hasta ese día. Cuando iba subiendo los escalones de madera alfombrada, estos comenzaron a crujir con la misma intensidad que lo hicieran veinte años atrás, pero eso no lograba inmutar en lo más mínimo a aquél hombre de piel arrugada y mirada azul penetrante. Lo que sí llamó su atención fue escuchar un aullido, cerca de la cabaña. Le erizó los pocos vellos restantes de su piel. Nunca habían escuchado a ningún lobo rondar cerca de su territorio.  Se mantuvo quieto, solo para escuchar con atención cómo varias pisadas se dirigían a paso rápido hacia la puerta principal de la cabaña. Mientras más se acercaban, más ruido producían. No tenía buena pinta, así que subió con rapidez hacia las habitaciones. Buscó entre la penumbra y las pocas velas que iluminaban la noche a su mujer, quien seguro se habría ido a dormir a cualquier otra habitación para no tener que compartir cama con él. Cuando se molestaba prefería estar sola, y él se lo permitía, pues era una buena manera de mantener alejadas las peleas. En esos momentos, poco le importaron las tontas peleas que pudieran haber tenido. Abrió con desesperación cada puerta de lo cuartos, pero no hallaba el cuerpo de su esposa por ningún lado, solo hasta que abrió la última del pasillo. Con desesperación, se acercó hacia ella, quien se hallaba sentada en la mecedora que solía ser de su madre, donde se la sentaba en las piernas a tejer. Ella solo se sentaba ahí cuando algo grave pasaba. Se acercó con cuidado, pero su corazón latía a mil por hora. Le extrañó que la ventana estuviera abierta y que la luz que tenía para iluminar se encontrara apagada por el viento, pero no le prestó atención a esos detalles.  Si tan solo lo hubiera hecho... Se arrepintió rápido de cualquier decisión que hubiera tomado en la vida. Escuchó cómo los lobos derribaron la puerta principal. No podía ser cierto, tenía que estar soñando.  Zarandeó a su esposa, de manera que despertara para poder irse de allí y escapara de esa rara emboscada, pero entonces se dio cuenta de un detalle macabro. El cuello de la mujer se movía como si fuera una muñeca, sin vida. Apenas toco este para cerciorarse de que tuviera pulso, se halló con que estaba nada más y nada menos que degollada. La sangre le brotaba a borbotones con baja presión y se absorbía en sus prendas de dormir con tonalidades marrones. Los ojos de aquel hombre nunca olvidarían esa imagen. Su mujer. Muerta. Frente a él. No pudo más con aquello, pues fue tanta su angustia, que cayó al suelo, a los pies de su amada tras un ataque al corazón, que acabó con su vida en un instante, mucho antes de la llegada de aquellos seres llamados Ertikos hacia ese lugar.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD